PRESENTACIÓN

miércoles, mayo 23, 2007

GLOBALIZACIÓN VERSUS ANTIGLOBALIZACIÓN


La globalización, con la supresión de barreras arancelarias y la libre iniciativa de las empresas, hará que la tarta sea lo más grande posible. Pero su reparto económico dará lugar a grandes diferencias.¿Cómo hacer que la tarta se reparta más justamente?
Más allá de la defensa o no de un Estado mundial recaudador de impuestos o de movimientos de la sociedad civil altruistas y espontáneos prestos a ayudar a los países pobres (soluciones más utópicas que realistas), no se puede obviar una cuestión previa. Dentro de cada país menos desarrollado y potencial receptor de ayuda tendría que existir también una adecuada redistribución de la riqueza propia del Estado de Bienestar. Esta sería la garantía de su futuro desarrollo. Ningún país ha salido de la pobreza sólo a partir de ayudas externas, y no porque hayan sido siempre mínimas. Los países que han logrado salir de la pobreza lo han conseguido gracias a reformas sociales y políticas en su mismo seno. Por dos razones: las reformas mismas y las ayudas externas que, entonces sí, se revelan eficaces. Ayudar a un país desestructurado socialmente, no democráticos y con políticos corruptos apenas sirve para paliar la mala conciencia de los que dan, y en absoluto queda garantizado que se llegue a subsanar apenas un poco las necesidades de la población. Las ayudas suelen caer en saco roto: o bien en manos de políticos corruptos, si se dan a los gobiernos (que es lo que ocurre la mayoría de las veces), o bien un mero parche que se agota en sí mismo (sin contribuir al desarrollo futuro), si se da directamente a la población. De modo que resulta esencial que los países sean suficientemente democráticos para su futuro desarrollo.
Donde no hay democracia política suele escasear tanto la mentalidad liberal en lo económico como la sensibilidad para la justicia social. La tarta es pequeña y además muy mal repartida. Por desgracia, la mayoría de los países pobres hoy día no son democráticos. Y si lo son en la forma, carecen de una clase media que la pueda hacer efectiva para ejercer un mínimo de justicia social; y lo peor de todo, pues significa un vicioso estancamiento, de la voluntad política de los gobernantes para fomentar dicha clase media.
Los detractores de la globalización afirman que sólo ganan algunos, pero los defensores de la globalización suelen repetir que con la globalización ganamos todos. ¿Quién tiene razón?
Los antiglobalización recalcan que ganan más los países desarrollados que los atrasados y las diferencias son acumulativas. Y tienen razón. Las diferencias tenderán a aumentar. Pero los defensores de la globalización dicen que el número de personas pobres en términos relativos y absolutos es menor que hace veinte años. Y cada vez será menor. Y también tienen razón. ¿Implica esto una contradicción? En absoluto.
Hoy día la diferencia entre los países ricos y pobres es más grande que hace veinte años. Algunos países africanos son tan pobres como hace veinte años (el estancamiento de algunos países africanos no es por un exceso de globalización, sino por todo lo contrario. La globalización implica cierta desigulaldad económica, pero no miseria económica. Es absolutamente imaginable un mundo globalizado sin gente que se muera de hambre), sin embargo la mayoría de países que eran ricos hace veinte años son ahora bastante más ricos. Por otro lado muchos países que eran pobres hace veinte años ahora son ricos. Si tomamos el grupo de los tres o cuatro países más pobres y comparamos la renta con los países más ricos, el resultado es que la diferencia de renta ha aumentado. Ahora bien, es un hecho que hoy día hay menos países pobres (la China y la India, que son países superpoblados, han abandonado la indigente pobreza de hace veinte años. Y lo mismo ocurre con otros países orientales como Corea del sur). De modo que si nos fijamos en las personas y no tanto en los países, debemos admitir que hoy en día hay menos pobres, y que los pobres que hay no son más pobres que hace veinte años.

Los antiglobalización dicen que el aumento de la diferencia de renta entre los países ricos y pobres es por la globalización, y probablemente tienen razón. Los defensores de la globalización afirman que hay menos pobres precisamente por la liberalización de los mercados, y probablemente tienen razón también. Más allá de los datos, el problema en este punto pende de una opción ética y de una cuestión epistemológica. ¿Qué nos parece más intolerable la desigualdad o la pobreza? ¿Cómo consideramos la riqueza como un bien escaso que hay que repartir o como algo potencialmente ilimitado que se puede crear? ¿Cómo consideramos al ser humano, como un pasivo que sólo consume y tiene necesidades que cubrir o también como un activo capaz de crear soluciones gracias a su ingenio y razón? Lo sepan o no, los antiglobalización consideran más intolerable la desigualdad que la pobreza, y consideran asimismo que la riqueza es un bien escaso y limitado y que el hombre es fundamentalmente un agente pasivo. Los defensores de la globalización consideran que es más intolerable la pobreza que la desigualdad, que la riqueza se crea y no es un bien limitado y que el hombre además de pasivo es activo.
Sin embargo, los movimientos antiglobalización se oponen, pero no proponen. Se pierden en bellas utopías, pero irrealizables y, a la larga, nocivas. Es la razón, y no a la ciega violencia, lo que puede solucionar el problema.
A menudo escuchamos a los movimientos antiglobalización defender la democracia y atacar el libre mercado. Pero obvian una cuestión elemental. Si bien puede haber a duras penas libre mercado en un país no democrático, no hay un país democrático sin libre mercado. Además, si un país no democrático se empieza a abrir al libre mercado tiende a generar clase media que es el caldo de cultivo social más adecuado para que surja una democracia. Así pasó en España de los años sesenta. La libertad de mercado llama a las otras libertades y a la participación política como la luz a la polilla, y esto a pesar de ocasionales y déspotas dirigentes políticos. De modo que defender la democracia es defender, implícitamente, el libre mercado. Y atacar el libre mercado es atacar, implícitamente, la democracia.
A menudo escuchamos a los movimientos antiglobalización defender el respeto a ultranza de las diferencias culturales y, a la vez, la igualdad de derechos de todos los individuos. El penoso resultado es que mientras se defienden o se toleran con demasiada facilidad las tradiciones culturales a menudo vejatorias para la mujer propias de ciertos países musulmanes se defiende la igualdad de derechos entre hombre y mujer si somos occidentales.
Podemos defender lo circular o lo cuadrado, y acto seguido esforzarnos por dar argumentos sólidos que den valor a nuestra defensa. Pero lo que es indefendible es el circulo cuadrado.

lunes, mayo 07, 2007

SOBRE MUNDOS POSIBLES



¿Un mundo perfecto es posible?Siguiendo con nuestro ejemplo, sería deseable que el panadero excepcional no fuese egoísta, que aceptase que lo que ha ganado honradamente, pero le sobra, debería cederlo a los desfavorecidos.

Y sería deseable también que Pedro y todos los pobres o desfavorecidos no sean orgullosos, que no se sientan humillados por recibir mediante la redistribución ética lo que jamás alcanzarían a través de la mera distribución económica.

Pero ojo, esa conducta deseable debería surgir de una exigencia moral, por el único mandato de nuestra conciencia, y no por una exigencia política, pues la exigencia política además de mermar nuestra libertad se ha revelado como ineficiente económicamente. Ya vimos que el experimento socialista ha fracasado. Esta exigencia moral sería más afín a la utopía anarquista que presupone en todos los hombres una objetividad moral y una fuerte y buena voluntad para cumplirla.
Pero la utopía anarquista tropieza con algunos hechos antropológicos. No siempre somos generosos ni humildes. O dicho de otra forma, a menudo somos egoístas y orgullosos. De modo que este mundo ideal no se produce per se. A los más idealistas les podríamos decir que quizá se pueda cumplir en el futuro, y que educando a la gente en valores como generosidad para dar y humildad para recibir nos vamos acercando a ella. Pero mientras tanto, y esto es una cuestión para los más pragmáticos, ¿podemos hacer algo?

¿Un mundo menos imperfecto es posible?En nuestros países occidentales quizá hemos llegado a una especie de término medio: el invento se llama Estado de Bienestar o Democracia social-liberal. Se respeta la libertad de mercado y se asume la existencia de un impuesto progresivo sobre la renta que sea la base de los ingresos del Estado y que detraiga de modo eficiente el sobrante a las personas ricas o favorecidas. La Agencia Tributaria Estatal proporciona una masa de dinero suficiente para hacer políticas que favorezcan más a los pobres que a los ricos: la enseñanza gratuita, el sistema de pensiones o la sanidad pública. Además se complementan esas medidas con subvenciones para vivienda, cargas familiares, desempleo, etc., que vayan directa y exclusivamente a paliar necesidades de las capas más desprotegidas de la sociedad. Pero, insistimos, esa corrección se hace (se debe hacer) después de haber dejado en paz a las leyes económicas y haber respetado la libertad de producir y consumir, pues ya vimos que si se hace antes, la tarta no crece y la cosa no funciona. Sin negar la ley de la gravedad, que nos dice que todo tiende a caer, el Estado de Bienestar trata, con los impuestos, que podamos hacer al cohete subir. ¿Estupendo invento entonces los impuestos?
¡Cuidado, sin embargo a los deseosos de encontrar soluciones mágicas! Los impuestos no son la piedra filosofal. No es cierto que a más impuestos todo vaya siempre a mejor. Tampoco es cierto que cuanto menos impuestos, mejor. Se trata de un prudente tanteo. La prudencia es una excelente virtud ética mil veces alabada por los antiguos griegos y romanos, pero resulta también muy apropiada para las decisiones políticas y económicas. Si pongo una panadería en mi pueblo y pago muy pocos impuestos, es decir, casi todo lo que gano me lo quedo yo, quizá haga aumentar mi negocio, el número de trabajadores contratados y la riqueza general. Desde luego también mi propio capital. Pero si en esa misma sociedad sigue habiendo pobres, y no por su voluntad, y esos pobres ni siquiera pueden comprar el pan que yo mismo pongo a la venta, no tendremos una sociedad aceptablemente justa. Por el contrario, si casi todo lo que gano es requisado por el Estado para distribuirlo de forma más igualitaria, es evidente que, quizá con la honrosa excepción de san Francisco y de algún que otro santo bondadoso, no trabajaremos con la misma motivación y eficacia. El resultado esperable será menos panaderías, menos pan y de peor calidad y menos puestos de trabajo creados. Y en un caso extremo, que deje de ser panadero e intente dedicarme a otra cosa. Aunque mis paisanos me reclamen pan.

jueves, mayo 03, 2007

LIBERTAD, RIQUEZA E IGUALDAD



Respetar la libertad económica aumenta la riqueza, pero produce desigualdad.Juan y Pedro abren sendas panaderías. Ambos se ponen manos en la masa y comienzan a producir pan. En este punto no juega ninguna ley económica, sólo la libertad de ofertar. Cualquiera que quiera hacer pan, puede intentarlo. También el comprador es libre para demandar. Cualquiera que vaya a comprar pan, comprará el que más le guste. Pero a partir de que se ponen sus productos a la venta, lo que cabe esperar es que rijan las leyes económicas, independientemente de la voluntad libre de Juan y Pedro. ¿Cuál es ese resultado?
Entremos en detalles. Juan tiene casa propia, es soltero y además tiene algunos millones en el banco. Pedro está casado y tiene cuatro hijos. Además no tiene casa en propiedad ni dinero en el banco. En nuestro ejemplo es así, pero podría ser al contrario.
Resulta que, independientemente de sus respectivas circunstancias vitales, Juan es capaz de hacer más y mejor pan que Pedro al mismo precio. Porque trabaja más, porque es más ingenioso, por un don innato para hacerlo o por las tres cosas a la vez. Entonces la mayoría comprará pan a Juan, y sólo unos pocos lo comprará a Pedro. Por consiguiente Juan, el panadero más rico, ganará más que Pedro, que es más pobre.
En este punto es posible que Pedro intente aumentar su producción y mejorar su producto. Si lo consigue, obligaría inmediatamente a Juan a buscar procedimientos para aumentar su producción, abaratar su pan, mejorarlo o las tres cosas. Pero también es posible que Pedro no consiga su objetivo. No es descartable entonces que Pedro abandone la batalla, opte finalmente por dejar de amasar y cocer pan y piense en dedicarse a otra labor.
Se puede lamentar que la competitividad en un mercado libre lleve a la quiebra de empresas y a la pérdida de puestos de trabajo. Y que los menos aptos en la competencia ganen menos aunque tengan las mismas o más necesidades que cubrir. Pero la competencia también tiene su lado positivo. Todos los panaderos, incluso los peores, se mejoran gracias a la competición, y en este sentido les beneficia a ellos y también a los amantes del buen pan. Además, la competitividad beneficia a los consumidores, pues abarata los productos. Y beneficia a la sociedad en su conjunto, pues aumenta la riqueza general y posibilita la mejora de los productos del mercado: los coches, los ordenadores, etc., cada vez serán mejores además de más asequibles. No se puede negar que estas consecuencias negativas y positivas derivan del principio de libertad y de las leyes de la competencia. Como no se puede negar que desde el balcón caen aromáticas rosas y duros tiestos. Y que la causa de ambas caídas es la ley de la gravedad.

Eliminar la libertad económica puede producir mayor igualdad, pero reduce la riqueza general.Pero, ¿qué tal si desde un Estado intervenimos en todos los aspectos de la economía con el objetivo de fomentar la igualdad entre los ciudadanos sin rebajar la riqueza general? ¿Qué tal si intentamos que todos los panaderos ganen lo mismo que Juan o, siquiera, bastante más que Pedro? Tal propósito se parece demasiado a intentar que sólo caigan rosas desde el balcón, pero ignorando la ley de la gravedad.
Desde un poder estatal podemos hacer que el mejor panadero no produzca más de diez barras al día y que se le permita al peor que fabrique cuarenta. Además podemos también controlar los precios, que las barras de los dos valgan lo mismo. De esta forma se garantiza que ambos venderán su total producción, pues el cálculo estatal ha planificado que no habrá excedentes. Violentando los dos principios de libertad se conseguirá sin duda que Pedro, el panadero peor pero más necesitado, gane tanto o más que Juan que, aunque es mejor panadero, necesita menos dinero para vivir. Pero se reducirá la riqueza general producida.
En nuestro ejemplo se reduce la cantidad de pan y la calidad de éste. Pues probablemente los panaderos no se esforzarán en ser mejores ni en producir por su cuenta más de lo determinado por ley, pues esto supondría trabajar gratis. Este hecho no les beneficia ni a ellos ni a los potenciales compradores de pan. Se conseguirá que la tarta salga repartida de forma más igualitaria, sí. Pero la tarta será menor en tamaño y de peor calidad. Y no es una mera especulación. Los países socialistas han intentado siempre intervenir en la libertad de mercado. Pero a pesar de su férreo control de los mercados (o precisamente por ello), la economía soviética fracasó por ineficiente. La caída del Muro de Berlín ha supuesto la comprobación experimental de que interferir en los principios de libertad y en la competencia lleva inevitablemente a una economía fracasada.
¿Libertad o igualdad?Si respetamos la libertad para ofertar y demandar, el PIB ha de resultar por fuerza mayor, pero mal repartido desde el punto de vista ético. Al panadero excepcional, soltero y además rico, le sobrará dinero, mientras que le faltará al panadero mediocre, sin más capital que su trabajo, casado y cargado de hijos. Sin duda esa situación clama contra el valor de igualdad y debería corregirse o compensarse. Pero si la intentamos corregir absolutamente eliminando la libertad de la oferta y la demanda el resultado es mayor igualdad, pero menor riqueza. Es decir, todos somos más iguales, pero menos libres y más pobres. La igualación no se produce por arriba, sino por abajo. ¿Qué hacer entonces?