domingo, agosto 19, 2007

RESPONSABILIDAD Y JUICIO


Acabo de leer “Responsalibidad y juicio”, de Hannah Arendt, estupendo escrito. Reflexiona sobre la universalidad o no de las normas éticas, y por ende sobre la naturaleza del mal.
Para Arendt el referente ineludible del mal a partir del siglo XX son los totalitarismos, y especialialmente el nazismo. Llama a este mal, el mal radical (término tomado de Kant, pero asignándole otro significado). No voy a explicar ahora esta reflexión de Hannah Arendt que es, desde luego, profunda e interesante (tampoco sé si sería capaz). Me quedaré sólo con una de sus conclusiones finales. El mal radical deviene por una incapacidad de pensar, incapacidad de juicio. Distingue Arendt entre conocimiento y pensamiento, y viene a definir el pensamiento como una suerte de diálogo continuo y profundo con nosotros mismos en lo que llama solitud: una reflexión crítica sobre nuestras propias acciones, y a la vez sobre la ejemplaridad de cualquier acción, en nuestra más íntima soledad. Pone como ejemplo a Sócrates. Aquel legendario griego que decía hablar continuamente con su daimon y que muy a menudo dejaba a sus contertulios un tanto perplejos al no llegar a un saber definitivo y cierto tras horas de conversación. Según Arendt, este dialogo interior fortalece nuestra conciencia (sea ésta lo que fuere) y ,en algún sentido, dificulta el olvido. O a la inversa, precisamente por que dificulta el olvido de aquello que vemos y hacemos se produce el dialogo y por ende el fortalecimiento de la conciencia (el escuchar respetuosamente su voz, aunque no siempre se le haga caso).
Perder la capacidad de pensamiento y juicio no le parece a Arendt como un mal que produzca siempre unas consecuencias nefastas, diríamos, mecánicamente. Perder esta capacidad sólo se revela como el mal radical atendiendo a sus consecuencias en circunstancias muy concretas. De hecho, el mal siempre ha sido pensado en términos no radicales, producido por personas dotadas de pensamiento y juicio. Nuestras debilidades nos pueden hacer matar o mentir, aun sabiendo que no se debe hacer. Y el dialogo interior se sigue manteniendo, aunque tormentosamente. Lo nuevo en los totalitarismos del siglo XX, donde se expresa con más nitidez el llamado mal radical, no es la vulneración de la norma ética, sino que las propias normas se hayan invertido con tanta facilidad: en lugar de no matarás, matarás parecen promulgar los nazis; en lugar de no mentir, mentirás, señalan los bolcheviques. Lo escandaloso es que gran parte del mundo lo asumió, y que el mundo mismo no se derrumbó.
La distinción entre conocer y pensar le permite a Arendt explicar algunas cuestiones. Por ejemplo, el hecho de que pueda haber tipos muy inteligentes, con grandes conocimientos científicos, literarios o de cualquier otra índole, que sin embargo sean capaces de realizar colosales atrocidades con mínimos o nulos remordimientos. Afirma Arendt, por establecer una delimitación significativa, que aunque tales individuos son desde luego seres humanos, no son plenamente personas. Y aunque no suelen ser malhechores y a menudo son ejemplares en su conducta, encierran, como dijimos, el potencial del mayor mal. Es decir, mientras no ocurren catástrofes éticas y/o políticas (como el advenimiento del nazismo), tales personas no tienen por qué hacer más mal que cualquier otro ser humano. Pero en situaciones trágicamente excepcionales aumentan y posibilitan el fuego de la catástrofe.
Entre aquellos que perdieron esa capacidad de juicio distingue Arendt tres grupos: nihilistas, dogmáticos y buenos ciudadanos que siguen fielmente las buenas costumbres de la sociedad donde habitan
El nihilista, tal como lo entiende Arendt, habría llegado a la conclusión de que no hay valores definitivos, de modo que asume unos u otros ocasionalmente y movido por su propio interés. El dogmático, asustado por el peligro del nihilismo y del escepticismo paralizante, asume un dogma rígido no siempre limpiamente fundamentado y se afierra fuertemente a él. El buen ciudadano, que asume las buenas costumbres, lo hace acríticamente siendo fiel al significado originario de moral o ética; la costumbre, precisamente por serlo, es buena. La cuestión fundamental es que los tres han finiquitado el dialogo con la conciencia, y aunque la conciencia sigue estando ahí de algún modo (como un huésped que habita con nosotros en la misma casa), es ya un extraño y sus palabras fácilmente olvidables. Una conciencia segregada, por decirlo de algún modo, a la cual se le niega el dialogo, conlleva que en absoluto retengamos sus discursos (meros monólogos cada vez más incomprensibles de un extraño ser con el que coexistimos, pero con el cual ya no convivimos). Según Arendt, en la Alemania nazi los mayores males los posibilitaron, y en su caso los produjeron, precisamente estos tres grupos, y dado que sumados constituían más del cincuenta por ciento de la sociedad alemana, el acontecimiento se revela como escandaloso e inquietante. Los nazis que cometieron las peores atrocidades y buena parte de los buenos alemanes que de una u otra forma las aprobaron, no eran animales. Eran seres humanos. Y en gran mediada pasaban incluso por ser correctos ciudadanos y/o eficientes funcionarios orgullosos de su buen hacer. Quizá entre los dirigentes nazis predominaban los nihilistas y dogmáticos, pero es evidente que entre la población abundaban, precisamente, estos buenos ciudadanos. La cuestión es que sin dialogo interior el dogmático cambia fácilmente de dogma, el nihilista de conducta y el buen ciudadano que sigue sus buenas costumbres, tras un momento primero de perplejidad, puede aferrarse de nuevo a otras si son las que realizan sus vecinos, las que marca el estado y las que le recomiendan en la radio.
Por otro lado están aquéllos que no perdieron su capacidad de pensar. Al contrario que los anteriores, en tiempos de cierta normalidad, estos aparecen a menudo como tábanos socráticos o como molestos escépticos. Pues una de las características fundamentales del pensamiento (ese dos en uno que llama Arendt) es precisamente su carácter aporético. La reflexión ética, diríamos hoy, si es verdadera reflexión, llega muy pocas veces a sólidos absolutos. Y suele acabar en un “sigamos pensando” inaceptable para nihilistas y dogmáticos. No obstante, estas personas son, según Arendt, la más sólida esperanza de que en situaciones en las que la sociedad atraviesa momentos críticos no ocurra lo peor, “lo que nunca debe ocurrir”.