viernes, diciembre 24, 2010

ÉTICA DE EPICURO (1ª PARTE)



Epicuro fue un filósofo griego que vivió entre los siglos IV y III a.C. A los 35 años se estableció en Atenas, donde fundó su propia escuela de filosofía conocida con el nombre de El Jardín, famoso no sólo por la enseñanza de la filosofía, sino también por el cultivo de la amistad y por la participación, no sólo de hombres (como era normal en otras escuelas de filosofía en Grecia) sino también de mujeres. Epicuro tenía una visión hedonista de la vida. La palabra “hedonista” procede del vocablo griego hedoné, que significa placer. Y, efectivamente, para Epicuro la felicidad se reducía al placer y a la ausencia de dolor. Y es que, según Epicuro, todos los seres humanos buscan mediante sus acciones lo mismo: evitar el dolor y alcanzar el placer. La prueba de que algo es bueno es que produzca placer, y la prueba de que algo es malo es que produzca dolor. Sin embargo, Epicuro reconocía que esto no era tan sencillo, pues hay cosas o acciones, como por ejemplo una borrachera, que pueden producir un placer inmediato, pero luego la resaca pueden producir un dolor mayor. Igualmente hay cosas, como por ejemplo preparar un examen de matemáticas un domingo por la tarde, que pueden suponer dolor o sacrificio, pero que son necesarias para alcanzar un placer o un bienestar mayor y más duradero (la satisfacción de aprobar, por ejemplo, o la posibilidad de estudiar la carrera que deseo). En estos casos, ¿qué es lo que debemos elegir? Epicuro lo tenía bastante claro: hay que elegir siempre aquellas acciones que nos reporten un placer mayor y más duradero y que nos eviten la mayor cantidad posible de dolor. El secreto de la felicidad está entonces en el sabio cálculo de las consecuencias que se siguen de nuestras acciones, de cara a evitar la mayor cantidad posible de dolor y alcanzar el placer más duradero. Hay que insistir en que, para Epicuro, tan importante para la felicidad era alcanzar el placer como evitar el dolor. De ahí que, según él, ni banquetes ni juergas constantes dan la felicidad, si no van acompañados de la prudencia que no es otra cosa que el sabio cálculo de las consecuencias que se siguen de cada acción.

jueves, diciembre 23, 2010

LA HISTORIA DE HANS Y KARL III

Las razones por la cuales hacemos cosas que en el fondo no queremos hacer son múltiples, pero en el caso de Hans y Karl son fundamentalmente dos: el miedo y la obediencia ciega a una autoridad. A veces tenemos miedo a morir o a perder una situación vital que consideramos privilegiada. Otras veces, aunque nuestra situación sea mala, tenemos miedo de llegar a estar en otra aún peor. La obediencia ciega en muchas ocasiones nos influye de la misma forma que el miedo. ¿Cuántas injusticias seriamos capaces de realizar si alguna autoridad nos lo manda?





EL EXPERIMENTO DE MILGRAM

En 1963 el famoso psicólogo Stanley Milgram llevó a cabo un experimento en la Universidad de Yale de EE.UU. Una serie de individuos debían administrar una descarga eléctrica a otro individuo atado a una silla cuando éste respondía inadecuadamente a unas preguntas. Un profesor universitario informaba a los futuros verdugos de que se trataba de un experimento sobre la memoria y el aprendizaje. En cada caso el individuo atado afirmaba que le habían detectado un leve problema cardíaco en presencia de quien debería suministrar las descargas. El profesor le respondía que, aunque los golpes eléctricos podrían ser dolorosos, no le causarían ningún daño grave. Enseguida, el profesor se iba con el preguntador a una habitación contigua. Ambas salas estaban conectadas por micrófonos y altavoces, de modo que las respuestas pudieran ser oídas. En la sala del preguntador había un aparato graduado con 30 posiciones, que iban desde los 15 hasta los 450 voltios.

LA HISTORIA DE HANS Y KARL II

Hans se considera absolutamente responsable y libre y se aplica un castigo igualmente absoluto como es la muerte. Karl se considera absolutamente irresponsable y no libre y se absuelve de toda responsabilidad.



Todo lo que podamos decir sobre estas cuestiones está en el ámbito de la doxa. Doxa matizada, razonada y analizada; pero doxa al fin. No episteme. Mi opinión pues es que ni la solución de Hans ni la de Karl son recomendables.


Hans no es absolutamente libre. La libertad humana es relativa y limitada. Así pues no es absolutamente responsable, ni merece entonces un castigo absoluto como la muerte.


Karl no puede dejar de ser libre, aunque le pese. La libertad, aunque sea relativa, es una condición a la que es imposible renunciar. Como Karl es libre en algún grado es también en algún grado responsable de su acción. Y desde luego no es absolutamente inocente. La actitud de Karl responde a lo que Freud llamó racionalización, un mecanismo de defensa del yo que pretende una justificación aparentemente racional de una acción motivada desde la irracionalidad. El miedo, por ejemplo.


¿Cuál es entonces la solución? Tal vez no hay una solución clara y cada uno de nosotros debe buscar la suya. Pero, desde luego, la solución pasa por ser conscientes de nuestra libertad y ser conscientes también de la relatividad y de la limitación de ésta. El diálogo en nuestro interior debe permanecer siempre vivo.


Hans y Karl deberían asumir sus responsabilidades. Tal vez no son responsables absolutos de la muerte de los judíos, pero si son responsables de tener miedo a perder un cierto nivel de vida o la propia vida, de tener miedo a conocer de forma explícita cosas que les desagradan, de obedecer órdenes ciegamente sin pararse a reflexionar sobre ellas. Todos estos miedos y actitudes son muy humanos, y tal vez ninguno de nosotros podríamos asegurar que no haríamos lo mismo que Hans y Karl en similares circunstancias, y sin embargo esto sigue sin justificar sus acciones. En cada situación es tarea de cada uno de nosotros asumir la parte de responsabilidad que nos corresponde.

viernes, diciembre 17, 2010

LA HISTORIA DE HANS Y KARL I


Hace algunos años escribí una historia para explicar a mis alumnos de ética algo sobre la libertad humana y la responsabilidad moral. Uno de los objetivos era ver que, aunque la libertad del hombre es relativa y estamos sometidos a múltiples influencias, nuestras acciones no están determinadas por nada. Ni por la educación ni por la genética ni por las circunstancias. Y por tanto, la responsabilidad moral de nuestras acciones es ineludible. Como decía Sartre, estamos condenados a ser libres. Se me ocurrió entonces que los dos protagonistas fuesen gemelos, recibieran las misma educación y pasaran por las mismas circunstancias. La cuestión fundamental era saber si tales individuos actuarían y pensarían siempre igual o podrían darse diferencias en su comportamiento. La breve historia quería ser una especie de experimento mental que viniese a “demostrar científicamente” que, aunque a veces nos pese, somos libres y, por tanto, responsables. Otro concepto que quería expresar en el cuento era que el grado de responsabilidad moral de cada uno es siempre algo íntimo que debe surgir de un dialogo sincero con nosotros mismo. Se trata de no eludir nunca nuestra capacidad de juzgar y de estar en guardia ante la inevitable tendencia a la racionalización de una parte de nuestro interior. En algún lugar indeterminado entre la actitud de Edipo, que se responsabiliza en exceso, y el psicópata desalmado, que nunca se juzga con dureza aunque cometa los mayores crímenes, debe encontrarse la normalidad. Sea esto lo que fuere. En fin, el tema es delicado, pero el cuento me sirve como excusa para iniciar este importante e interesante debate. Lo publico aquí por si algún colega docente quiere utilizarlo en clase.


Hans y Karl Müller eran dos gemelos que nacieron en un pueblo cercano a Berlín, allá por la década de los veinte. Hans y Karl tenían muchas cosas en común aparte de su aspecto físico. Poseían un temperamento muy similar y recibieron la misma educación.


En 1940, cuando alcanzaron la mayoría de edad, decidieron servir como voluntarios en el ejercito alemán. Los discursos apasionados de un tal Adolf Hitler fueron, en gran parte, responsables de su mutua decisión. Con su ayuda, pensaban convencidos, Alemania podría ser de nuevo una gran nación.


Hans y Karl no dudaban de que sus actos eran fruto de su patriotismo y amor a Alemania. Ellos no deseaban la guerra, pero la verdad era que según iba pasando el tiempo, ésta parecía inevitable. Hans y Karl estaban, como la mayoría de los soldados de cualquier país, dispuestos a cumplir con su deber. Esto les llenaba de orgullo.


Durante los primeros meses de guerra Hans y Karl observaban que muchos de sus vecinos desaparecían misteriosamente. Otros, la mayoría comerciantes, empobrecían súbitamente y eran tratados por todos con desprecio. Las explicaciones oficiales decían, cuando se dignaban a hablar, que tales personas iban en contra de los intereses de la nación y que por lo tanto el castigo era merecido. Hans y Karl observaron que, casualmente, todas estas personas eran judías, extranjera o, simplemente, exponían abiertamente sus ideas. Entre ellas se encontraba el panadero que solía regalar caramelos a Hans y Karl cuando éstos eran pequeños y del que no volvieron a saber nunca más. A pesar de todo, Hans y Karl fueron soldados valientes en la batalla. Les ascendieron rápidamente.


Poco después, fueron trasladados a un campo de concentración donde debían custodiar prisioneros.