PRESENTACIÓN

jueves, diciembre 22, 2011

DESEO Y UTOPÍA (texto)

1ªPARTE
El Sol y no la Tierra es el centro del Universo, proclama Copérnico. El deseo y no la razón es el centro del hombre, afirman Freud y Nietzsche. Llueve así sobre mojado, y el hombre anda doblemente fuera de lugar. Pero, ¿qué deseamos cuando deseamos? El objeto es deseable porque es de hecho deseado, y no a la inversa. Y ¿quién lo desea? Mi deseo es siempre el deseo del Otro, dice Lacan. ¿Y por qué lo desea el otro? Pregunta retórica. El hilo de Ariadna nos lleva a una regresión infinita que vuelve a poner en evidencia la banalidad del objeto de nuestro deseo y resalta, con meridiana claridad, la naturaleza deseante del hombre. Lo importante en este laberinto es que el hombre desea, lo de menos es lo que desea. Deseamos desear, y el objeto sólo es una mera excusa para poner en marcha el deseo mismo. El deseo nos constituye. Nos modela. Nos atraviesa. Nos labra como a la tierra el arado y planta en los pliegues del espíritu la semilla de sus propios males: la tristeza y el miedo.

La tristeza, la pena, esa melancolía tan inherente al espíritu que tanto conocían los antiguos ¿de dónde nos viene? No de negros humores, sino de la pérdida. Vivir es perder continuamente, y caerse y dolerse por la pérdida. La melancolía es el duro aprendizaje de que lo perdido quizá es a duras penas sustituible en su función, pero irremplazable en su ser. Imposibilidad pues de alcanzar aquello querido y deseado, extraviado ya para siempre en el sumidero del tiempo. Allí está, en un tiempo reciente, remoto o primigenio. Tanto da. La lejanía de lo perdido sólo mide aquí la intensidad de nuestra melancolía.

El miedo. Ese miedo presente igualmente en la historia del hombre. Miedo a perder y a no alcanzar el objeto deseado; pero también miedo a ganar y alcanzar al fin el objeto. Miedo a la incertidumbre casi tanto como a la certidumbre de lo inevitable. Miedo a la mentira y miedo a la verdad. Miedo a la muerte. Y miedo a lo que hay más allá: un dios iracundo o una silenciosa nada. Miedo al miedo. Ansiedad o angustia que tanto conocen modernos y contemporáneos. Tan familiar a la vida como la melancolía de los antiguos. También el miedo se entrelaza con el deseo: miedo a que mis deseos se cumplan, miedo a que no se cumplan. Hay algo peor que no conseguir lo que deseamos, dice Oscar Wilde, conseguirlo. Así habla la sabiduría del miedo, que no puede sin embargo dejar de desear, pues el no deseo es otra forma de deseo que sigue escondiendo sus propios males. Sólo el muerto no desea. ¿Y los budistas? Inútilmente pretenden aprender a estar muertos en vida.

2ªPARTE
Melancolía y miedo fabrican sus fármacos que, sin embargo, tan sólo palían el dolor. El melancólico suaviza su pena con la rememoración del pasado, recordando lo que fue y ya no es. Embadurnándolo todo con el sentimiento agridulce de nostalgia, que provoca esa sonrisa amarga, pero serena, en el rostro de los viejos. Porque la nostalgia es un arte que sólo algunos viejos han aprendido a dominar. Y el joven nostálgico siempre tiene algo de impostura bajo la mirada del viejo. Sólo el viejo, que habita en la pérdida, puede ser melancólico y nostálgico, y sólo en la medida en que ya es viejo el que aún es joven puede ser melancólico y nostálgico también. Como la melancolía, el miedo ensaya su propia curación. El fármaco es ahora la esperanza. Ese mal extraño que no deja escapar Pandora de su maléfica caja, y que hace soportable, perversamente soportable, los otros males que salieron del cofre. Justamente los males que provocan nuestros miedos. Los griegos sabían de la ambigüedad de la esperanza: un mal bueno, un bien malo. Sabían pues que es un síntoma del miedo, y en este sentido un mal, y sabían también que era su analgésico, un relativo bien por tanto. No hay esperanza sin miedo. Y el miedo sin esperanza es ya otra cosa, resignación quizá, susto o súbito terror tal vez.

Nostalgia y esperanza ponen al hombre en disposición de desear lo imposible. Lo que ya pasó o lo que no ha llegado. Pasado remoto o futuro lejano, bajo la categoría de lo bueno, lo optimo, lo mejor. Nace así la utopía literaria que es siempre una ucronía. Un lugar sin lugar, un tiempo fuera del tiempo. Nada hay de malo en desear lo imposible, siempre que sepamos que es imposible. Nada malo hay en el arte, en el consuelo imaginativo que nos aporta el sueño de un mundo perfecto. Siempre que sepamos que es un sueño. La utopía de Moro, de Platón, de Fourier son sueños o ensueños literarios que rizan el rizo de la nostalgia y de la esperanza. Habitan aún en la imaginación y saben de la naturaleza irrealizable de sus ideales. Ahí están. Son bellas creaciones. Tan modélicas como un busto griego o un cuadro de Rubens. No está mal soñar. Siempre que no confundamos los sueños con la realidad. Pero cuando la nostalgia y la esperanza se traicionan a sí mismas, transgrediendo las reglas inexorables del tiempo y el deseo, el hombre se convierte en su peor enemigo: científico loco que quiere resucitar a los muertos o inventar una idílica forma de vida sólo concebible en un futuro lejano, a la luz del progreso y la ciencia. Nace así la otra utopía, la que se abre paso a empujones y tiene prisa por conquistar la realidad. Delirio elaborado por la melancolía y el miedo que, ignorando las leyes del deseo y el tiempo, insiste en realizar lo irrealizable: la utopía regresiva y nostálgica que busca el paraíso perdido en un tiempo primigenio; o la otra utopía progresiva y esperanzada que pretende anticipar un idílico futuro apenas divisado como un espejismo al final del tortuoso camino.

Con la frase «Queremos fundar Salento», en referencia a la ciudad utópica de Fenelón, Robespierre difumina la línea divisoria entre el sueño y la realidad. Y la voluntad de realizar la utopía queda emparejada definitivamente con la necesidad de la violencia para llevarla a cabo. Utopía y revolución se unen en matrimonio. La consecuencia fue el Terror jacobino. En el siglo XX la utopía de la igualdad universal que nos esperaba en el futuro y la utopía de la raza pura supuestamente depositaria de la excelencia intelectual y moral que había que rescatar de un arcano pasado, dieron lugar a los dos regímenes más sangrientos de toda la humanidad. De nuevo utopía, revolución y terror.

3ªPARTE
Y sin embargo aún hay demasiada gente empeñada en fundar Salento. ¿Quién es capaz de cuestionar la utopía? Quien se atreve a sugerir en nuestro tiempo que el idealismo político, es decir, la fe en la utopía, más que una virtud podría ser un vicio, cae inmediatamente bajo la sospecha de la incorrección política. La utopía se convierte así en inmaculado catecismo; sus seguidores, en clérigos laicos en posesión de la verdad absoluta; y los disidentes, en nuevos herejes. El hombre renacentista desconfiaba de la autoridad religiosa en aras de su pensamiento crítico. Por parecidas razones deberíamos desconfiar también nosotros de la utopía, palabra demasiado venerada, y de los clérigos laicos que suelen cantar sus bondades, pues para esta especie de nueva Iglesia la utopía, como la Cruz de Cristo, es intocable por sagrada. ¿No fueron acaso los que más fervientemente defendieron la Cruz los que menos escrúpulos mostraron al quemar a los herejes? Me temo que a menudo los defensores de la utopía se parecen demasiado a aquellos clérigos fanáticos dispuestos a eliminar a sus enemigos. La historia se repite. El fuego lo sustituyen por las tijeras; y la sotana, por una cinta de medir adornando su cuello. Entonces, como crueles sastres, no dudan en amputar un brazo o un pie al cliente, antes que retocar el perfectísimo esmoquin. Así resulta que la utopía es intocable y buena; y son los hombres los que deben ajustarse a ella, a sangre y fuego, si fuese necesa-rio. «Llevar a la práctica la utopía es difícil, y el resultado no es todavía todo lo bueno que esperamos», suelen mascullar resignadamente los partidarios de la utopía mientras contemplan el horror producido. Y el pueblo, más sensible a las intenciones que a los hechos, tolera más fácilmente las crueldades desencadenadas por un hombre que los discursos o silencios inocuos de otro. Con una condición. Que imagine en el primero una buena intención que le es negada al segundo. Y la utopía siempre tiene una buena intención.

El que amenaza con poner una bomba exaltando el mal es considerado un demonio, pero el que se declara partidario de la utopía puede poner, de hecho, dos o tres bombas con fatales consecuencias; y aun será perdonado en virtud de su buena voluntad y la nobleza de sus idea-les. Será un héroe romántico o un laureado luchador por la justicia de la humanidad. Y, lejos de ser demonio, puede pasar por santo. Como le sucedió a Stalin durante gran parte de la segunda mitad del siglo XX. Y, sin embargo, el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones, como dijo Samuel Johnson. Y las buenas intenciones son ¡ay, de-masiadas veces!, máscaras de nuestros peores instintos. Como Cioran, prefiero convivir con un indolente lleno de dudas que con un san Pablo lleno de energía, pues la pasión por los grandes ideales ha producido más crímenes a lo largo de la Historia que la moderación que resulta de un sincero escepticismo. Si en nombre de la utopía un gobernante poderoso obligase a todos a hacer el bien a nuestros vecinos, yo me echaría a temblar, sospecharía que habría llegado la hora de la próxima matanza, ¿no sería más sensato simplemente que nos recordasen insistentemente que no debemos hacerles ningún mal? No, dirán los defensores de la utopía, un propósito demasiado modesto. Hay que querer entonces el bien supremo, la perfección, la utopía, aunque el empeño multiplique los infiernos sobre la tierra. Hay amores que matan, encarcelan y oprimen, pero ¿no deberíamos pensar que precisamente porque matan no son verdaderos amores?

La medicina hipocrática estaba harta de curanderos dogmáticos, que no cuestionaban su ciencia cuando el paciente empeoraba tras el tratamiento, por eso proclamó que las buenas intenciones no bastaban para curar al enfermo. Acto seguido impuso un alto grado de prudencia en sus intervenciones. Asumiendo una elemental máxima: «si no puedes curar al enfermo, al menos no lo empeores», la medicina dio un paso de gigante, y el sufrimiento en el mundo disminuyó. Detrás de la máxima hipocrática hay dos básicos postulados: el ser humano es complejo; y el conocimiento sobre sus enfermedades y curas es siempre provisional, y está sujeto a revisión. Si los vehementes defensores de la utopía admitiesen la complejidad del mundo y también, que la ciencia que pretende mejorarlo debe venir de un tanteo, sujeto siempre a revisión, quizá no transformaríamos la Tierra en paraíso, pero eliminaríamos muchos infiernos. Sin duda, el sufrimiento en el mundo se vería reducido. Es preferible querer un bien, que nos asegure una mejora, a pretender la perfección y construir el infierno.

En el mayo francés se puso de moda una frase anónima: «seamos realistas, pidamos lo imposible». Tras conocer las consecuencias de los realismos nazis, bolcheviques y religiosos quizá sería conveniente dar la vuelta a la frase: «seamos idealistas, pidamos lo posible». Sabemos a donde nos lleva la voluntad de un mundo imposible. Sabemos también que un mundo mejor, aun sin ser perfecto, es posible. Tal vez la verda-dera utopía es un mundo sin utopías. Tal vez.

No hay comentarios:

Publicar un comentario