PRESENTACIÓN

lunes, octubre 15, 2012

EL MUNDO DE HOY

Tengo ya una edad en la que las veleidades rousseaunianas han dejado de ser tomadas en serio a fuerza de topar con la realidad. Y a regañadientes doy cada vez más la razón a Hobbes. Permítaseme ser pesimista. Poco ayuda. Lo sé. Pero menos aún el optimismo infundado o el vano voluntarismo. De nacionalismo hablamos. Catalán o vasco, tanto da. 
Recuerdo el estupendo libro de Stefan Zweig “El mundo de ayer”. Recuerdo como hablaba de la Viena del imperio austrohúngaro. Un mundo sólido, de apariencia inquebrantable. Idéntico al de sus padres y abuelos donde la promesa de la continuidad tranquila se respiraba en cada instante. Luego, la Gran Guerra. Y después, la segunda gran guerra. En apenas 40 años cambió el escenario. Y entre tanto, ocurrieron muchas cosas. Casi todas horribles. Muchos dicen que Europa murió en el proceso. Vivimos nosotros de sus ruinas. El hombre normal no sabe que todo es posible, dice David Rousset. Y nosotros, hombres y mujeres de la primera mitad del siglo XXI , deberíamos asumir el deber de no ser hombres normales. Todo es posible, sí. Incluso lo peor. 


Tendemos a ver la tragedia como lo normal para los otros. Masacres, genocidios, extrema crueldad es solo posible allende nuestras fronteras. Quizá en la alejada África. En un punto perdido de la inmensa Sudamérica. Pero Europa está ya curada de espanto. Y sin embargo, los Balcanes. Tan cerca en el tiempo. En el espacio. Yo, a pesar de ser agnóstico, tengo mis propias oraciones. Una de ellas son los versos de Ángel González, la historia y la morcilla de mi pueblo tienen dos cosas en común. Se hacen las dos con sangre. Se repiten. En África. En América. Y también en Europa. De nacionalismo hablamos. Por ende, de independentismo. Aporía trágica a fuerza de no tener salida. Ya sé. Somos civilizados. Hemos aprendido. Y sin embargo la historia ignora nuestra erudición y sigue funcionando con las mismas leyes: sangre y reiteración. Independencia o algo parecido habrá. Pero continuará el sentimiento de agravio. La pataleta adolescente de una nación recién nacida es insaciable en sus demandas. España (lo que de ella quede) seguirá, por mucho tiempo, debiendo dinero. Debiéndolo todo. También deberá territorios. ¿Cataluña? Nada es. El objetivo será los Països Catalans. ¿Euskadi? Poca cosa sin Navarra e Iparralde. Aviso para apaciguadores. La aporía nacionalista es sobre todo eso: aporía ad infinitum, y promesa de sangre e infernal reiteración. Segregación diplomática hay ahora para los castellanoparlantes. Segregación a secas habrá luego. ¿Dispuestos a contemplar por televisión como españoles catalanes o españoles vascos se convierten en judíos alemanes? La civilización parece una fuerte red que protege de la barbarie. Pero la barbarie vive agazapada en cada hombre y quiere salir tras mucho tiempo reprimida. Freud sabía mucho de esto ¿Civilización? Débil tul que finalmente no protege de nada. Demasiado tiempo sin guerras quizá. Los españoles de la primera mitad del siglo XXI no pueden valorar lo que les ha venido casi de nacimiento. Poder charlar con un amigo sin temor a la delación, pasear por el parque sin miedo a ser asesinado o arrestado, comer todos los días, sí, a pesar de la crisis. Parece lo normal. Pero quien tenga más de setenta años o quien conozca un poco la Historia sabe que es lo excepcional. Pandora abre su caja. Y abundan los ciegos voluntarios y los optimistas vanos que aun no saben que todo es posible. El mundo progresa cuando los políticos duermen. Pero hoy todos nuestros políticos tienen insomnio. 

Así recuerda el mundo de antes de la Gran Guerra Stefan Zweig en “El mundo de ayer”
Y es que el siglo en que me tocó vivir y crecer no fue un siglo de pasión. Era un mundo ordenado, con estratos bien definidos y transiciones serenas, un mundo sin odio. El ritmo de las nuevas velocidades no había pasado todavía de las máquinas -el automóvil, el teléfono, la radio y el avión- al hombre; el tiempo y la edad tenían otra medida. Se vivía más reposadamente y, si intento evocar las figuras de los adultos que acompañaron mí infancia, me llama la atención que muchos de ellos eran obesos desde muy temprano. Mi padre, mi tío, mi maestro, los tenderos, los músicos delante de los atriles, a los cuarenta años eran ya hombres gordos, "respetables". Andaban despacio, hablaban con comedimiento, se mesaban las barbas bien cuidadas y en muchos casos ya entrecanas. Pero el pelo gris era una señal más de "respetabilidad" y un hombre "maduro" evitaba conscientemente los gestos y la petulancia de los jóvenes como algo impropio. Ni siquiera siendo yo muy niño, cuando mi padre todavía no había cumplido los cuarenta, recuerdo haberlo visto subir o bajar escaleras apresuradamente ni hacer nunca nada con prisa aparente. La prisa pasaba por ser no sólo poco elegante, sino que en realidad también era superflua, puesto que en aquel mundo burguesamente estabilizado, con sus numerosas pequeñas medidas de seguridad y protección, no pasaba nunca nada repentino, las catástrofes que pudiesen ocurrir en el exterior no atravesaban las paredes bien revestidas de la vida "asegurada"."

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