Tercera parte (viene de El laberinto de las monarquías)
En la monarquía partidocrática el rey tiene el mismo poder simbólico que en la monarquía parlamentaria, es decir, reina pero no gobierna. Pero la representación ciudadana se enrarece de tal forma que muy bien podríamos decir que es una pseudorrepresentación; y el parlamento, un pseudoparlamento.
En la monarquía partidocrática el rey tiene el mismo poder simbólico que en la monarquía parlamentaria, es decir, reina pero no gobierna. Pero la representación ciudadana se enrarece de tal forma que muy bien podríamos decir que es una pseudorrepresentación; y el parlamento, un pseudoparlamento.
Los partidos políticos
son asociaciones organizadas con un jefe que los dirige. Cuando uno de sus
miembros llega al poder, el estado premia al partido, es decir al jefe, con una
subvención. El partido deja de ser entonces una asociación civil, pues es
alimentado con dinero del erario y convierte a sus miembros activos en una
especie de clase funcionarial con distintos grados de poder político. Su estructura
vertical se va reforzando cuanto más poder va adquiriendo. Siendo así, el concepto
de representante y representado se difumina y mistifica. Del mismo modo que el
rey Midas convierte en oro todo cuanto toca, el oro del erario convierte
mecánicamente en estado a todo partido al que da su bendición electoral. Los
candidatos son las ínfimas piezas del engranaje. Su jefe los puso allí y su
jefe los puede quitar. Y gracias a su jefe obtienen privilegios y subvenciones
(además de prebendas ilegales que generalmente son toleradas por el poder). Si
el diputado rechaza la componenda, es expulsado del partido y del cargo. Y si
la expulsión se resiste, desaparecerá de la lista en las siguientes elecciones.
El sistema continúa. No es la inmoralidad del diputado individual el motor de
la perversión. Es el sistema electoral proporcional de listas, donde los candidatos
deben obediencia fáctica al jefe del partido, lo que hace imposible la verdadera
representación. Estar en la lista depende del jefe del partido, no del
ciudadano. De modo que el candidato debe obediencia a su jefe, y no al
ciudadano. De la misma manera, cuando el ciudadano vota, vota al jefe, no al
candidato. El diputado retóricamente dirá que representa a los ciudadanos, mientras
los hecho y a veces las propias consignas del partido evidencian lo contrario,
y retóricamente muchos ciudadanos dirán que eligen a sus representantes, a
pesar de que la mayoría de los individuos que aparecen en la lista electoral le
son ajenos y desconocidos. ¿Son entonces los diputados representantes? Lo son
únicamente de sus jefes de partido. Obviamente esto es una boutade, pues
si los partidos se representan a sí mismos y ya están en el poder, no
representan a nadie. En todo caso realizan una especie de representación
teatral o se presentan a sí mismos. No es hipérbole. El parlamento
funcionaría igual si las reuniones políticas se hiciesen sin la presencia
física de los diputados. Bastaría con que los jefes de los partidos se
reuniesen en el bar de la esquina poniendo sobre la mesa su cuota electoral. De
esta manera, a través del consenso entre los partidos, se constituye y se
ejerce el poder. En el parlamento o en el bar, tanto da. Aunque el verdadero
pacto se hace siempre en el bar, despreciando el principio de publicidad que debe
regir todo acuerdo político. El consenso entre los partidos, al estar estos
desligados de la sociedad civil, se hace siempre por intereses oligárquicos
(sus propios intereses como grupos de poder). Es la forma en la que
se mantienen en la cúspide estatal. En esta situación aumenta o disminuye su
cuota de poder según el resultado de las elecciones y la habilidad para hacer
pactos adecuados, pero nunca lo pierden salvo en raras excepciones (por
ejemplo, un partido pequeño que pierda tras sucesivas elecciones todos sus
representante nacionales, autonómicos y municipales). Se produce así una especie de círculo autista donde los ciudadanos
no pueden penetrar. Tan solo pueden refrendar periódicamente lo que los partidos
han realizado y prometen realizar. Dado que no hay procedimiento para obligar a
cumplir las promesas, los partidos incumplen una y otra vez. El voto del ciudadano
se convierte así en un ritual impotente que solo sirve para dar algo de legitimidad
a un sistema que no les otorga ninguna representación. Como la mosca encerrada
en una botella, el ciudadano choca una y otra vez contra el cristal del sistema
proporcional de elección que le impide acceder al estado. Puede ver el paisaje
del poder con la ilusión de su cercanía, pero es tan inasequible como las
flores y los pájaros que la mosca ve a través del cristal. El traslúcido
recipiente donde habita la sociedad civil resulta entonces efectivo para que
ésta no penetre en el la sociedad política. Incluso más que si la botella fuese
totalmente opaca y el sufragio estuviera explícitamente prohibido; pues en este
último caso la oscuridad, al menos, facilitaría tomar conciencia de la falta de
libertad y enseñaría más fácilmente la salida luminosa anunciada a través del
cuello de la botella. La prueba del nueve se evidencia en los hechos. En una
monarquía partidocrática, a diferencia de una monarquía parlamentaria, es impensable
que un diputado y el jefe del ejecutivo que pertenecen al mismo partido, se
enfrenten en un debate, pues ambos representan los mismos intereses. La sociedad
política, desligada de la sociedad civil, se identifica con el estado, y la
sociedad civil (que somos todos nosotros) queda aislada y sin posibilidad de
afectar la burbuja del poder político.
España es
el ejemplo más claro de monarquía partidocrática. El término partidocrático no
es un término crítico ni peyorativo, es el concepto que el jurista alemán del
pasado siglo Gerhard Leibholz utilizó para designar esta nueva forma de sistema
político que se inaugura en Alemania y que se generaliza en Europa tras la segunda guerra
mundial. Con sus palabras describía el sistema político de su propio país. Y de
paso, el nuestro, pues el sistema español es una copia del alemán. En España la
explica y la define el jurista don Manuel García-Pelayo en su obra “El Estado de partidos” (1986). Leibholz llegaría a ser el primer presidente
del Tribunal Constitucional Federal de Bonn y García-Pelayo fue el primer
Presidente del Tribunal Constitucional de España. Aunque el término y el concepto
que denota se ha intentado omitir y difuminar por la clase política por considerarlo
descalificador, no se trata de algo esotérico o despectivo, sino de su definición
real. Los que se toman la molestia de explicarlo, que además de autoridad
intelectual tienen autoridad política porque fueros presidentes de importantes
tribunales, no hablan de representación sino de integración. Los diputados no
representan entonces a los ciudadanos sino que los integran al estado.
Los partidos políticos, en una especie de comunión mística con los ciudadanos,
se convierten en una y la misma cosa. De este modo se pretende que el gobierno
de los partidos sea el gobierno presente del pueblo mismo, y no el de sus representantes. La referencia es Rousseau y
la idea de que la soberanía no se puede representar. ¿Se trata entonces de una
asamblea directa? Como ha puesto en evidencia una y otra vez el pensador español
don Antonio García Trevijano, el concepto de partidocracia, tal como lo
explican su mentores, revela una burda tomadura de pelo que ninguna mente
atenta podría dejar de ver. Dos elementos separados y distintos: partido y
pueblo, no pueden ser el mismo. No hace falta ser un ilustre jurista o un
sesudo politólogo para reconocerlo. Basta con aplicar los más básicos
principios del pensamiento lógico. Las evidentes paradojas de la explicación
junto con el reconocimiento explícito de que en la partidocracia no existe
representación, sino algo mejor todavía que es la integración, dota a
los emisores de tal mensaje de un cinismo intolerable. Con este cinismo, acompañado
con más o menos rubor, han cabalgado intelectuales y políticos alemanes desde
las palabras del insigne Gerhard Leibholz. Y es precisamente ese mismo cinismo
lo que ha hecho que en España se haya optado por ocultar la definición y
asimilar la partidocracia al parlamentarismo. Aquí nos parece mejor la hipocresía.
Quizá porque casa más con el poso católico de nuestras raíces hispanas
que el cinismo; al fin y al cabo un vicio moral más afín a una cultura protestante.
El engaño y hasta autoengaño de que vivimos en una monarquía parlamentaria donde
los diputados nos representan, forma parte de lo que García Trevijano llama la
Gran Mentira. Vigente en España, sin solución de continuidad, desde la Transición.
"Frente a la gran mentira" A. García Trevijano
"La sencillez de las cosas" J.Torrox