PRESENTACIÓN

domingo, agosto 30, 2015

LA MONARQUÍA PARTIDOCRÁTICA


Tercera parte (viene de El laberinto de las monarquías)

En la monarquía partidocrática el rey tiene el mismo poder simbólico que en la monarquía parlamentaria, es decir, reina pero no gobierna. Pero la representación ciudadana se enrarece de tal forma que muy bien podríamos decir que es una pseudorrepresentación; y el parlamento, un pseudoparlamento. 
      Los partidos políticos son asociaciones organizadas con un jefe que los dirige. Cuando uno de sus miembros llega al poder, el estado premia al partido, es decir al jefe, con una subvención. El partido deja de ser entonces una asociación civil, pues es alimentado con dinero del erario y convierte a sus miembros activos en una especie de clase funcionarial con distintos grados de poder político. Su estructura vertical se va reforzando cuanto más poder va adquiriendo. Siendo así, el concepto de representante y representado se difumina y mistifica. Del mismo modo que el rey Midas convierte en oro todo cuanto toca, el oro del erario convierte mecánicamente en estado a todo partido al que da su bendición electoral. Los candidatos son las ínfimas piezas del engranaje. Su jefe los puso allí y su jefe los puede quitar. Y gracias a su jefe obtienen privilegios y subvenciones (además de prebendas ilegales que generalmente son toleradas por el poder). Si el diputado rechaza la componenda, es expulsado del partido y del cargo. Y si la expulsión se resiste, desaparecerá de la lista en las siguientes elecciones. El sistema continúa. No es la inmoralidad del diputado individual el motor de la perversión. Es el sistema electoral proporcional de listas, donde los candidatos deben obediencia fáctica al jefe del partido, lo que hace imposible la verdadera representación. Estar en la lista depende del jefe del partido, no del ciudadano. De modo que el candidato debe obediencia a su jefe, y no al ciudadano. De la misma manera, cuando el ciudadano vota, vota al jefe, no al candidato. El diputado retóricamente dirá que representa a los ciudadanos, mientras los hecho y a veces las propias consignas del partido evidencian lo contrario, y retóricamente muchos ciudadanos dirán que eligen a sus representantes, a pesar de que la mayoría de los individuos que aparecen en la lista electoral le son ajenos y desconocidos. ¿Son entonces los diputados representantes? Lo son únicamente de sus jefes de partido. Obviamente esto es una boutade, pues si los partidos se representan a sí mismos y ya están en el poder, no representan a nadie. En todo caso realizan una especie de representación teatral o se presentan a sí mismos. No es hipérbole. El parlamento funcionaría igual si las reuniones políticas se hiciesen sin la presencia física de los diputados. Bastaría con que los jefes de los partidos se reuniesen en el bar de la esquina poniendo sobre la mesa su cuota electoral. De esta manera, a través del consenso entre los partidos, se constituye y se ejerce el poder. En el parlamento o en el bar, tanto da. Aunque el verdadero pacto se hace siempre en el bar, despreciando el principio de publicidad que debe regir todo acuerdo político. El consenso entre los partidos, al estar estos desligados de la sociedad civil, se hace siempre por intereses oligárquicos (sus propios intereses como grupos de poder). Es la forma en la que se mantienen en la cúspide estatal. En esta situación aumenta o disminuye su cuota de poder según el resultado de las elecciones y la habilidad para hacer pactos adecuados, pero nunca lo pierden salvo en raras excepciones (por ejemplo, un partido pequeño que pierda tras sucesivas elecciones todos sus representante nacionales, autonómicos y municipales).  Se produce así una especie de círculo autista donde los ciudadanos no pueden penetrar. Tan solo pueden refrendar periódicamente lo que los partidos han realizado y prometen realizar. Dado que no hay procedimiento para obligar a cumplir las promesas, los partidos incumplen una y otra vez. El voto del ciudadano se convierte así en un ritual impotente que solo sirve para dar algo de legitimidad a un sistema que no les otorga ninguna representación. Como la mosca encerrada en una botella, el ciudadano choca una y otra vez contra el cristal del sistema proporcional de elección que le impide acceder al estado. Puede ver el paisaje del poder con la ilusión de su cercanía, pero es tan inasequible como las flores y los pájaros que la mosca ve a través del cristal. El traslúcido recipiente donde habita la sociedad civil resulta entonces efectivo para que ésta no penetre en el la sociedad política. Incluso más que si la botella fuese totalmente opaca y el sufragio estuviera explícitamente prohibido; pues en este último caso la oscuridad, al menos, facilitaría tomar conciencia de la falta de libertad y enseñaría más fácilmente la salida luminosa anunciada a través del cuello de la botella. La prueba del nueve se evidencia en los hechos. En una monarquía partidocrática, a diferencia de una monarquía parlamentaria, es impensable que un diputado y el jefe del ejecutivo que pertenecen al mismo partido, se enfrenten en un debate, pues ambos representan los mismos intereses. La sociedad política, desligada de la sociedad civil, se identifica con el estado, y la sociedad civil (que somos todos nosotros) queda aislada y sin posibilidad de afectar la burbuja del poder político.
    España es el ejemplo más claro de monarquía partidocrática. El término partidocrático no es un término crítico ni peyorativo, es el concepto que el jurista alemán del pasado siglo Gerhard Leibholz utilizó para designar esta nueva forma de sistema político que se inaugura en Alemania y que se generaliza en Europa tras la segunda guerra mundial. Con sus palabras describía el sistema político de su propio país. Y de paso, el nuestro, pues el sistema español es una copia del alemán. En España la explica y la define el jurista don Manuel García-Pelayo en su obra “El Estado de partidos” (1986). Leibholz llegaría a ser el primer presidente del Tribunal Constitucional Federal de Bonn y García-Pelayo fue el primer Presidente del Tribunal Constitucional de España. Aunque el término y el concepto que denota se ha intentado omitir y difuminar por la clase política por considerarlo descalificador, no se trata de algo esotérico o despectivo, sino de su definición real. Los que se toman la molestia de explicarlo, que además de autoridad intelectual tienen autoridad política porque fueros presidentes de importantes tribunales, no hablan de representación sino de integración. Los diputados no representan entonces a los ciudadanos sino que los integran al estado. Los partidos políticos, en una especie de comunión mística con los ciudadanos, se convierten en una y la misma cosa. De este modo se pretende que el gobierno de los partidos sea el gobierno presente del pueblo mismo, y no el de sus  representantes. La referencia es Rousseau y la idea de que la soberanía no se puede representar. ¿Se trata entonces de una asamblea directa? Como ha puesto en evidencia una y otra vez el pensador español don Antonio García Trevijano, el concepto de partidocracia, tal como lo explican su mentores, revela una burda tomadura de pelo que ninguna mente atenta podría dejar de ver. Dos elementos separados y distintos: partido y pueblo, no pueden ser el mismo. No hace falta ser un ilustre jurista o un sesudo politólogo para reconocerlo. Basta con aplicar los más básicos principios del pensamiento lógico. Las evidentes paradojas de la explicación junto con el reconocimiento explícito de que en la partidocracia no existe representación, sino algo mejor todavía que es la integración, dota a los emisores de tal mensaje de un cinismo intolerable. Con este cinismo, acompañado con más o menos rubor, han cabalgado intelectuales y políticos alemanes desde las palabras del insigne Gerhard Leibholz. Y es precisamente ese mismo cinismo lo que ha hecho que en España se haya optado por ocultar la definición y asimilar la partidocracia al parlamentarismo. Aquí nos parece mejor la hipocresía. Quizá porque casa más con el poso católico de nuestras raíces hispanas que el cinismo; al fin y al cabo un vicio moral más afín a una cultura protestante. El engaño y hasta autoengaño de que vivimos en una monarquía parlamentaria donde los diputados nos representan, forma parte de lo que García Trevijano llama la Gran Mentira. Vigente en España, sin solución de continuidad, desde la Transición.
Continúa en el laberinto de las repúblicas


Libros recomendados:
 "Frente a la gran mentira"  A. García Trevijano

sábado, agosto 29, 2015

EL LABERINTO DE LAS MONARQUÍAS



Decimos que hay monarquía cuando gobierna un rey o si el jefe del estado es un rey. Esta primera disyuntiva viene a salvar la diferencia entre la Edad Media y la Edad Moderna, pues solo desde el siglo XV, con el pequeño Estado de Florencia, aparece el primer estado moderno.
 

Entendemos por estado un aparato de poder con un cuerpo jurídico, administrativo y diplomático; y un ejercito y sistema policial presente en todo el territorio. Dado que hay diferentes formas donde hay rey, deberemos clasificar y justificar la distinción.
 

En la monarquía limitada, propia de la Edad Media, el rey gobierna pero de acuerdo a derecho: conjunto de vínculos, convenciones, pactos, contratos y relaciones entre hombres y cosas que se dan en un lugar determinado y que cambian de lugar a lugar. Tal conglomerado, no homogéneo en todo el territorio donde el rey reina, emerge a un primer orden normativo a partir del siglo V después de Cristo tras la caída de la estructura política de los emperadores romanos de Occidente. A lo largo de la Edad Media se modifica paulatinamente a través de la praxis social. El rey no legisla, pero debe ejercer el poder para mantener la paz y la equidad en la comunidad política y actuar de juez supremo e interprete último de la ley. Es llamado legibus solutus porque ninguna voluntad particular puede mandarle ni está obligado a cumplir la ley. No obstante, dista mucho de poseer un poder absoluto: una acción arbitraria o despótica que negara los usos, costumbres y normas establecidas lo convertiría en tirano, y los estamentos privilegiados (señores feudales y eclesiásticos) podrían ejercer el legítimo derecho de resistencia. En Inglaterra, tras la Carta Magna en el reinado de Juan sin tierra, los principales estamentos estarán representados en el consilium regni. En un principio este consejo solo es convocado por el rey y funciona muy esporádicamente. Con el tiempo se unirán los lores y los comunes y se reunirá periódicamente: se conocerá como el parlamento Ingles. Históricamente esta delimitación del poder ha sido siempre causa de conflictos y nunca ha estado del todo clara. Sobre todo en Reino Unido. No obstante, y en líneas generales, el rey tenía potestad sobre la política exterior. Y por ende, sobre la defensa y el ejercito. Dado que mantener un ejercito cuesta dinero, el rey tenía potestad también sobre el cobro de impuestos. Asimismo, en el rey recaía la mayor parte del poder ejecutivo y el del juez supremo que interpreta la ley. Al parlamento le correspondía las cuestiones domésticas y era capaz de oponer resistencia a las demandas del rey, sobre todo en cuestiones de impuestos.

En el Renacimiento surgen los primeros estados modernos y el concepto de soberanía o poder total que se le atribuye al rey. En la monarquía absoluta propia del antiguo régimen la única soberanía reconocida y operante es la del rey. El rey anula o neutraliza el poder del parlamento. En el rey se reúnen entonces los tres poderes del estado: ejecuta la ley, hace la ley y juzga a sus súbditos. El paradigma de este tipo de monarquía es la de Luis XIV, y la frase que mejor la explica es la que la Historia ha atribuido al propio rey de Francia: “el Estado soy yo”. No obstante, aunque muchos reyes lo pretendían pocos llegaron a ser soberanos absolutos. La coexistencia de dos poderes, el rey y el parlamento, dificultaba tal pretensión. La monarquía inglesa después del reinado absoluto de Enrique VIII hasta la revolución Gloriosa que corona a Guillermo de Orange, si exceptuamos el periodo de la república de Cromwells y la dictadura posterior, es o pretende ser una monarquía absoluta sin conseguirlo de facto.

Para hablar con propiedad de la monarquía constitucional tenemos que ir a mediados del siglo XIX y atender al desarrollo teórico que realiza Julius Stahl. No obstante, la primera monarquía constitucional conocida fue la que proclamó el imperio alemán en 1871. Tras la unificación alemana el rey de Prusia Guillermo I es proclamado Kaiser emperador de Alemania. De acuerdo con la Constitución, el emperador nombra a los ministros y controla por tanto al ejecutivo. El legislativo está constituido por una cámara alta, donde hay representantes de los distintos estados de la federación; y una cámara baja, elegida por sufragio universal masculino. La soberanía está compartida de iure y de facto: el rey gobierna y el parlamento legisla.

En la monarquía parlamentaria se reconoce solo la soberanía del pueblo o la nación a través de sus representantes parlamentarios. Del parlamento emanan las leyes y el poder ejecutivo. El rey, que es el jefe del estado, posee un poder simbólico. Reina pero no gobierna, como expresó Adolphe Thiers en la primera mitad del siglo XIX. En Gran Bretaña desde la monarquía de Guillermo de Orange hasta la actualidad se mantiene una monarquía parlamentaria.

En la moderna monarquía parlamentaria de Reino Unido los representantes son elegidos a título personal por los representados. El candidato que más votos aglutina en cada distrito electoral es el representante de todo el distrito. Los candidatos a representantes suelen pertenecer a partidos políticos, pero los partidos son plataformas que emanan de la sociedad civil y los candidatos no deben obediencia al partido sino a sus votantes. El jefe del ejecutivo es elegido por los representantes en el parlamento. Ciertamente suele ser el líder del partido con más diputados, pero esto no anula por completo la independencia de ambos poderes, aunque sí la deja mal herida. Es común ver en el parlamento británico luchas dialécticas muy duras entre los diputados y el primer ministro que pertenecen al mismo partido. La tensión es comprensible. Si el primer ministro debe rendir cuentas a los parlamentarios y en especial a los que lo eligieron, los diputados lo deben hacer a los ciudadanos de su distrito y en especial a los que lo votaron. Digamos que tienen jefes distintos. En una monarquía parlamentaria la sociedad política emerge y depende de la sociedad civil.

Cien años después de la revolución Gloriosa de Guillermo de Orange la asamblea constituyente francesa pretendía una monarquía donde la asamblea, en nombre de la nación, se ocupara fundamentalmente de elaborar las leyes. Aunque la voz más sonante era la de Sieyès que apuntaba más a una monarquía parlamentaria, Mounier, más pegado a la realidad y viendo el poder efectivo que tenía aún la Corona, apuntaba más a conceder poderes ejecutivos al rey y era, por tato, más afín a una monarquía constitucional. Obviamente los acontecimientos se desbocaron y la revolución caminó por otros derroteros.


En la monarquía partidocrática el rey tiene el mismo poder simbólico que en la monarquía parlamentaria, es decir, reina pero no gobierna. Pero la representación ciudadana se enrarece de tal forma que muy bien podríamos decir que es una pseudorrepresentación; y el parlamento, un pseudoparlamento...

viernes, agosto 28, 2015

SOBERANÍA, SOCIEDAD POLÍTICA Y SOCIEDAD CIVIL


Parte primera.
Podemos discutir sobre el nombre que damos a las cosas, pero es inadmisible que se utilice el mismo nombre para distintas cosas. Cuando esto se produce en el lenguaje cotidiano hay confusión y enemistad; en la enseñanza, ignorancia; y en ciencia, ineficacia. Pero tolerarlo en política es el inicio de la peor de las tiranías. Enredados en las palabras acabaremos creyendo ser libres y prósperos viviendo en una cochambrosa chavola con manos y pies encadenados.

El estado es la expresión abstracta del poder: el que manda. El pueblo, la nación o la ciudadanía es la expresión abstracta de los individuos que soportan el poder del estado: los mandados. Pueblo, nación y ciudadanía no son sinónimos. Tienen sus rasgos particulares. El pueblo es el conjunto de los habitantes y la ciudadanía son solo los habitantes reconocidos con ciertos derechos civiles y políticos. El término nación es más controvertido. A lo largo de la historia se ha identificado a la nación con los miembros de una raza, de una religión, de una cultura o de una clase social. Aunque también se ha identificado a la nación con el pueblo y con la ciudadanía. El concepto nación tiene una connotación histórica o temporal de la que carece ciudadanía, aunque se trasluce a medias en pueblo. La nación nace en el tiempo y se hereda. De modo que nación no solo son las generaciones vivas, sino las pasadas que las precedieron. En algunas ocasiones el término pueblo se ha identificado con nación. Así, en la Alemania nazi el pueblo alemán, deutsches volk, era la raza aria, y quedaban fuera de él los judíos alemanes y otras minorías no arias. Entre el pueblo en la base y el estado en la cúspide encontramos otras dos instancias que, aunque siguen siendo abstractas, lo son menos: la sociedad civil y la sociedad política. El pueblo no es un conjunto de átomos. Los individuos conforman grupos y relaciones. Aparecen asociados en familias, en torno a un culto religiosos, para defender a los trabajadores, para proteger a la naturaleza o para cualquier otro fin. Estas asociaciones constituyen en conjunto la sociedad civil. Por otro lado, el estado está compuesto por hombres que tienen poder real. Estos hombres que dan carne al esqueleto estructural del estado, son la sociedad política. Una asociación de personas en la que sus miembros quieren entrar en el estado y formar parte de la sociedad política es lo que comúnmente llamamos partidos políticos. El adjetivo “político” en este caso no deja de ser controvertido. En realidad los partidos políticos deberían llamarse partidos civiles, pues es una asociación más de la sociedad civil. La condición básica para que desde la sociedad civil surjan asociaciones y se manifiesten públicamente es que previamente haya libertades civiles. Muy especialmente la libertad de expresión, de reunión, de asociación y de manifestación. De lo contrario solo se manifestaran públicamente las toleradas por el estado. Si existen partidos o asociaciones que dependen del estado no son sociedad civil, son estado. La única forma de recuperar los derechos civiles si no se tienen, o garantizarlos, si es que han sido concedidos graciosamente por el estado, es que la sociedad política brote naturalmente de la sociedad civil y dependa de ella.
Los tres poderes clásicos del estado son el ejecutivo, el legislativo y el judicial. El poder mismo es la soberanía. La soberanía se ejerce por presencia o por representación. En la antigua Atenas los ciudadanos ejercían el poder por presencia, sin representación, reuniéndose en asamblea. Podríamos decir entonces que tales ciudadanos eran soberanos o que la soberanía la tenían los ciudadanos. Pero más allá de las asambleas con participación directa, los que ejercen la soberanía de facto suelen decir a menudo que representan a Dios, al pueblo o a la nación. El rey considera que Dios le ha concedido representar su poder en la tierra y la forma en que este poder se trasmite es la herencia genética. Por eso el rey proclama que solo debe rendir cuentas a Dios. Sin embargo el parlamento considera que es la nación o el pueblo el que tiene el poder legítimo y ellos representan este poder gracias a la delegación voluntaria del pueblo a cada uno de sus representantes. Obviamente, los parlamentarios consideran que deben rendir cuentas a sus representados y no a Dios.
Si la soberanía es un poder no controlado por otro poder, aunque limitado por otros poderes exteriores, podemos decir entonces que el único inequívoco soberano es siempre el estado. El soberano está limitado en el exterior por otros soberanos, es decir, otros estados, pero hacia dentro, en relación con el pueblo, es el único poder real. Desde un punto de vista emic, es decir, desde sí mismos, el rey es representante de Dios, y el parlamento es el representante del pueblo; de lo que habría que colegir que para el rey el verdadero soberano es Dios y para los representantes, el pueblo. No obstante, desde un punto de vista etic, observando la acción efectiva del poder, los soberanos, es decir, los que mandan en cada caso, son el rey o el parlamento, sin más; siempre y cuando ninguno esté controlado por otro poder y puedan identificarse con el estado mismo. 

Continúa en parte segunda: El laberinto de las monarquías.

viernes, agosto 14, 2015

CAMBIOS CONSTITUCIONALES



 

 Kant proclamó el lema fundamental de la Ilustración: Sapere aude, hemos abandonado la autoculpable minoría de edad y ya somos adultos. Es decir, somos ciudadanos y no súbditos. Ahora bien, si nos atrevemos a saber, debemos exigir también que el poder no apague la luz ni lo llene todo de humo. Finiquitado el despotismo, el principio de publicidad es un requisito imprescindible para constituir un gobierno legítimo. Es pues inadmisible que los gobernantes urdan pactos oscuros y de dudosa legalidad al margen de la opinión pública.

El PP anuncia cambios constitucionales para la próxima legislatura y el PSOE insiste en una España federal. Pero ni unos ni otros concretan sus propuestas ni se refieren a los procesos legales necesarios para sus fines. Hablan de la Constitución en clave esotérica, como si se tratase de un saber iniciático que solo a ellos les concierne. Ganar las elecciones sirve para gobernar, pero no es suficiente para cambiar la Constitución. Y mucho menos para cambiarla en profundidad o crear otra nueva. Puesto que lo que están sugiriendo son cambios profundos deberíamos recordar el articulo 168 del Titulo X de la Constitución española. Una revisión total, o una parcial que toque los artículos esenciales, necesita la aprobación de dos tercios de cada cámara. Acto seguido se deberán disolver las cortes. En buena lógica, tras un tiempo suficiente para que los partidos y asociaciones publiciten sus propuestas de cambio constitucional, la ciudadanía deberá ser convocada a unas elecciones. Los diputados recién elegidos tendrán que ratificar la decisión de cambiar la Constitución y proceder al estudio del nuevo texto constitucional. Elaborada la nueva Constitución, deberá ser aprobada por dos tercios de ambas cámaras. Finalmente, deberá ser aprobada por la mayoría de los ciudadanos en referéndum.

Decir que en las próximas elecciones habrá cambios constitucionales profundos sin buscar el acuerdo de los dos tercios de ambas cámaras, disolver las cortes y convocar unas elecciones para este fin es, pues, una fragrante irregularidad. De llevarse a cabo, ilegalidad manifiesta. Sí, ya sé. Las condiciones legales son complicadas. Y si no somos ingenuos, los cambios propuestos por los partidos serán siempre, si llegan a explicitarlos, meramente cosméticos. Los partidos no tocarán nunca el sistema proporcional de elección ni la esencia del estado autonómico actual. Constituyen su pan y su sangre, y el origen de nuestros desvelos. ¿Pero si no lo harán ellos, quién entonces? Debemos ser nosotros.

Abrir un periodo explícito de libertad constituyente resulta a bote pronto tan complicado como que los partidos se propongan de verdad cambiar la constitución legalmente y en beneficio de todos. Pero la historia es imprevisible y también cayó el Muro de Berlín. En tiempos de confusión es la nación soberana, poder prejurídico y siempre latente, quien tiene la potestad de crear una nueva Constitución mediante sus representantes expresamente elegidos para este fin. A este respecto se asume como un principio dogmático lo establecido por la Constitución francesa de 1791: "La Asamblea Nacional Constituyente declara que la Nación tiene el derecho imprescriptible de cambiar su Constitución.", y la Nación somos todos nosotros.

La oscuridad de los partidos políticos se evidencia también en su uso del lenguaje. Para nuestros políticos las palabras no denotan conceptos, connotan emociones o intereses partidistas. Es decir, si los ciudadanos queremos entender, los políticos se empeñan en no ser entendidos. Quieren ser votados, aclamados y seguidos. ¿Qué quiere decir el PSOE cuando habla de estado federal?, ¿qué insinúan algunos socialistas catalanes que asumen la soberanía española y defienden a la vez que la autodeterminación de Cataluña debería ser legalizada? Desde el punto de vista lógico y conceptual, poca cosa. Propaganda entonces. Sugieren que no son tan “fachas” como el PP ni tan “obcecadamente radicales” como los nacionalistas. Eso es todo. Las palabras pretenden situarse en una estructura emocional e irreflexiva donde se vislumbre un centro imaginario en el que todos somos muy guays y tenemos buen rollito. La tibieza de la corrección política quiere evadir la semántica y tratarnos como a niños. Pero, a pesar de todo, los significantes tienen significado, y la ciencia política y la historia nos lo recuerdan.

            Si Cataluña tuviese derecho a decidir sobre su independencia (fuera cual fuera su decisión) no existiría la soberanía española. Existe la soberanía española, luego Cataluña no tiene derecho a decidir. Aquí no hay término medio porque obviamente no existen círculos cuadrados.
         ¿Estado autonómico o estado federal? Los estados autonómicos suelen tener un pasado centralista y el estado central ha ido otorgado funciones y competencias a las diversas regiones que los conforman. Así ocurrió en España. Las federaciones están conformadas por estados que originariamente eran soberanos e independientes. En un momento posterior cedieron su soberanía y algunas de sus atribuciones a una entidad supranacional o gran nación. Tal cesión es irreversible. Alemania y EE.UU son federaciones. ¿Dónde hay mayor autogobierno? En algunos estados federales hay mayor autogobierno que en algunos estados autonómicos. Sin embargo los Länder alemanes, por ejemplo, tienen menos autogobierno que Cataluña o el País Vasco. No hay regla fija. Si lo que pretende el PSOE es mayor autogobierno de las comunidades autónomas, no es pues necesario la federación. Por otro lado, si lo que se pretende es la asimetría, el estado autonómico da más posibilidades de asimetría que un estado federal. De hecho España ya es bastante asimétrica para desgracia de los que pensamos que todos los ciudadanos debemos ser iguales en derechos y servicios recibidos. ¿Para qué entonces una España federal?

          La diferencia fundamental entre un estado federal y otro autonómico está en su genealogía, no en su estructura. Juan tiene el pelo corto y Pedro lo tiene largo. Juan se deja crecer el pelo y Pedro se lo corta un poco. Ahora ambos tienen similar cabello. ¿Qué sentido tendría que Pedro quisiera tener el pelo como Juan? En cualquier caso, si pretendemos en serio que España sea una federación de estados, deberíamos primero convertir las autonomías en estados independientes. Luego, deberían unirse voluntariamente a la federación cediendo su soberanía recién adquirida. O sea, eliminar la soberanía española para después recuperarla. El problema es que el  único ente que puede legítimamente aniquilar la soberanía española es la propia soberanía española. Es decir, todos y cada uno de los ciudadanos españoles. Siendo así, es obvio que intentar convertir España en un estado federal, además de ser un rodeo complicado sin garantía de éxito, resulta una inmensa estupidez.