Fue Antonio Gramsci desde
planteamientos marxistas quien más insistió en la idea: para alcanzar el poder
es necesario primero ganar la batalla cultural. Es decir, la batalla de la
opinión pública. Gramsci se refería a ello con el término hegemonía cultural.
Los discípulos actuales de Gramsci se esfuerzan día tras día en imponer y
mantener esa “hegemonía cultural”. Pero para tales discípulos, algo más torpes
y desde luego bastante menos brillantes que su maestro, no importa que esa
opinión generalizada esté llena de contradicciones o incoherencias. Incluso es
deseable que sea así. Se trata de aturdirnos y que ya nadie tenga la fuerza
moral para oponerse a ella. Primero por la presión de grupo. Luego por la asunción
mecánica. El objetivo es conseguir una servidumbre voluntaria en una sociedad
de zombis: una turba muy similar a los caminantes de la noche de la serie Juego
de Tronos. Hoy llamamos a esa hegemonía cultural lo políticamente correcto. Se fomenta
con mensajes reiterados y propaganda. Mucha propaganda. Y la verdad es que los
discípulos de Gramsci han tenido mucho éxito, pues raro es el partido que no ha
sucumbido a ella. De modo que, paradójicamente, eso que hemos dado en llamar lo
políticamente correcto se promueve a la vez desde la superestructura y por los
grupos sociales dominantes de la infrestructura, por hablar en terminología marxista.
Y, en medio, estamos casi todos nosotros.
¿Cuál
es uno de los resultados del triunfo de tal hegemonía cultural? Hannah Arendt
nos ilumina un poco: la mente del individuo se escinde. El diálogo interior
desaparece. Y la capacidad de juicio, se deteriora. Juzgamos gracias a que la
conciencia es “dos en uno”. Y el juicio es siempre fruto de un diálogo íntimo
con nosotros mismos. Un dialogo que se realiza en soledad y en silencio. Por
eso es tan importante para los propagandistas de abajo y los poderosos de
arriba fomentar el ruido y el entretenimiento vacuo. En tal situación el
eslogan zafio es lo que triunfa y el desahogo emocional y reactivo es lo que
interesa. Esta tensión ayuda a mantener el sistema. Y prácticamente todos los
partidos se congratulan por ello. Unos en público y otros en privado. El poder
nos ánima a que juguemos al parchís con un amigo virtual de Australia a través
de la red y a que soltemos dos improperios emocionales en forma de opinión en
el bar de la esquina: a eso lo llaman libertad. Nos toleran seguir con nuestra
vida, pero en familia o en el reducido círculo de amigos cercanos; para ver la
tele, comentar el último partido de fútbol o preparar nuestro viaje de vacaciones.
Poco más. No nos engañemos, si rebasamos la línea es muy probable que tengamos
problemas.
La
hegemonía cultura que hoy por hoy padecemos no es inocua. Asumir una
incoherencia es el primer paso para asumir las demás. Y con la cabeza llena de
incoherencias, se anula el pensamiento y la capacidad crítica. Ni siquiera es
hipocresía. Es aturdimiento. El terreno está entonces abonado para el mal. Y la
causa básica de ese mal es banal, como dijo Arendt. Para fomentar grandes males
no hace falta ser un demonio. Basta con que haya mucha gente que haya dejado de
pensar y de hacerse preguntas. La incapacidad de pensar de la mayoría de la
población de Alemania, gente común y no especialmente malvada, propició el triunfo
del nazismo.
Sembrada la discordia en nuestra cabeza es difícil
establecer diálogos con los otros. El resultado es la atomización de la
sociedad. Pero entre una sociedad atomizada y una comunidad orgánica, hay un
término medio: la tradición política más ilustrada la denomina comunidad
republicana. Y una comunidad republicana puede darse con o sin rey. Empezó con
Roma, siguió con Cromwell (mejor representada en Oceana de Harrington), en el Renacimiento la defendió para Florencia el
genial Maquiavelo y fue la fuerza omnipresente de la Revolución norteamericana.
¡Somos individuos, sí, pero profundamente
preocupados por su comunidad política! Queremos ser verdaderos ciudadanos y no
átomos sin conexión que pululan en el vacío.
Nuestra sociedad civil está destruida. Intentemos
entre todos restaurarla. Afrontar nuestras contradicciones es nuestro primer
deber político. Sin ello no habrá debates sinceros ni sociedad civil fuerte.
Los griegos llamaban a esta elemental sinceridad en el discurso parresia.
Y en tiempos de confusión, la parresia es revolucionaria.
La incoherencia es parte del problema, sí. Y la
coherencia es el inicio de la solución. Una sociedad civil fuerte podrá
afrontar mejor el resto de los problemas. Que son muchos, desgraciadamente.
Jesús Palomar
Artículo publicado el 4 de septiembre de 2017 en Periodista Digital.
De lo mejorcito que has escrito.
ResponderEliminara.e.g.
Muchas gracias, amigo anónimo.
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