PRESENTACIÓN

domingo, mayo 06, 2018

EL ENEMIGO SE CONSTRUYE A TRAVÉS DEL LENGUAJE

Para Aristóteles la polis es una comunidad de amigos que debaten libremente en el ágora sobre cuestiones que incumben a todos. Una de las mayores representantes de la tradición que inaugura Aristóteles es la politóloga Hannah Arendt: allí donde no hay libertad de pensamiento ni de expresión, no hay política.
La libertad en Arendt sirve de fundamento a concepciones políticas parlamentarias o republicanas, pero Carl Schmitt es el referente de una tradición distinta que a veces desemboca en formas totalitarias. Para Schmitt lo político se define por la dualidad amigo-enemigo. No es una deliberación libre y amistosa, sino confrontación entre grupos antagónicos donde el acuerdo es sustituido por el poder y la decisión.
El enfrentamiento entre amigo y enemigo, y la consiguiente consagración del enemigo como categoría política, tuvo siempre una buena acogida entre los partidarios de Marx, a pesar de las veleidades que el propio Schmitt tuvo con el nazismo. En cualquier caso, es evidente que la lucha de clases encajaba bien en el esquema del jurista alemán. Sin embargo, con el auge de las clases medias y la caída del Muro de Berlín, las grandes batallas protagonizadas por la clase obrera comenzaron a parecer algo del pasado. Todo hacía pensar que el enemigo estaba abocado a morir en el próspero Estado del bienestar, pero logró sobrevivir. Fue Ernesto Laclau, cuyas ideas están hoy omnipresentes en los populismos de izquierdas de Hispanoamérica y España, quien más empeño puso en rehabilitarlo, señalarlo y reconstruirlo. En una de sus obras más conocidas, La razón populista, nos dio las instrucciones para ello.
Para Laclau el enemigo se construye a la par que se fomentan identidades real o imaginariamente agraviadas. Los grupos agraviados pueden ser incongruentes entre sí, pero eso importa poco: tal diversidad habrá de acomodarse en una totalidad a la que se denominará pueblo; y bajo el significante pueblo, todos los gatos son pardos. De modo que el pueblo no es una realidad dada; y no son, desde luego, los trabajadores o los proletarios del siglo XIX. Se articula desde el discurso ideológico incluyendo en él a grupos muy heterogéneos. La parte de la sociedad que se queda fuera del pueblo es el enemigo a batir. Vencido éste, será el momento de apropiarse del Estado: el cielo anhelado del poder que algunos quieren tomar por asalto.
El procedimiento para crear grupos agraviados es relativamente sencillo y tiene mucho que ver con el lenguaje, pero antes debemos asumir con Laclau que las palabras carecen de significado y el sentido común no existe. De modo que debemos prescindir de la semántica, aunque esto dificulte la comunicación. La cosa no va de comunicación ni de entendimiento mutuo, sino de hegemonía y poder. Para Laclau la verdadera política no se hace en el parlamento, sino en el campo de batalla—la calle y los medios de comunicación, fundamentalmente—; y no se busca persuadir, sino vencer. Por eso la erística sustituye a la dialéctica, y construir un relato resulta más importante que armar una buena argumentación.
Más allá de lo que diga el diccionario, todo significante está impregnado por connotaciones imaginarias y emocionales. Esto es lo que verdaderamente importa a la hora de transformar las palabras en armas de guerra. Imágenes y emociones hábilmente manipuladas se convertirán en el nuevo significado. A veces el significado puede incluir incoherencias manifiestas, pero esto no tiene por qué impedir que las palabras se usen con prodigalidad. No hacemos un análisis gramatical cada vez que pronunciamos una frase; y la mayoría de las pequeñas conversaciones que tenemos al cabo del día, en la familia o en el trabajo, están llenas de lugares comunes donde prima la socialización y la empatía: la coherencia lógica queda en un segundo plano cuando los sentimientos predominan.
En principio los nuevos significados muestran cierta resistencia a ser admitidos por la comunidad de hablantes. Y las palabras que los designan —en la jerga de Laclau, significantes flotantes o vacíos— están en una especie de tierra de nadie que ha de ser conquistada por el pueblo. En consecuencia, la política se convierte en una guerra por los vocablos y sus usos preferentes.
Hay muchas formas de promover la batalla:
Podemos tomar un significante con cierto prestigio y retorcer su semántica. Así se ha hecho con la palabra feminismo. Desde las primeras sufragistas su significado estuvo ligado a la lucha por la igualdad entre hombres y mujeres; pero ahora se asocia cada vez más a los que justifican la ley que discrimina positivamente a la mujer y que, en caso de litigio, convierte en presunto culpable al varón. La palabra feminismo resulta entonces un término ambiguo muy oportuno para crear discordia y designar un nuevo grupo enemigo: aquellos que salvaguardan la igualdad legal sin excepciones identitarias. Quienes se atreven a expresar esta opinión en público, son señalados por el grupo agraviado como retrógrados machistas o malévolos defensores del heteropatriarcado. Consecuentemente, dejan de pertenecer al pueblo. Son numerosas las palabras que sufren similares retorcimientos en la batalla lingüística cotidiana, pero hay especialmente dos de las que nadie quiere prescindir: democracia y libertad. Casi todos las defienden, pero casi nadie piensa lo mismo cuando las nombra.
Otra manera de crear grupos agraviados es recurrir a datos estadísticos, la mayoría de las veces sesgados tendenciosamente. Supongamos que los ciudadanos pelirrojos son el colectivo que más infracciones de tráfico acumula. Si proliferan asociaciones que en nombre de los pelirrojos no paran de denunciar a sus malvados perseguidores, si tales asociaciones disfrutan de amplia cobertura mediática, si se pone en circulación una expresión suficientemente atractiva para designar el odio a los pelirrojos; entonces es muy probable que mucha gente empiece a pensar que algunos ciudadanos son multados por el hecho de ser pelirrojos. La lógica de esta cadena de acontecimientos es disparatada, pero no podemos negar su eficacia. Hace algunos años nadie habría afirmado que siempre que un hombre agrede física o verbalmente a una mujer, lo hace por el hecho de ser mujer. Sin embargo, en la actualidad quien se atreve a poner en cuestión este reiterado mantra es condenado a la hoguera de la plaza pública por una horda de nuevos inquisidores.
En Alicia a través del espejo Lewis Carroll nos recuerda lo que es obvio en todo sistema totalitario; que no importa lo que signifiquen las palabras, sino quién es el que manda. Laclau, siguiendo la estela de Gramsci y su hegemonía cultural, invierte la ecuación: quien domina las palabras acaba por mandar. En cualquier caso, la relación entre poder y lenguaje es una evidencia histórica que no necesita descubridores. La antigua sofistica griega y la propaganda estalinista y nazi bastan para constatarla. Orwell lo ilustró literariamente en 1984 y Victor Klemperer, brillante filólogo perseguido por los nazis, lo hizo con más detalle y rigor en su magnífico libro La lengua del tercer Reich.
No se me ocurren estrategias mágicas para contrarrestar el deterioro del lenguaje y del pensamiento que lleva a cabo el populismo. Pero la opción de Sísifo me parece tan buena como cualquier otra: ante la voluntad de vaciar las palabras de significado, la voluntad clara de volver a llenarlas; ante el exceso de propaganda, exceso de razonamiento. A pesar de Laclau, el pueblo somos todos y el principio de no contradicción no es un invento del capitalismo.
Es un hecho que la perversión del lenguaje ha contribuido a la creación de muchos grupos agraviados que no cesan de señalar al enemigo. Y si esta perversión continúa, probablemente aparecerán más. Quizá en un futuro no muy lejano serán los antitaurinos frente a los aficionados a los toros, o los vegetarianos frente a los que comen carne, o los que nunca leen artículos como éste frente a quienes los leen e incluso los escriben. En fin, todos podemos formar parte del grupo enemigo, aunque seamos muy amistosos; porque ser enemigo depende del que te designa como tal, no del que recibe el calificativo. Así que tengan ustedes cuidado, no digan luego que no les he avisado.
Jesús Palomar. Publicado en Disidentia el 28 de enero de 2018

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