Kant pretende ajustarse a unas normas que se consideran correctas independientemente de las consecuencias que se deriven de la acción. Un idílico ser que actuase siempre por el respeto al imperativo categórico constataría desde luego una voluntad santa, pero su santidad no garantizaría en absoluto una mejora del mundo en términos de menor sufrimiento o mayor justicia. Y lejos de asegurar una mejora en este sentido, a menudo, por muy contradictorio que resulte, puede significar un claro empeoramiento. Es de sobra conocida la paradoja que plantea a este respecto el rigorismo kantiano y la interesante polémica que, a propósito, mantuvieron Kant y Benjamin Constant: un hombre da cobijo en su casa a un amigo inocente e injustamente perseguido por una banda de malhechores. La banda llega a casa y le pregunta por su paradero. El hombre, obligado a no mentir por respeto a su más íntimo deber, finalmente revela el lugar donde se esconde su amigo. ¿Obró bien? Según Kant, sí. Según Constant, no. No obstante, el inocente descubierto sufrirá inmerecidamente.
Desde la ética de Kant el resultado de la acción es algo secundario y, si se sigue de algún mal en forma de dolor o injusticia, la respuesta que cabe esperar es que se trata de la responsabilidad de los otros que, por pura maldad o estupidez, no fueron capaces de respetar la ley moral a la que debían ajustarse.
La ética utilitarista viene a ser el negativo de la kantiana, pues tiene en cuenta las consecuencias probables de la acción. De modo que una acción es preferible a otra en la medida en que se pueda prever que producirá mejores consecuencias. El utilitarismo considera más conveniente aquella conducta que sea capaz de aportar más felicidad al mayor número de personas y, en cierto sentido, obvia la cuestión de los principios.
Desde la ética de Kant se busca la integridad personal, la dignidad. En tal empeño el fin nunca justifica los medios. Sin embargo, la ética utilitarista pretende la mejora del mundo y, a menudo, los medios son justificados por el fin. Un kantiano radical optaría por salvar a un inocente, aunque la consecuencia fuese la destrucción del mundo, y un utilitarista radical optaría por salvar al mundo, aunque para ello tuviese que perecer un inocente.
El problema que subyace en este enfrentamiento entre estos dos puntos de vista éticos antagónicos fue tratado muy inteligentemente por el filósofo alemán Max Weber. En su obra El político y el científico habla de la ética de la convicción, cuyo mejor representante es la ética kantiana, y de la ética de la responsabilidad, que es en líneas generales lo que entendemos por utilitarismo. Weber insiste en que son dos tipos ideales que muy raramente se dan en la práctica, pues toda ética asume ciertas convicciones irrenunciables y tiene en cuenta las consecuencias de la acción hasta cierto punto. Según Weber, se trata de un problema de máximos y mínimos, no de blanco o negro. ¿Es preferible una ética de la convicción (con un mínimo de responsabilidad) o una ética de la responsabilidad (con un mínimo de convicciones irrenunciables)? Para Weber ambas éticas tienen su valor, y si en ciertas circunstancias es admirable una ética de la convicción, quizá en otras es preferible asumir una ética de la responsabilidad. Gandhi renuncia a la violencia por principio, sean cuales fueren sus consecuencias. Su postura nos suele parecer admirable. Pero un gobernante pacifista que renunciase unilateralmente a su ejército aun sabiendo que la nación vecina espera el momento oportuno para atacar, nos resulta más bien un insensato. Quizá la virtud fundamental vuelve a ser, como señalaban tantas escuelas éticas de la Antigüedad, la prudencia. Pensar. No actuar como un autómata, sino reflexionar previamente. No obstante, el problema no está ni mucho menos resuelto.
Solemos ser comprensivos con las mentiras piadosas, o con aquel que engaña a un hombre cruel o injusto si hay un beneficio evidente para un número indeterminado de personas (su familia, si es un padre psicópata que tortura a su mujer y a sus hijos; o sus súbditos, si es un tirano, por ejemplo). También nos suele ser simpático Robin Hood, el que roba a los ricos para instaurar una situación más justa después; pero quien actúa así, mintiendo, engañando o robando para conseguir un fin bueno, está manifestando que el fin justifica los medios. Y en esencia actúa de la misma forma que quien admite la guerra si el fin es una mejora del mundo; pero, claro, con los que mantienen esta segunda opinión no solemos ser tan espontáneamente comprensivos. Sin embargo, quien no miente nunca y es sincero por principio, que suele ser reconocido como una persona íntegra y valerosa, no nos suele parecer tan simpático cuando delata a un amigo inocente que se esconde en su casa cuando una banda de mafiosos le pregunta sobre su paradero. No obstante, el principio que le rige es el mismo: el fin no justifica los medios, y mentir está siempre mal. Pero entonces, ¿debemos ser kantianos o utilitaristas?
Una persona sin principios que solo se fije en las consecuencias de su acción, o una persona con muchos principios que nunca tenga en cuenta las consecuencias de su acción, puede desarrollar en algún caso conductas extremas que nos hagan dudar del acierto de su postura ética. Pero esto solo nos puede llevar a seguir pensando en el problema con más ahínco y dedicación para intentar solucionarlo. Y sólo constata que el mundo es complejo y no hay soluciones simples para grandes cuestiones. Si reconocemos el problema ya hemos avanzado algo en la cuestión. Sigamos pensando pues.
Jesús Palomar Vozmediano.