PRESENTACIÓN

martes, julio 25, 2006

MARXISMO Y NACIONALISMO IDENTITARIO (o de la praxis)



Para Aristóteles existen tres tipos de saberes: los productivos, que pretenden conocer cómo se pueden construir ciertos artefactos; los saberes éticos y políticos, que pretenden conocer cómo se debe regular la conducta de los seres humanos para alcanzar la felicidad, y los saberes teóricos, que no tienen otra finalidad que el conocimiento mismo.
Los saberes productivos son los tecnológicos y artesanales, es decir, la techné; los éticos y políticos vienen a sintetizarse en la prudencia o phrónesis, y los saberes teóricos constituyen la sophía o sabiduría propiamente dicha.
La sophía no remite a ninguna acción. Es un saber que se agota en sí mismo. Pero la techné y la phrónesis remiten a dos tipos diferentes de acción. La acción dirigida por la techné se denomina poiesis, y desemboca siempre en un artefacto. Pero la acción orientada desde la phrónesis no revierte en objeto material alguno, sino en preceptos que vienen a reorganizar las relaciones entre los hombres para su propio bien. Este tipo de acción se denomina praxis.
Para Aristóteles los saberes fundamentales constituyen tres líneas paralelas que no se comunican entre sí, al menos en lo fundamental. La prudencia, que pretende pensar adecuadamente para organizar la sociedad, no ha de recurrir a la sabiduría teórica, que es un saber contemplativo sin aplicación alguna, sino a la propia experiencia. De tal modo que conociendo las diversas maneras en las que el hombre ha organizado la sociedad, es posible hallar la menos mala, o al menos reconstruirla a partir de los retales de las formas políticas que la experiencia me da.
La concepción del conocimiento que tiene Platón es bien distinta. El conocimiento es un todo integrado y piramidal, donde el individuo que conoce va subiendo peldaños hasta llegar al último y más excelso: el conocimiento político. Sólo el que ha culminado con éxito este proceso es verdaderamente sabio. El sabio en política lo es porque antes agotó los conocimientos éticos, y pudo ser sabio en estos saberes porque previamente era un experto matemático. Además, para Platón todo verdadero conocimiento es teórico, también lo es el político. No obstante, es el sabio político el que tiene la difícil tarea de organizar con justicia la sociedad y también de gobernarla. La teoría política ha de convertirse entonces en praxis. Para Platón la praxis no se inspira en la experiencia, sino que intenta traer a la realidad sensible el modelo político perfecto que la razón ha llegado a descubrir en el topos uranus, es decir, en un lugar celeste que no tiene igual en el ámbito empírico. El modelo ideal es inamovible y, por principio, ninguna experiencia sensible puede ni debe modificarlo. Más bien debe ocurrir lo contrario, es el modelo ideal el que debe orientar el cambio en el mundo que vemos y tocamos. Dado este planteamiento, si no hay un acoplamiento armónico entre el ideal celeste y la grosera realidad sensible, la culpa es siempre de la segunda. Sólo ella ha de ser cambiada. Es decir, si no somos lo suficientemente delgados para entrar en el perfectísimo esmoquin que se exhibe en el escaparate celeste de las Ideas, tendremos que adelgazar. No hay más remedio. En lugar de ir a un sastre para que nos haga un vestuario a medida tendremos que ir al gimnasio. Platón ha convertido así el escaparate y el espejo en irreconciliables enemigos. No obstante, esta tormentosa relación que se suele dar entre theoría y praxis, sólo es concebible en planteamientos platónicos del mundo y, por ende, en concepciones utópicas de la sociedad.
Si trasladamos el problema al ámbito de la techné resultaría que, para construir un automóvil, Platón actuaría como un ángel al que un misterioso espíritu le sopla al oído los inimaginables secretos del coche ideal, rechazando así de antemano el penoso trabajo de examinar el imperfecto y vasto parque móvil. Justamente lo contrario de lo que haría Aristóteles, experimentado chatarrero que con las manos manchadas de grasa pretende construir el mejor coche posible aprovechando las piezas que encuentra en el desguace. Los métodos son tan dispares como irreconciliables: revelación mística versus ensayo y error. ¿A quién de los dos le encargamos el coche? ¿Y la organización social?
Marxistas y nacionalistas identitarios tienen mucho de platónico. Ahora bien, mientras que los planteamientos marxistas y nacionalistas parecen ofrecer diferencias esenciales en el ámbito de la theoría, la praxis política tiende, sin embargo, a eliminarlas. Aunque buscar lo mejor para mi nación no es buscar el bien para la humanidad, en la práctica se pone de manifiesto una fundamental coincidencia: ambos propósitos implican una sobrevaloración de lo colectivo y un menosprecio de lo individual. Nación versus Humanidad se revela entonces como un falso antagonismo que tiende a ocultar otro más real e irreductible: individuo versus colectivo (ya sea éste Nación, Humanidad o cualquier otro), donde ambas ideologías constituirían un mismo bando y estarían enfrentadas a las concepciones propias del liberalismo político. Asimismo, ambas ideologías persiguen un poder omnímodo para imponer una ley que se considera justa universalmente o acorde (y por tanto conveniente) a la identidad de la nación concreta. Por tanto, el conjunto de individuos que se consideran nación, en un caso, y proletariado, en otro, han de constituirse en un Estado. Y ambos Estados, aunque justificados por diferentes vías, tienden siempre a comportarse de manera parecida. Así pues, el Estado nacional de carácter identitario y el Estado marxista, tienen una proyección dictatorial y una inercia a la expansión. En el ámbito nacionalista el afán dictatorial se justifica desde una perspectiva religiosa: la fidelidad al espíritu del pueblo exige siempre la observancia del precepto. Los ciudadanos (quizá súbditos) se deben someter a la Ley igual que los monjes se someten a la regla, por bien del espíritu y en aras de una verdad objetiva sólo alcanzable por unos pocos a través de caminos indescifrables que colindan con el misticismo. En los planteamientos marxistas el poder dictatorial es justificado desde la universalidad de la razón y la verdad objetiva que de ella se desprende. Esta verdad ha de ser enseñada o, si resulta oportuno, impuesta. La tendencia expansiva de los Estados nacionalistas y marxistas también se justifica desde discursos distintos. Desde la postura marxista se habla de internacionalismo, desde el nacionalismo de imperialismo. Conceptos muy diferentes que esconden a menudo conductas muy similares.
De modo que nacionalistas y marxistas defienden de hecho un Estado poderoso, aunque lo respalden desde distintos discursos.
El Estado marxista y el Estado nacionalista, nunca sometidos a verdadera crítica, viven con el continuo riesgo de convertir su poder, inspirado en la razón o el espíritu, en un poder arbitrario y loco. Pues a menudo la presunta universalidad de la razón actúa en el ámbito marxista como una coartada para imponer una ideología no universalmente aceptada por todo ser racional. Y en el ámbito nacionalista la perversión se da más explícitamente pues el caudillo, debidamente iluminado, es el único medium capaz de descifrar el enigmático espíritu del pueblo de donde surgirá la Ley que habrán de obedecer y respetar los demás compatriotas. Ni marxistas ni nacionalistas consideran su ideología sujeta a crítica o conjetura, pues se trata de ciencia y revelación, respectivamente, y por tanto de incuestionable verdad. Aunque unos y otros anhelan el poder como medio para una causa más o menos respetable (en cualquier caso discutible), finalmente asumen en muchas ocasiones el poder como fin, y los argumentos pseudoilustrados de los marxistas o las especulaciones más o menos religiosas o metafísicas de los nacionalistas acaban por convertirse en meras racionalizaciones freudianas que tan sólo pretenden justificar, con bellos y emotivos discursos, la mera voluntad de poder yacente en todo sujeto y no siempre reconocida.
Ahora bien, si la historia y la inteligencia sirven para algo, después de las palabras de Nietzsche y de los hechos desencadenados por Hitler y Stalin, tenemos el deber de sospechar de nuestras buenas intenciones y, tras cada anhelo de imposición dogmática a los otros para llevarlos al bien, deberíamos preguntarnos si no es menos malo un mundo sin salvadores que quieren llevarnos a todos al cielo al son de la música de la razón o del espíritu, según el caso, que con ellos. Pues los iluminados de la Justicia y de la Nación, como flautistas de Hamelin, nos han llevado demasiadas veces al precipicio. Idealistas enamorados locamente de la Humanidad o de su Nación no suelen dudar mucho a la hora de infligir males concretos a las personas de carne y hueso.
Jesús Palomar Vozmediano

jueves, julio 13, 2006

NACIONALISMO Y MARXISMO (o de la teoría)


Atendamos al siguiente discurso político:«Nosotros sólo deseamos el bien del pueblo. El pueblo es soberano, dueño de su destino, pero para que este destino se cumpla el pueblo debe romper las cadenas y luchar por su libertad. Sólo así podrá al fin erradicar todos los males que le afligen»

¿Quién ha escrito este texto? ¿Qué tipo de ideología respalda estas palabras? Por extraño que parezca este texto podría ser subscrito por un líder marxista o por un líder nacionalista. Tanto el marxismo como el nacionalismo desean el bien del pueblo, consideran al pueblo soberano y animan a la lucha por la libertad. El objetivo final de esta lucha es erradicar los males del pueblo. Y, sin embargo, nacionalismo y marxismo son ideologías antagónicas que nacen en el siglo XIX, como consecuencia de los cambios sociales, políticos y económicos que origina la Revolución francesa. Es decir, son enemigas naturales. Y, por tanto, esencialmente distintas. Entonces, ¿dónde está la trampa? Borges tiene un estupendo cuento titulado Pierre Menard, autor del Quijote donde nos presenta a un escritor que pretende elaborar una novela original y única. Sin embargo, el libro de Pierre Menard se titula igual que el libro de Cervantes, tiene sus mismos capítulos, los mismos puntos y comas, las mismas frases y palabras. A pesar de todo, Pierre Menard insiste en que es otro libro. La aparente paradoja se debe a que las frases y las palabras tienen significados distintos. La historia que narra Pierre Mennad, tras la pertinente aclaración sobre lo que quiso decir con esta o aquella expresión, es otra muy diferente a la de Cervantes.

lunes, julio 03, 2006

EL DEDO (o de lo que se muestra)


Hace mucho, mucho tiempo. Cuando el mundo era tan reciente que apenas nada tenía nombre, un joven descubrió su dedo índice. Maravillado por su cegadora belleza y perfección lo ocultó durante años como un tesoro muy preciado. «No es bueno que los otros sepan mi secreto», pensaba temiendo que alguien se lo robase. Una noche, siendo ya muy anciano, decidió ser generoso. «¡Mirad todos esta maravilla! ¡Contemplad sin pudor su inenarrable arquitectura!», proclamó orgulloso con el puño en alto y el dedo enderezado. Justo sobre su dedo, contemplando la Tierra desde las alturas y exhibiendo su brillante redondez, se encontraba la Luna. La gente que por casualidad presenció la transcendental revelación ignoró el peculiar apéndice y descubrió la extraordinaria luminaria que presidía el firmamento. Todos le agradecieron su conveniente indicación, pero el hombre y su dedo se marcharon contrariados por tamaña insensibilidad e hiriente indiferencia. «¿Cómo pudieron despreciar tu hermosura?», le dijo dolido y desconcertado a su dedo.

Jesús Palomar Vozmediano

Filosofía desde el Palomar

Un hombre, con gesto amenazante, muestra su fusil en la plaza del pueblo. Una línea imaginaria une la punta del cañón con una pancarta que cuelga de un balcón. La pancarta tiene escrita la palabra paz. La mayoría de la gente del pueblo muestra su regocijo. Nadie se había fijado antes en ese balcón ni en esa pancarta. Al fin la paz, se dicen esperanzados.
Aunque algunos muestren lo que quieran, la mayoría verá sólo lo que desea.

sábado, julio 01, 2006

CÍNICOS E HIPÓCRITAS (o de la dignidad)

Los planteamientos éticos eudemonistas ponen el acento en la felicidad. Se trata de alcanzar tal objetivo. No obstante, estos sistemas no consideran que actuar de modo adecuado para alcanzar la felicidad y actuar con justicia sean excluyentes. No se trata de optar, nos dicen, sino de dar prioridad a lo primero. Suelen asegurar que si así lo hacemos, lo segundo vendrá por añadidura. ¿Si considero que la riqueza o el placer me proporciona felicidad es justo subordinarlo todo para alcanzar riqueza o placer, mintiendo y cometiendo actos crueles si esto fuese necesario? No, dirían estos filósofos, pero sobre todo no es adecuado para ser feliz. Si actuase así me crearía enemigos y viviría intranquilo, además de los presumibles males que mi conciencia me suministraría en forma de culpabilidad y vergüenza. No se debe mentir ni actuar cruelmente, porque no sería feliz con tal conducta y... porque además no es justo. De modo que tales filósofos vendrían a decir que una acción es correcta si me proporciona felicidad, pero la felicidad bien entendida es inconcebible sin justicia. Es decir, una acción manifiestamente injusta no puede ser conveniente para ser feliz. Este es el planteamiento general, si no recuerdo mal, del libro de Savater Ética para Amador.
Paralelamente a esta concepción ética, que se da sobre todo en el mundo griego y romano, se desarrollan otros modos de pensar la ética que cambian la prioridad. Son las éticas deontológicas. Acerquémonos un poco a ellas.
La ética, para estos filósofos, sobre todo debe buscar la acción correcta, es decir, la acción justa. ¿Y qué pasa con la felicidad? Es asunto secundario. Lo importante no es tanto la felicidad como corresponder con el deber. Se debe actuar correctamente, con justicia, independientemente de que esta acción nos proporcione felicidad. Más importante que la felicidad es la dignidad, en el sentido de hacernos merecedores de la felicidad. No renunciar a nuestros principios: lo que creemos íntimamente que debemos hacer, porque es lo correcto. En algún sentido, traicionar estos principios daña mi propia dignidad.
En estos planteamientos éticos las consecuencias de la acción tiene igualmente un valor secundario. El fin no justifica los medios. Insistimos en que más importante que la felicidad o los beneficios individuales o colectivos que se derivasen de la acción está la dignidad, mantener la integridad, alcanzar cierta perfección espiritual, si se quiere. Y todo esto se debilita si dejo de cumplir lo que considero justo: mis principios y convicciones.
De dos formas reafirmamos nuestra dignidad: si somos coherentes con nuestros principios (las normas que consideramos correctas) y si somos consecuentes con ellos en nuestra acción.
Dejamos de ser coherentes si nos contradecimos en lo que afirmamos que se debe hacer. Pierdo la coherencia si, por ejemplo, digo que no se debe robar y a la vez estoy diciendo de algún modo, explícitamente o con cierto disimulo, que se puede hacer. Somos inconsecuentes si decimos una cosa, incluso la recomendamos vivamente, y hacemos otra. Es decir, si digo que no se debe robar y yo mismo robo. La incoherencia y la conducta inconsecuente merman nuestra perfección ética y dignidad.
Si perdemos la coherencia o somos inconsecuentes de un modo descarado y explícito, sin intención de engañar, incurrimos en el vicio moral del cinismo. Y este cinismo no es evidentemente el de la escuela perruna, aunque ambos tengan alguna cosa en común. Un individuo que admitiese públicamente que se debe robar y a la vez admitiese públicamente, con cierta ironía, que no se debe robar o robase explícitamente delante de todos, sería cínico. El cínico suele ser irónico o sarcástico. Pero no siempre la ironía implica cinismo.
Si perdemos la coherencia o somos inconsecuentes de un modo disimulado, intentando ocultar nuestra incoherencia o inconsecuencia para engañar a los otros, nos comportamos con hipocresía. Otro vicio moral. La palabra hipócrita deriva del término griego que significa actor, comediante. Si el ladrón anterior dijese en público que no se debe robar, pero pensase en privado lo contrario o robase evitando ser descubierto por los demás, sería hipócrita.
La diferencia fundamental entre el cínico y el hipócrita es el grado de descaro que exhibe en su discurso incoherente o en su conducta inconsecuente. El hipócrita que es descubierto se avergüenza. El cínico, no. El hipócrita es también más gregario que el cínico. Admite los convencionalismos sociales y no pretende destruirlos, aunque en su oculta trasgresión de ellos intente sacar algún beneficio. A este respecto es pertinente la famosa frase del moralista francés del siglo XVII Francois de La Rochefoucauld: “La hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud”. El cínico es, sin embargo, crítico, individualista y descreído. Con su discurso y conducta intenta destruir, por la base, todo convencionalismo social, a menudo plagado de falsedades y mentiras.

Un pacifista que admitiese que la paz es un valor irrenunciable y que a la vez defendiese públicamente esta o aquella guerra, o en su vida cotidiana usase a menudo la violencia para alcanzar sus fines, sería cínico. Un pacifista que defendiese públicamente sus ideas de paz, pero a escondidas actuase promoviendo la guerra y la violencia, sería hipócrita. Para que el pacifista en cuestión mantuviese su dignidad ética debería ser coherente y consecuente. Un ejemplo histórico de un verdadero pacifista es Gandhi. El líder indio, dijo: “No hay camino para la paz, la paz es el camino”, y lo cumplió. Gandhi fue capaz de doblegar al Imperio británico con el único arma de su no violencia. Pero ojo, si no hubiese ganado esta batalla su dignidad se habría mantenido intacta. La dignidad tiene que ver con el espíritu y no tanto con las consecuencias de la acción. Afirmando su dignidad y rechazando toda hipocresía y cinismo Sócrates dijo una vez: “Prefiero estar de acuerdo conmigo mismo, aunque todos estén en mi contra, que todos estén de acuerdo conmigo y yo mismo en mi contra”, con ello denuncia todo discurso incoherente. Y también dijo: “Prefiero padecer una injusticia que cometerla”. Evidentemente, cometer una injusticia muestra una conducta inconsecuente donde lo que piensas que se debe hacer y lo que haces se contradicen. Sócrates era taxativo en esto, cometer injusticia nos hace indignos y no merecedores de la felicidad.

Jesús Palomar Vozmediano