PRESENTACIÓN
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jueves, octubre 19, 2006
DE LOCOS (o del dolor)
Tras la muerte de lo absoluto, ¿qué es lo normal, lo correcto, lo bueno, la salud? La ciencia, que pretende ser una nueva religión, lanza a sus monjes a las misiones. Psiquiatras y psicólogos intentan consolarnos y hasta redimirnos. Si el niño no come o María llora a menudo sin saber por qué, ¡al psicólogo! En la Edad Media el cura curaba, pero en el siglo XX I el psicólogo lo único que puede hacer y, aun con trabajo, es psicologear. Ni la curación del cura ni el psicologeo del psicólogo sanan realmente, pero el psicólogo del siglo XX I es más antipático aún que el cura. El cura fue peligroso en su tiempo. Muchos murieron en la hoguera por su mandato. Hoy tiene un nosequé de romanticismo, de personaje heroico, como quien planta zanahorias en el desierto y espera que crezcan. El psicólogo, en cambio, habla en nombre de la ciencia, la última superstición del siglo XX. El carné de científico le abre muchas puertas, elimina muchas desconfianzas. Nos aborda insensiblemente por nuestro lado más débil. Porque aún nos cuesta no creer en la Razón y nos sentimos culpables al despreciar a uno de sus representantes. El drogadicto rehabilitado se muestra vulnerable ante la posibilidad de probar de nuevo la droga. El hombre del siglo XXI es un rehabilitado de la ciencia y ,aunque se cree desenganchado, teme sucumbir de nuevo a sus ilusiones y encantos. Pero por la caridad entra el hambre. No tengamos escrúpulos. El psicólogo es un cura disfrazado de científico, el peor de los curas. El científico verdadero debería mostrarse humilde y hasta vulnerable, ha llovido mucho desde el glorioso positivismo decimonónico, pero el psicólogo moderno es tan dogmático como el clérigo medieval.
Tras la destrucción de todo modelo, de todo norte: ¿qué es la conducta correcta?, ¿qué es la salud mental?, ¿cuáles son los pensamientos adecuados? El único referente de lo normal es la estadística. Lo normal es lo que hace la mayoría. Pero la estadística no puede garantizar el acierto, no puede ser creadora de valores. Tal vez dos más dos no es cuatro, pero si todos afirmamos que es cinco no hace que este segundo juicio sea más respetable, correcto o preferible. Muerto el legislador del juego, la referencia divina, y destruidas las reglas (la razón en su cualidad universalizante y absolutizadora), cada uno puede tener su propio juego... unido, evidentemente, a su propia angustia. ¿Quién puede afirmar que tal o cual conducta es anormal? ¿Qué hombre puede etiquetar a otro como enfermo mental? Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra.
Una planta no tiene dolores mentales ergo no tiene enfermedad mental. ¿Quién de los lectores está tan sano como una planta? Lo único objetivo es pues el dolor, no la enfermedad. Si identificamos dolor con enfermedad nos reconocemos todos enfermos y ante este estado de cosas sólo hay unos más que otros.
A menudo curar es comulgar con ruedas de molino, obligar a coger el paso de la sociedad, adormecer con ansiolíticos y neurolépticos para evitar males mayores. Gran parte del dolor psíquico del enfermo mental es añadido, fruto de su inadaptación al medio y la consiguiente adaptación a la fuerza. Un vegetariano ecologista, un tipo valorado especialmente en nuestro tiempo y cultura, un tipo cuerdo, es un loco-enfermo en una tribu de caníbales. Un vegetariano sufrirá más entre caníbales que entre vegetarianos, pero si alguien le obliga a comer carne humana su dolor será máximo. Se sentirá incomprendido, humillado y posiblemente se encerrará en sí mismo en una actitud autista. Muy probablemente perderá todo vínculo real con aquello que le parece reprobable o acabará hablando solo para satisfacer la inclinación natural de comunicarse que todo hombre tiene. Un caníbal en una sociedad vegetariana no tendrá mejor suerte. La enfermedad del caníbal y del vegetariano es tener su propia visión de las cosas. Nuestra propia visión de las cosas nos puede resultar más o menos dolorosa. A veces, en sí misma, insoportablemente dolorosa, pero si tenemos la desgracia de que no es compartida mínimamente por los otros, por la visión normal de las cosas, el dolor se multiplica por mil. Nadie puede decir qué visión de las cosas es correcta y, por consiguiente, nadie debería atreverse a curar a otros haciendo que asuma la visión normal de las cosas, al menos si no tiene la garantía de que esto producirá un alivio de su dolor; pero el vegetariano aún sufre más cuando le obligan a comer carne humana. ¿Cómo puede darse esta garantía?
«Toda enfermedad mental es una enfermedad del cuerpo, sólo somos física y química, querido amigo.», afirma el psiquiatra, poniendo sobre la mesa su hipótesis de trabajo nunca demostrada, como queriendo zanjar la cuestión. Muy bien, si nos enamoramos o nos enfadamos es por comer lentejas o beber gaseosa. La mente es un efecto del cuerpo. Un pensamiento doloroso puede ser un síntoma de un cerebro anómalo. Es allí donde tenemos que operar para restablecer el equilibrio y poner las cosas en orden. ¡Eureka!, al fin encontramos el patrón de normalidad tan ansiado por todos. Lo buscábamos en las nubes y estaba debajo del sombrero. Ya sabemos que es estar sano. ¡A curar pues!
Un científico cena una copiosa ensalada de mariscos que le produce un sueño extraño donde descubre un teorema matemático. Tras determinar la importancia desencadenante del marisco y hasta la determinación causal del sueño por un componente fisiológico, el descubrimiento no pierde ni gana valor como entidad mental y científica. Su contenido mental y su proyección extrapsicológica al mundo y a la ciencia permanecen intactas. De la misma manera una visión particular del mundo dolorosamente asumida puede surgir determinada por un accidente cerebral, por la escasez o exceso de cierto neurotrasmisor; pero, probado esto, en nada varía el valor (mucho, poco o nulo) de tal visión del mundo. Es decir, es indiferente para una visión particular del mundo que sea producida por un factor físico o psíquico. Es indiferente para la validez o no de la filosofía de Kant que haya sido producida por un exceso de serotonina causada por un empacho de paella o por ciertas reflexiones al atardecer.
Es probable que muchas veces se pueda constatar la determinación o condicionamiento fisiológico de ciertas visiones del mundo dolorosas. Igualmente es muy probable que ciertas visiones del mundo especialmente resultonas y placenteras tengan un factor fisiológico reconocido. Si no intervenimos en el segundo por respeto a su propia persona tampoco lo tendríamos que hacer en el primero. Si intervenimos en el primero porque reconocemos una anomalía física cerebral, igualmente deberíamos intervenir en el segundo. Lo único que puede justificar la intervención en el primer cerebro y no en el segundo es aliviar el dolor y, aun así, con ciertas condiciones; pues si eliminamos el dolor anulando la sensibilidad de su sistema nervioso y le asimilamos a la vida vegetal, también, por el mismo razonamiento compasivo, le podríamos pegar un tiro matándole definitivamente. Si, por alguna suerte hoy por hoy irrealizable, la intervención hiciese asumir al primero la visión del mundo del segundo, habríamos trasformado su dolor en alegría. Pero, aún entonces, estaría igualmente la duda de trasformar al pesimista Schopenhauer en el optimista Leibniz. ¿Alguno de los dos es mayor en dignidad?
El hecho de que no sepamos que hacer con los locos se deriva de que no sabemos que hacer con nosotros mismos. Que no sepamos que hacer no justifica que se haga cualquier cosa. «Pero, ¿algo tendremos que hacer?», se pregunta el juez ante la carencia de verdugos voluntarios. «¿Si existe la pena capital, alguien tiene que ejecutarla?», comentaba el inolvidable Pepe Isbert en El verdugo de Berlanga. ¡Que no cuenten conmigo! ¡Ni siquiera creo en la pena capital!
Jesús Palomar Vozmediano
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