Vuelvo a publicar el video documental sobre Hannah Arendt que lancé a la red en el año 2009. Esta vez en su versión completa y con algunas mejoras en el sonido y la imagen. Ahora lo podremos ver de un tirón con algo más de calidad.
Hannah Arendt y la banalidad del mal
La necesidad de comprender.
La
historia nos presenta ejemplos de matanzas desenfrenadas y esclavización de
masas humanas en procesos de conquista y colonización. Ni siquiera los campos
de concentración fueron una invención de los nazis. Lo verdaderamente peculiar
de la dominación totalitaria queda ejemplificado en el cambio que se produjo
cuando el control de los campos pasó de las SA a las SS. Arendt
lo caracteriza en estos términos:
“El verdadero horror comenzó cuando los hombres de
las SS se encargaron de la administración de los campos. La antigua
bestialidad espontánea de la SA dio pasó a una destrucción absolutamente fría y
sistemática de los cuerpos humanos, calculada para destruir la dignidad humana
por la SS. La muerte se evitaba o se posponía indefinidamente. Los campos ya no
eran parques de recreo para bestias con forma humana como las camisas pardas,
es decir, para hombres que realmente correspondían a instituciones mentales y a
prisiones; se tornó cierto lo opuesto: se convirtieron en «terrenos de
entrenamiento» en los que hombres perfectamente normales eran preparados para
llegar a ser miembros de pleno derecho de las SS”
La historia nos proporciona diferentes
encarnaciones del mal con una pléyade de motivos humanos. El agente del mal se
suele mover por orgullo, envidia, odio o resentimiento. Y en este marco
explicativo pueden encajar las brutalidades de las SA, pero no la fría y
sistemática ejecución masiva perpetrada por las SS. Lo que Arendt
destaca es que el agente del mal ejemplificado por las SS no obraba por
ningún motivo de esta naturaleza. Él se veía a sí mismo como instrumento de un
programa de eliminación de lo humano del que formaban parte el asesinato y la
tortura como simples técnicas de gestión o como efectos colaterales exigidos por
el funcionamiento del sistema.
Arendt considera esta forma de mal como una
manifestación nueva: de una parte, porque se muestra reticente a las categorías
tradicionales que explican las formas extremas del mal como perversiones de
sentimientos humanos; de otra, porque responde a objetivos inéditos, que se
resumen en la destrucción de la idea misma de humanidad.
¿Por qué lo hicieron? En "Memoria del mal,
tentación del bien" Tzvetan Todorov advierte que la dificultad que plantea
explicar y comprender los crímenes nazis puede inducir a situarlos fuera del
umbral de lo ‘humano’ y a relegarlos al plano de lo ‘bestial’ o lo
‘monstruoso’. Pero calificar a tales individuos como monstruos los sitúa
inmediatamente al otro lado de la línea. Algo demasiado cómodo. “Eran
monstruos, o estaban locos” son afirmaciones que vienen a tranquilizar nuestras
conciencias y a finiquitar toda reflexión. Pero tal actitud nos deja de nuevo a
la intemperie ante futuros acontecimientos similares. Ni eran monstruos ni
estaban locos.
¿Por qué lo hicieron? La pregunta sigue estando
viva, y nos incumbe sobremanera, pues en ella nos jugamos nuestra propia
humanidad.
Hannah Arendt y el caso
Eichmann.
En 1932 cuado contaba 26 años Adolf Eichmann ingresó en el partido
nacionalsocialista y en las SS. Según su propio testimonio la afiliación al
partido no fue una meditada decisión sino algo casi natural, ni siquiera se
tomó interés en informarse sobre el programa del partido. Eichmann no era un
fanático. Con el tiempo Eichmann hizo carrera en el Servicio de Seguridad de las SS. Su
principal función consistía en tareas de planificación y organización en las
deportaciones masivas de judíos a los campos de concentración.
Tras
la segunda guerra mundial Eichmann se refugió en Argentina. Finalmente fue
arrestado. En 1961 fue juzgado en Jerusalén. El tribunal consideró probada su
participación en la muerte de mi-llones de seres humanos. Fue condenado a la
pena de muerte por la comisión de quince delitos, varios de ellos contra la
humanidad y contra el pueblo judío. Tras los informes periciales de seis
psiquiatras, el tribunal consideró que Eichmann no constituía un caso de
enajenación mental o de trastorno grave de la personalidad. No se trataba de un
loco o un psicópata. ¿Cómo explicar, entonces, que Eichmann rechazara haber
tenido pleno conocimiento de la naturaleza criminal de sus actos?
Por
aquel entonces la politóloga Hannah Arendt fue comisionada por el New Yorker
para informar a sus lectores del curso del juicio a celebrar en Jerusalén.
Arendt diría a propósito de Eichmann:
“Me impresionó la
manifiesta superficialidad del acusado, que hacía imposible vincular la
in-cuestionable maldad de sus actos a ningún nivel más profundo de
enraizamiento o motivación. Los actos fueron monstruosos, pero el responsable
–al menos el responsable efectivo que estaba siendo juzgado– era totalmente
corriente, del montón, ni demoníaco ni monstruoso”.
En una obra posterior, Eichmann en Jerusalén, Hannah Arendt analiza la
personalidad de Eichmann. Arendt se sorprende de que el oficial que participó
activamente en el Holocausto no se sintiese culpable por sus crímenes y, no
obstante, no hubiese ningún rasgo de anormalidad en su persona. Apenas una
tendencia a la irreflexión que se da también en muchas otras personas normales.
Incluso el acusado declaraba haber leído a Kant y que su acción estaba dirigida
por el imperativo categórico, en el sentido de que era asumida por escrupuloso
deber. El caso Eichmann lleva a Arendt a proclamar la banalidad del mal.
En Eichmann descubrió Arendt un agente del mal capaz de cometer actos
objetivamente monstruosos sin motivaciones malignas específicas: los peores
crímenes no requieren grandes motivos. El daño que causó, y del cual Arendt le
considera responsable, fue monstruoso. Pero todavía resulta más aterrador
cuando se advierte que la raíz subjetiva de sus crímenes no estaba en firmes
convicciones ideológicas ni en motivaciones especialmente malvadas. La
banalidad del mal apunta precisamente a esta ausencia de malignidad. Lo que tiene
de banal el mal cometido por Eichmann no está en lo que hizo, sino en por qué
lo hizo.
Para
Arendt, Eichmann tenía un déficit de pensamiento. Un mera incapacidad de
juicio. Para entender su punto de vista conviene señalar que esta incapacidad
no es una mera insensibilidad moral. Eichmann no era un idiota moral. En su
vida cotidiana actuaba de modo normal y sabía distinguir entre lo que esta bien
y lo que está mal. En este punto, Eichmann se asemejaba inquietantemente al hombre
del montón, a muchos hombres corrientes. La única característica notable que se
podía detectar en su comportamiento fue precisamente su falta de reflexión y de
pensamiento Su incapacidad de juzgar.
¿En
qué consiste esta incapacidad? Distingue Arendt entre conocimiento y
pensamiento. Conocer implica acumular teorías, ideas y saberes, e incluso ser
capaz de resolver cuestiones técnicas al respecto. Pero Arendt viene a definir
el pensamiento como una suerte de diálogo continuo y profundo con nosotros mismos
en lo que llama solitud: una reflexión crítica sobre nuestras propias acciones,
y a la vez sobre la ejemplaridad de cualquier acción, en nuestra más íntima
soledad. Tal reflexión implica una mentalidad amplia, una capacidad de ponerse
en el lugar del otro para tratar de entender su punto de vista. Según Arendt,
este diálogo interior fortalece nuestra conciencia y, en algún sentido,
dificulta el olvido. O a la inversa, precisamente porque dificulta el olvido de
aquello que vemos y hacemos fortalece nuestra conciencia y nos avoca al dialogo
con ella. Esto nos obliga a escuchar respetuosamente su voz, aunque no siempre
se le haga caso.
Es
sin embargo esta falta de reflexión crítica lo que Arendt descubrió en Eichmann
y consideró que podía ayudar a entender, no sólo el nuevo tipo de criminal que
encarnaba en cuanto cooperador activo de una política de asesinato masivo, sino
también la colaboración, en formas y grados diversos, de una amplia masa de la
población alemana en el mantenimiento del régimen nazi.
Lo interesante del nuevo enfoque es que dibuja un agente del mal que, lejos de reducirse a sectores minoritarios fuertemente ideologizados, se extiende a una amplia masa social desideologizada y anónima que contribuyó, activa o pasivamente, a la implantación y sostenimiento del régimen nazi.
La distinción entre conocer y pensar le permite a Arendt explicar algunas cuestiones. Por ejemplo, el hecho de que pueda haber tipos muy inteligentes, con grandes conocimientos científicos o de cualquier otro índole, que sin embargo sean capaces de realizar colosales atrocidades con mínimos o nulos remordimientos. Y aunque no suelen ser malhechores y a menudo son ejemplares ciudadanos, encierran, como dijimos, el potencial del mayor mal.
Lo interesante del nuevo enfoque es que dibuja un agente del mal que, lejos de reducirse a sectores minoritarios fuertemente ideologizados, se extiende a una amplia masa social desideologizada y anónima que contribuyó, activa o pasivamente, a la implantación y sostenimiento del régimen nazi.
La distinción entre conocer y pensar le permite a Arendt explicar algunas cuestiones. Por ejemplo, el hecho de que pueda haber tipos muy inteligentes, con grandes conocimientos científicos o de cualquier otro índole, que sin embargo sean capaces de realizar colosales atrocidades con mínimos o nulos remordimientos. Y aunque no suelen ser malhechores y a menudo son ejemplares ciudadanos, encierran, como dijimos, el potencial del mayor mal.
Perder
la capacidad de pensamiento y juicio no le parece a Arendt como un mal que
produzca siempre unas consecuencias nefastas. Perder esta capacidad sólo se
revela como un mal extremo, atendiendo a sus consecuencias, en circunstancias
muy concretas. Es decir, mientras no ocurren catástrofes éticas o políticas
como el advenimiento del nazismo, tal incapacidad puede resultar inocua. Pero
en situaciones trágicamente excepcionales aumentan y posibilitan el fuego de la
catástrofe.
Entre
aquellos que perdieron esa capacidad de juicio distingue Arendt tres grupos:
nihilistas, dogmáticos y muchos ciudadanos normales que siguen fielmente las
buenas costumbres.
El
nihilista habría llegado a la conclusión de que no hay valores definitivos, de
modo que asume unos u otros ocasionalmente y movido por su propio interés.
Cuando todo es dudable y no hay ninguna gran idea que defender o creer la única
carta segura a la que quedarse es el egoísmo, independientemente de las
consecuencias que se deriven de ello. Son los arribistas sin escrúpulos que
pululan siempre cerca del poder, de cualquier poder.
El
dogmático, quizá huyendo de la ansiedad de un escepticismo incapaz de dar
respuestas definitivas a todas las preguntas, asume un dogma rígido que le
aporta seguridad. Al concentrar todas sus acciones en un obsesivo ideal,
fortalece su voluntad y su capacidad de acción. A este grupo pertenecen los
fanáticos políticos y religiosos siempre refractarios al diálogo que pudiese
cuestionar sus ideales.
Entre
los ciudadanos normales distingue Arendt el tercer grupo irreflexivo: el más
numeroso. Estos ciudadanos suelen asumir las buenas costumbres del lugar donde
habitan, pero lo hacen acríticamente, fieles al significado originario de moral
o ética; la costumbre, precisamente por serlo, es buena.
La
cuestión fundamental es que los tres han finiquitado el dialogo con la
conciencia, y aunque la conciencia sigue estando ahí, es ya como un extraño.
Una conciencia segregada a la cual se le niega el diálogo conlleva que en
absoluto retengamos sus discursos: monólogos cada vez más incomprensibles de un
raro ser con el que coexistimos, pero con el cual ya no convivimos.
Según Arendt, en la Alemania nazi los mayores males los posibilitaron, y en su caso los produjeron, precisamente estos tres grupos; y dado que sumados constituían más del cincuenta por ciento de la sociedad alemana, el acontecimiento se revela como escandaloso e inquietante.
Según Arendt, en la Alemania nazi los mayores males los posibilitaron, y en su caso los produjeron, precisamente estos tres grupos; y dado que sumados constituían más del cincuenta por ciento de la sociedad alemana, el acontecimiento se revela como escandaloso e inquietante.
Quizá
entre los dirigentes nazis predominaban los nihilistas y dogmáticos, pero es
evidente que entre la población abundaban, precisamente, estos ciudadanos
normales. La cuestión es que sin diálogo interior el dogmático cambia
fácilmente de dogma, el nihilista de conducta y muchos ciudadanos normales, de
valores
Entre
los dogmáticos es conocida la gran cantidad de comunistas alemanes que fueron
engrosando el partido nazi en la década de los años veinte. También el
nihilista, no exento de cierto cinismo, no tiene escrúpulos en modificar su
conducta si la nueva es capaz de procurarle más beneficios. ¿Pero qué ocurre
con ese gran número de ciudadanos que no han mostrado nunca ningún rasgo de
anormalidad y que en muchas ocasiones han sido considerados incluso ejemplares?
Aquel ciudadano normal que sigue sus buenas costumbres, tras un momento primero
de perplejidad en el que el mundo parece caérsele encima, puede aferrarse de
nuevo a otras si son las que realizan sus vecinos, las que marca el Estado y
las que le recomienda la propaganda a través de los periódicos, el cine o la
radio. Quien tiene unos valores inculcados, incluso fuertemente inculcados,
pero en absoluto pensados, reflexionados o examinados, puede sustituirlos tras
un momento de crisis. Y esto es lo que según Arendt ocurrió en gran parte de la
ciudadanía alemana. Si exceptuamos a los perseguidos y a los que simplemente
tenían miedo, demasiados alemanes hasta ese momento buenos ciudadanos en el
sentido tradicional del término, toleraron, participaron en algún grado o
aplaudieron al nazismo. Según Hannah Arendt, en ese momento algo inédito
ocurrió en la Historia. Algo que debemos intentar comprender.
Hasta ese momento todos creíamos saber que nuestras
debilidades nos pueden hacer matar o mentir, aun sabiendo que no se debe hacer.
Y si no somos psicópatas desalmados incluso en ese caso el diálogo interior se
sigue manteniendo, aunque más o menos tormentosamente. Lo nuevo en los
totalitarismos del siglo XX no es que el incumplimiento de la norma ética por
gran parte de la población. Lo novedoso y por ende lo más difícil de comprender
es que las propias normas se hayan invertido con tanta facilidad. En lugar de
no matarás, matarás, parecen promulgar los nazis; en lugar de no mentir,
mentirás, señalan los bolcheviques. Lo escandaloso es que gran parte del mundo
lo asumió, y que el mundo mismo no se derrumbó.
El deber de no olvidar
El infierno ha sucedido. Y el hombre ha sido su artífice. Nietzsche proclamó la
muerte de Dios. Con el último judío aniquilado en las cámaras de gas murió
definitivamente el Hombre. El horror no debe ser olvidado. Quién se disponga a
pensar el Bien ha de hacerlo ahora desde los Lager alemanes y los gulag
soviéticos. Y habrá de hacerlo sin fruncir el ceño, sin intentar siquiera
eludir con un gesto tibio de la mano el hedor que allí eternamente se
desprende. De no ser así, que la maldición de Primo Levi se cumpla: «que
vuestra casa se derrumbe, la enfermedad os imposibilite, vuestros descendientes
os vuelvan el rostro» . Hannah Arendt encabeza un capítulo de su obra sobre los
totalitarismos con una frase de Davis Rousset: «los hombres normales no saben
que todo es posible». La consigna debe ser ahora no ser un hombre normal. Nadie
debería ser ya un hombre normal. Lo que Dante tan sólo imaginó en la leve
ficción, nosotros estamos obligados a recordarlo ahora como grave realidad, a
modo de penitencia obsesiva propia de sísifos despeñando eternamente la piedra:
«sé que es posible, el infierno ha sucedido, puede volver a suceder…»
Grabémoslo en brazos y piernas, en la espalda y en las manos. Grabémoslo en la
frente de todos los recién nacidos. Grabémoslo en el pecho con un hierro
candente hasta que llegue al corazón: «es posible, ha sucedido, puede suceder…»
Y junto a las insistentes palabras, a modo de imborrable amén, el nuevo mandato
de la razón impura, el nuevo imperativo categórico que, como proclama Teodhor
Adorno, deberá guiar nuestra conducta: «actúa de tal manera que Auschwitz no se
vuelva a repetir».
Muy buena reseña señora doña pelos
ResponderEliminarJajaja doña pelos
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