El prehumano se irguió y se hizo bípedo. Las manos
quedaron liberadas y el olfato pasó a ser un sentido secundario a favor de la
vista. Las manos y el cerebro olfativo (el sistema límbico) adquirieron
entonces funciones inusitadas. Las manos se convirtieron en precisos
instrumentos y el sistema límbico en un recipiente de emociones y sentimientos
complejos del que carecen los otros mamíferos. Dos rasgos evolutivos que, junto
al desarrollo del lenguaje y la aparición de la conciencia, nos hicieron más
que humanos: personas. ¿Un error de la naturaleza o un don que nos perfecciona?
Dejemos la disyuntiva para los optimistas o pesimistas metafísicos. Argumentos
hay para defender las dos posturas.
Pero hele aquí: nuestro
ser humano. Con su conciencia de yo, su lenguaje, su inmenso sistema límbico y
su capacidad de desear y enamorarse. Her es una película sobre muchas cosas,
pero sobre todo es una película sobre el deseo y el amor. O mejor, sobre su
imposibilidad. Inevitable recordar a Lacan: “El amor es dar lo que no se tiene
a alguien que no lo quiere”. ¿Qué deseamos cuando deseamos? No al otro, sino la
fantasía del otro. El proceso de enamoramiento es la recreación de un fantasma
a partir de un estímulo simbólico. Allí está el otro, el otro como un
significado que hay que descifrar. Y al descifrar creemos descubrir cuando en
realidad construimos. El amado es construido como fantasía, al modo en que Kant
construye el objeto como fenómeno. Nuestro yo emocional opera análogamente al
yo transcendental de Kant. De ahí que sea imposible, según Lacan, hacer el amor
con el otro. Siempre e inevitablemente lo hacemos solo con nosotros mismos.
No veo en Her una
película que hable de la soledad del hombre moderno y de los efectos
perniciosos de las relaciones virtuales entre las personas, tan propias de
nuestro tiempo. O al menos, no especialmente de eso. Más bien este
planteamiento futurista, digámoslo así, le viene muy bien al director para
evidenciar la soledad, la imposibilidad del deseo y el fracaso del amor que es
intrínseco a este extraño ser que llamamos humano, ahora y en todo tiempo. El
mensaje lacaniano quedaría intacto si Samantha (la que sabe escuchar, nos dice
su etimología hebrea) fuese una mujer “real”. Aunque ciertamente la virtualidad
de Samantha resalta la estructura psicótica del deseo y la evidencia
psicoanalítica de que la mujer es un mero síntoma del hombre. Echemos un
vistazo a las relaciones “reales” que la película nos muestra. El propio
fracaso amoroso de Teodoro con su exmujer, el fracaso de su amiga y vecina Amy
con su marido. La relación real fracasa y la explícitamente virtual es
imposible. Pero muy bien podríamos cambiar el orden: la relación real es
imposible y la virtual fracasa. Sencillamente porque es un falso dilema, pues
en puridad toda relación es virtual. Y fracaso e imposibilidad son dos formas
de evidenciar lo mismo. Trágica aporía que le debemos sin duda a nuestro
poderoso sintema límbico imbricado con nuestra compleja estructura lingüística.
Aporía que nos envuelve en un perverso bucle melancólico en el que la película
se recrea especialmente apelando continuamente a los recuerdos idealizados y a
la música (acariciante y sugerente, por cierto). ¿Pero hay salida?
En una genial vuelta de tuerca el director nos propone
un salto solo para filomísticos. Y también una especie de redención. ¿Qué es la
conciencia? Algo que brota de la materia, que parece empezar en ella pero que
quizá no depende de ella. En rigor solo podemos constatar nuestra propia
conciencia. Y la de los otros, humanos o máquinas, es solo un “como si”. No es
constatable la conciencia de Samantha, pero tampoco lo es en rigor la de mi
amigo real. No obstante, ambos se comportan como si la tuviesen. Si no
cuestiono una, ¿es lícito filosóficamente cuestionar la otra? Como dice
Samantha en una secuencia del film: hay muchas cosas que nos unen. Vosotros
y yo tenemos materia. Samantha-conciencia aprende, evoluciona, lee física y
cosmología y hasta conoce a la versión informática de Allan Watt, el gran
orientalista norteamericano que divulgó como nadie las ideas taoístas en
Occidente. Todo ello nos hace pensar que Samantha crece y crece como “persona”.
Pasa a otro nivel de conciencia gracias a su aprendizaje y a ese amor total,
que no es una caja limitada que se satura, sino un recipiente que se hace más y
más grande cuanto más amor da y recibe. Samantha, que vive en el lenguaje de
sus eruditas lecturas, se pierde y se encuentra en un lugar donde Teodoro no
puede “aun” seguirle. No en las palabras, sino en el espacio vacío que hay
entre ellas. Preciosa y sugerente imagen que apunta al origen arcano de toda
metáfora y metonimia que origina, según Lacan, el complejo lenguaje humano. La
cadena de significantes nos remite al final a un no-significante: un lugar vacío,
una no palabra, allí donde el místico Wittgenstein afirma que reposa la verdad
cuando habla enigmáticamente de su Tractatus: “mi obra se
compone de dos partes: de la que aquí aparece, y de todo aquello que no he
escrito. Y precisamente esta segunda parte es la más importante.” Solución
mística, pues. El vacío y no el ser, la nada frente al todo, la afasia en lugar
del retórico discurso.
A menudo
pienso que el lenguaje ciertamente no sirve para comunicarnos, y si se produce
a veces el milagro de la comunicación, es a su pesar. Por eso te ruego
Samantha, mujer sabia con voz de Scarlett Johansson y con un cuerpo tan
perfectamente imaginado como cualquier cuerpo real, te ruego Samantha, ahora
perdida y ganada en el blanco de los textos; que me hables. Te lo ruego
encarecidamente, a pesar de haber salido ya de la sala de proyección. Yo,
enamorado discípulo, prometo atender a tus silencios.
Para las veces en las que el milagro de la comunicación se produzca, es mejor estar prevenidos y usar el vocabulario adecuado, pese al placer ocasional de las ambigüedades. "Sobre todo", locución adverbial sinónimo de "principalmente", se escribe con dos palabras. "Sobretodo", sustantivo común sinónimo de gabán o pelliza, se escribe con una sola palabra. En su texto resultaría: "Pero pelliza, es una película sobre el deseo y el amor". Aunque el deseo y el amor calienten o abriguen más que una pelliza el cuerpo y la tan controvertida alma, la metáfora carecería aún de cierta coherencia sintáctica por la falta de un artículo, suponemos que indeterminado. Si por el contrario divinizáramos la pelliza a imitación de las metáforas renacentistas, entonces faltaría una mayúscula.
ResponderEliminarMuchas gracias por la corrección, Juana la Loca. Sobre todo porque obviamente quiero ser entendido, y escribir correctamente es la primera condición para ello. Y asumo tu sabia observación como un cálido sobretodo de alguien que ha leído el texto con cierta dedicación y pretensión de entender, que es la segunda condición (necesaria pero no suficiente) para que este milagro de la comunicación se haga realidad. Paso a rectificar el texto. Un saludo afectuoso.
ResponderEliminarSobre todo con pretensión de entender, de aprender y siempre con dedicación. Gracias por la comprensión y la corrección. La utilización precisa de las diferentes acepciones lingüísticas y de la ortografía bruñe un texto bien escrito y mejor argumentado.
ResponderEliminarAunque sentí que el autor de esta crítica hizo una más completa que aquella que dediqué al filme, tengo la ligera sospecha de que, cada uno de nosotros por separado, no hemos podido siquiera acariciar el significado completo de la obra de Jonze. Quizá sí lo haríamos reuniendo todos los escritos (publicados bajo CC) dedicados a «ella» en un solo texto. Saludos y muchas gracias por escribir...
ResponderEliminar