PRESENTACIÓN

lunes, agosto 15, 2016

MANDATO IMPERATIVO

En 1927 el jurista alemán Heinrich Triepel denunció en un discurso rectoral que el Parteienstaat (Estado de partidos) descansa sobre una contradicción insoluble: la prohibición de mandato imperativo establecida en todas las cartas constitucionales. Según Trepel el Estado de partidos no hallará legitimidad jurídica mientras tal prohibición perviva. 

 El discurso se publicó en 1927 en un opúsculo titulado La Constitución y los partidos políticos. En el presente escrito indagamos en el origen histórico de tal prohibición y en las posibles causas y consecuencias de su permanencia.


En la Francia estamental los diputados del Tercer Estado eran elegidos en sus respectivas provincias. Los electores dictaban a sus elegidos ruegos y precisas demandas que quedaban plasmadas en el cuaderno de quejas y que habrían de exponer al rey. El guión era férreo, pues ningún diputado podía añadir o quitar nada a tal documento si no quería ser revocado por sus electores. En virtud de un rigurosos mandato imperativo, el diputado era tan solo un emisario o un mero portavoz.
Después de 175 años sin ser convocados, en 1789 los Estados Generales se reúnen por petición del rey. La razón del monarca era tratar una grave crisis económica, pero los representantes del Tercer Estado traían demandas de índole político que pasaban por mermar el poder del rey, de la nobleza y el clero. El rey se niega y la revolución se pone en marcha. El primer acto revolucionario de los representantes del Tercer Estado fue romper con el mandato imperativo para, acto seguido, proclamarse representantes de la nación francesa y dotarse de una constitución. La prohibición del mandato imperativo se mantuvo vigente desde entonces. Libre de servidumbres, el representante de la nación podría actuar con libertad de conciencia: la asamblea nacional pretendía así convertirse en un verdadero parlamento donde se discutiesen, decidiesen y promulgasen las leyes que habrían de afectar a toda la nación. El fundamento teórico de tal prohibición lo encontramos en Rousseau. La voluntad general emana de una asamblea popular donde todo el pueblo está presente. Si el ciudadano está defendiendo solamente intereses particulares, ya sea de su provincia, de su tribu o de cualquier asociación o comunidad, la asamblea se pervierte y la voluntad general se malogra. Por eso Rousseau estaba en contra de toda asociación o grupo de interés que mediase entre el ciudadano y el Estado. De acuerdo con este planteamiento la asamblea francesa promulgó en 1791 la ley Le Chapelier cuyo articulo 2 dice literalmente lo siguiente: Los ciudadanos del mismo oficio o profesión, empresarios, comerciantes, artesanos, obreros y artesanos de cualquier ramo, no pueden, cuando están juntos, nombrar presidente, secretario o síndico, llevar registros, promulgar estatutos u ordenanzas ni tomar decisiones, ni imponer normas en su interés común. En virtud de esta ley, toda asociación era considerada delito. Y así fue hasta 1864.
Rousseau describió su particular modo de organizar la política pensando en pequeñas comunidades; semejantes a su Ginebra natal o a las antiguas polis griegas. La asamblea la conforman los ciudadanos mismos y no existen representantes. Pero debido a la complejidad y tamaño de los nuevos estados, el pueblo en su totalidad no puede conformar una asamblea. Por eso al planteamiento de Rousseau, Sieyès y los revolucionarios franceses le añaden el principio de representación política: la asamblea popular es sustituida por la asamblea nacional y representativa. Serán los representantes del pueblo, elegidos por mayoría uninominalmente y por distritos, los que deberán manifestar la voluntad general.
            Sin embargo es claro que la conciencia libre de los representantes no opera en el vació. Cierto que todos están dotados de razón, que diría Rousseau, pero esta idealizada Razón no basta para garantizar la uniformidad de opinión en el mundo real. Cada ciudadano tiene una visión del bien y de la justicia condicionada por cuestiones como la historia o las costumbres. Pero también por cuestiones económicas, sociales o relativas a la propia biografía. Si las primeras tienden a unir, las segundas tienden a fomentar diferencias de pareceres. Precisamente para encauzar y expresar estas diferencias surgen los club de opinión. Muy activos durante la revolución. A lo largo del siglo XIX los club de opinión proliferan en toda Europa y van adquiriendo importancia. En la segunda mitad del siglo XIX se convierten en partidos políticos, organizaciones complejas cada vez más influyentes en el Estado.
            Con la prohibición del mandato imperativo y la vigencia del principio de representación política, los representantes tienen pues libertad de conciencia, pero están sometidos a tres lealtades que no siempre se pueden conciliar. Por un lado la lealtad a los ciudadanos del distrito por el cual fueron elegidos, por otro la lealtad al partido y a los principios ideológicos que le dotan de unidad y sentido y, finalmente, la lealtad a la nación. La conciencia libre del representante habrá de dirimir los posibles conflictos entre ellas. Y será el representante, y no su partido, el único responsable de su decisión. Pero el poder de decisión del diputado en relación con el partido va poco a poco perdiendo terreno. A finales del siglo XIX y principios del XX los partidos políticos han adquirido más poder y se han convertido ya en partidos de clases con interese antagónicos. La disciplina de partido empieza a romper el equilibrio de fuerzas de las tres lealtades tradicionales del representante político.

            Con todo, el cambio fundamental se produce en la república de Weimar. Los partidos, hasta el momento tolerados por el estado, adquieren cobertura legal y el sistema electoral de mayorías y uninominal por distritos muta a un sistema proporcional de listas. El jefe del partido asume así todo el poder del aparato y el parlamento se convierte en una cámara de partidos donde el intercambio libre de opiniones entre los diputados desaparece. En el parlamento los diputados se organizan en grupos sometidos de facto a una severa disciplina de voto impuesta por su líder. Las decisiones políticas la toman siempre los dirigentes políticos fuera del parlamento. Y son éstos, convertidos en una oligarquía, los que detentan de hecho el poder del estado; un poder repartido en cuotas variables en virtud de sucesivas elecciones. Los partidos, más allá de sus lícitos intereses ideológicos, se convierten en maquinarias independientes de la sociedad civil cuyo objetivo fundamental es, según el caso, su propio crecimiento o la mera supervivencia. Robert Michels es el primer pensador que analiza el fenómeno en su magnífica obra publicada en 1911 Los partidos políticos. Tomando como modelo el partido socialdemócrata alemán (el nuevo partido de masas que alardea de su diferencia con los partidos de corte liberal considerados corruptos y oligárquicos), se da cuenta de que a la postre no hay ninguna diferencia en su funcionamiento con los viejos partidos, pues quien dice organización dice oligarquía. Buscan el poder y su propio benéfico como organización y establecen pactos para conseguirlo. Hoy llamamos a estos pactos entre los partidos consenso político. El fenómeno es oportunamente analizado y criticado por grandes juristas de la época. Entre ellos, Carl Schmitt y Heinrich Triepel.

            Después de la segunda guerra mundial toda Europa occidental, con la excepción de la España de Franco y de Reino Unido, que sigue manteniendo su monarquía parlamentaria, asume el estado de partidos a imagen y semejanza de Weimar. En 1958 Charles De Goulle, crítico con el excesivo poder de los partidos, propone elaborar una nueva constitución. Se recupera entonces el sistema electoral de mayorías y uninominal por distritos al viejo estilo liberal. De este modo la V República francesa logra expulsar a los partidos políticos del Estado. Para el resto de la Europa occidental todo sigue funcionando como en Weimar, aunque se da un paso más: los partidos no solo tienen cobertura legal, ahora además están constitucionalizados. Pasan así a formar parte, explícitamente, del aparato del Estado. Cosa harto contradictoria si pensamos que son por definición agrupaciones de la sociedad civil. El Estado se preocupa ahora de protegerlos y subvencionarlos. España asume el mismo modelo tras la Transición.

Un partido no es ya un grupo de opinión de la sociedad civil que exige a su miembros cierta lealtad a su ideario. O quizá podríamos matizar diciendo que no es fundamentalmente eso. Es una máquina extractiva de la sociedad civil, empresa que alcanzará más poder y más dinero a la par que aumente el número de sus votantes. Y que exige disposición a la servidumbre y atrofiar o amordazar la conciencia crítica y el libre pensamiento a todos los que aspiren a ascender en su compleja organización. Exigencias que solo premian a los astutos simuladores o a los mediocres burócratas, pero no a los mejores. La disciplina de voto será el examen periódico al que habrán de someterse. Por ende, obediencia primordial para la supervivencia del partido mismo como empresa estatal. Lo sorprendente es que tal obediencia choca frontalmente con la vigente prohibición del mandato imperativo. Una trasgresión que no parece importar mucho a jueces y políticos del propio sistema.

¿Pero, en un sistema político con independencia de poderes y verdadera representación política, sería bueno que existiese mandato imperativo y fuese debidamente respetado? ¿Bastaría con la mera relación de confianza entre representante y representados, y con la sanción oportuna de estos en las siguientes elecciones si son traicionados por su diputado de distrito?

La abolición del mandato imperativo por los revolucionarios franceses fue un hecho ineludible para poder elaborar una constitución donde derechos fundamentales y separación de poderes pudiesen inaugurar una nueva era política, pues ninguna de estas ideas formaba parte de las demandas de los cuadernos de quejas. No obstante, como ya hemos señalado al principio del texto, tal abolición era también afín al espíritu político de Rousseau, omnipresente en el proceso revolucionario. Y en esta afinidad, como en el ninguneo a Locke, el otro gran pensador liberal inspirador de la revolución americana, coincidían tanto jacobinos como girondinos.

La voluntad general roussoniana origina el concepto orgánico de nación, la ficción de un sujeto supremo con voluntad propia. Desde esta perspectiva la prohibición del mandato imperativo e incluso la prohibición de asociaciones intermedias entre el ciudadano y la nación misma es algo coherente. Pues en teoría esto puede facilitar que los representantes alcancen, mediante un dialogo racional libre de servidumbres, algo parecido a una voluntad general que posibilite el bien general de la nación. Pero desde presupuestos liberales más afines a Locke, la nación es un conglomerado mecánico constituido por asociaciones civiles que a su vez están formadas por ciudadanos concretos; a la postre, lo único real. Sería pues coherente con este segundo planteamiento no prohibir las asociaciones que surjan de la sociedad civil, recuperar el mandato imperativo y permitir la revocación de los cargos electos si incumplen sus programas electorales. Pues sin un mandato imperativo que una al representante político del distrito con sus representados quizá estaríamos dando cobertura legal al incumplimiento sistemático de las promesas electorales por parte de los diputados.

La cuestión del mandato imperativo es aun hoy un tema vivo entre juristas y constitucionalistas. En los estados de partidos donde no hay representación política, como es el caso de España, la prohibición se mantiene formalmente pero su incumpliendo se tolera con cínica desenvoltura: los diputados se someten al mandato imperativo de sus jefes de partidos un día sí y otro también y no pasa absolutamente nada. Dado que la obediencia férrea al líder es una pieza clave en un estado de partidos, sería ingenuo pensar que un juez impedirá la ilegalidad que supone tal sometimiento. Algo más verosímil será pensar que antes se eliminará la prohibición del mandato imperativo del texto constitucional. E incluso no faltarán quienes, alegando que ya va siendo hora de que la constitución se corresponda coherentemente con los hecho, propongan cínicamente sustituir la prohibición de tal mandato por un mandato explícito: todos los diputados están obligados a obedecer incondicionalmente a su líder bajo severa pena de prisión.