El discurso se publicó en 1927
en un opúsculo titulado La Constitución y los partidos políticos. En el
presente escrito indagamos en el origen histórico de tal prohibición y en las
posibles causas y consecuencias de su permanencia.
En la Francia estamental los
diputados del Tercer Estado eran elegidos en sus respectivas provincias. Los
electores dictaban a sus elegidos ruegos y precisas demandas que quedaban
plasmadas en el cuaderno de quejas y que habrían de exponer al rey. El guión
era férreo, pues ningún diputado podía añadir o quitar nada a tal documento si
no quería ser revocado por sus electores. En virtud de un rigurosos mandato
imperativo, el diputado era tan solo un emisario o un mero portavoz.
Después de 175 años sin ser
convocados, en 1789 los Estados Generales se reúnen por petición del rey. La
razón del monarca era tratar una grave crisis económica, pero los
representantes del Tercer Estado traían demandas de índole político que pasaban
por mermar el poder del rey, de la nobleza y el clero. El rey se niega y la
revolución se pone en marcha. El primer acto revolucionario de los
representantes del Tercer Estado fue romper con el mandato imperativo para,
acto seguido, proclamarse representantes de la nación francesa y dotarse de una
constitución. La prohibición del mandato imperativo se mantuvo vigente desde
entonces. Libre de servidumbres, el representante de la nación podría actuar con
libertad de conciencia: la asamblea nacional pretendía así convertirse en un
verdadero parlamento donde se discutiesen, decidiesen y promulgasen las leyes
que habrían de afectar a toda la nación. El fundamento teórico de tal
prohibición lo encontramos en Rousseau. La voluntad general emana de una
asamblea popular donde todo el pueblo está presente. Si el ciudadano está
defendiendo solamente intereses particulares, ya sea de su provincia, de su
tribu o de cualquier asociación o comunidad, la asamblea se pervierte y la
voluntad general se malogra. Por eso Rousseau estaba en contra de toda
asociación o grupo de interés que mediase entre el ciudadano y el Estado. De
acuerdo con este planteamiento la asamblea francesa promulgó en 1791 la ley Le
Chapelier cuyo articulo 2 dice literalmente lo siguiente: Los ciudadanos del
mismo oficio o profesión, empresarios, comerciantes, artesanos, obreros y
artesanos de cualquier ramo, no pueden, cuando están juntos, nombrar
presidente, secretario o síndico, llevar registros, promulgar estatutos u
ordenanzas ni tomar decisiones, ni imponer normas en su interés común. En
virtud de esta ley, toda asociación era considerada delito. Y así fue hasta
1864.
Rousseau describió su
particular modo de organizar la política pensando en pequeñas comunidades;
semejantes a su Ginebra natal o a las antiguas polis griegas. La asamblea la
conforman los ciudadanos mismos y no existen representantes. Pero debido a la
complejidad y tamaño de los nuevos estados, el pueblo en su totalidad no puede
conformar una asamblea. Por eso al planteamiento de Rousseau, Sieyès y los
revolucionarios franceses le añaden el principio de representación política: la
asamblea popular es sustituida por la asamblea nacional y representativa. Serán
los representantes del pueblo, elegidos por mayoría uninominalmente y por
distritos, los que deberán manifestar la voluntad general.
Sin embargo es claro que la conciencia libre de los
representantes no opera en el vació. Cierto que todos están dotados de razón,
que diría Rousseau, pero esta idealizada Razón no basta para garantizar la
uniformidad de opinión en el mundo real. Cada ciudadano tiene una visión del
bien y de la justicia condicionada por cuestiones como la historia o las
costumbres. Pero también por cuestiones económicas, sociales o relativas a la
propia biografía. Si las primeras tienden a unir, las segundas tienden a
fomentar diferencias de pareceres. Precisamente para encauzar y expresar estas
diferencias surgen los club de opinión. Muy activos durante la revolución. A lo
largo del siglo XIX los club de opinión proliferan en toda Europa y van
adquiriendo importancia. En la segunda mitad del siglo XIX se convierten en
partidos políticos, organizaciones complejas cada vez más influyentes en el
Estado.
Con la
prohibición del mandato imperativo y la vigencia del principio de
representación política, los representantes tienen pues libertad de conciencia,
pero están sometidos a tres lealtades que no siempre se pueden conciliar. Por
un lado la lealtad a los ciudadanos del distrito por el cual fueron elegidos,
por otro la lealtad al partido y a los principios ideológicos que le dotan de
unidad y sentido y, finalmente, la lealtad a la nación. La conciencia libre del
representante habrá de dirimir los posibles conflictos entre ellas. Y será el
representante, y no su partido, el único responsable de su decisión. Pero el
poder de decisión del diputado en relación con el partido va poco a poco
perdiendo terreno. A finales del siglo XIX y principios del XX los partidos
políticos han adquirido más poder y se han convertido ya en partidos de clases
con interese antagónicos. La disciplina de partido empieza a romper el
equilibrio de fuerzas de las tres lealtades tradicionales del representante
político.
Con todo, el cambio fundamental se produce en la
república de Weimar. Los partidos, hasta el momento tolerados por el estado,
adquieren cobertura legal y el sistema electoral de mayorías y uninominal por
distritos muta a un sistema proporcional de listas. El jefe del partido asume
así todo el poder del aparato y el parlamento se convierte en una cámara de
partidos donde el intercambio libre de opiniones entre los diputados
desaparece. En el parlamento los diputados se organizan en grupos sometidos de
facto a una severa disciplina de voto impuesta por su líder. Las decisiones
políticas la toman siempre los dirigentes políticos fuera del parlamento. Y son
éstos, convertidos en una oligarquía, los que detentan de hecho el poder del
estado; un poder repartido en cuotas variables en virtud de sucesivas
elecciones. Los partidos, más allá de sus lícitos intereses ideológicos, se
convierten en maquinarias independientes de la sociedad civil cuyo objetivo
fundamental es, según el caso, su propio crecimiento o la mera supervivencia.
Robert Michels es el primer pensador que analiza el fenómeno en su magnífica
obra publicada en 1911 Los partidos políticos. Tomando como modelo el
partido socialdemócrata alemán (el nuevo partido de masas que alardea de su
diferencia con los partidos de corte liberal considerados corruptos y
oligárquicos), se da cuenta de que a la postre no hay ninguna diferencia en su
funcionamiento con los viejos partidos, pues quien dice organización dice
oligarquía. Buscan el poder y su propio benéfico como organización y
establecen pactos para conseguirlo. Hoy llamamos a estos pactos entre los
partidos consenso político. El fenómeno es oportunamente analizado y criticado
por grandes juristas de la época. Entre ellos, Carl Schmitt y Heinrich Triepel.
Después de la segunda guerra mundial toda Europa
occidental, con la excepción de la España de Franco y de Reino Unido, que sigue
manteniendo su monarquía parlamentaria, asume el estado de partidos a imagen y
semejanza de Weimar. En 1958 Charles De Goulle, crítico con el excesivo poder
de los partidos, propone elaborar una nueva constitución. Se recupera entonces
el sistema electoral de mayorías y uninominal por distritos al viejo estilo
liberal. De este modo la V República francesa logra expulsar a los partidos
políticos del Estado. Para el resto de la Europa occidental todo sigue
funcionando como en Weimar, aunque se da un paso más: los partidos no solo
tienen cobertura legal, ahora además están constitucionalizados. Pasan así a
formar parte, explícitamente, del aparato del Estado. Cosa harto contradictoria
si pensamos que son por definición agrupaciones de la sociedad civil. El Estado
se preocupa ahora de protegerlos y subvencionarlos. España asume el mismo
modelo tras la Transición.
Un
partido no es ya un grupo de opinión de la sociedad civil que exige a su
miembros cierta lealtad a su ideario. O quizá podríamos matizar diciendo que no
es fundamentalmente eso. Es una máquina extractiva de la sociedad civil,
empresa que alcanzará más poder y más dinero a la par que aumente el número de
sus votantes. Y que exige disposición a la servidumbre y atrofiar o amordazar
la conciencia crítica y el libre pensamiento a todos los que aspiren a ascender
en su compleja organización. Exigencias que solo premian a los astutos
simuladores o a los mediocres burócratas, pero no a los mejores. La disciplina
de voto será el examen periódico al que habrán de someterse. Por ende,
obediencia primordial para la supervivencia del partido mismo como empresa
estatal. Lo sorprendente es que tal obediencia choca frontalmente con la
vigente prohibición del mandato imperativo. Una trasgresión que no parece
importar mucho a jueces y políticos del propio sistema.
¿Pero,
en un sistema político con independencia de poderes y verdadera representación
política, sería bueno que existiese mandato imperativo y fuese debidamente
respetado? ¿Bastaría con la mera relación de confianza entre representante y
representados, y con la sanción oportuna de estos en las siguientes elecciones
si son traicionados por su diputado de distrito?
La
abolición del mandato imperativo por los revolucionarios franceses fue un hecho
ineludible para poder elaborar una constitución donde derechos fundamentales y
separación de poderes pudiesen inaugurar una nueva era política, pues ninguna
de estas ideas formaba parte de las demandas de los cuadernos de quejas. No
obstante, como ya hemos señalado al principio del texto, tal abolición era
también afín al espíritu político de Rousseau, omnipresente en el proceso
revolucionario. Y en esta afinidad, como en el ninguneo a Locke, el otro gran
pensador liberal inspirador de la revolución americana, coincidían tanto
jacobinos como girondinos.
La
voluntad general roussoniana origina el concepto orgánico de nación, la ficción
de un sujeto supremo con voluntad propia. Desde esta perspectiva la prohibición
del mandato imperativo e incluso la prohibición de asociaciones intermedias
entre el ciudadano y la nación misma es algo coherente. Pues en teoría esto
puede facilitar que los representantes alcancen, mediante un dialogo racional
libre de servidumbres, algo parecido a una voluntad general que posibilite el
bien general de la nación. Pero desde presupuestos liberales más afines a
Locke, la nación es un conglomerado mecánico constituido por asociaciones
civiles que a su vez están formadas por ciudadanos concretos; a la postre, lo
único real. Sería pues coherente con este segundo planteamiento no prohibir las
asociaciones que surjan de la sociedad civil, recuperar el mandato imperativo y
permitir la revocación de los cargos electos si incumplen sus programas
electorales. Pues sin un mandato imperativo que una al representante político
del distrito con sus representados quizá estaríamos dando cobertura legal al
incumplimiento sistemático de las promesas electorales por parte de los diputados.
La
cuestión del mandato imperativo es aun hoy un tema vivo entre juristas y
constitucionalistas. En los estados de partidos donde no hay representación
política, como es el caso de España, la prohibición se mantiene formalmente
pero su incumpliendo se tolera con cínica desenvoltura: los diputados se
someten al mandato imperativo de sus jefes de partidos un día sí y otro también
y no pasa absolutamente nada. Dado que la obediencia férrea al líder es una
pieza clave en un estado de partidos, sería ingenuo pensar que un juez impedirá
la ilegalidad que supone tal sometimiento. Algo más verosímil será pensar que
antes se eliminará la prohibición del mandato imperativo del texto
constitucional. E incluso no faltarán quienes, alegando que ya va siendo hora
de que la constitución se corresponda coherentemente con los hecho, propongan
cínicamente sustituir la prohibición de tal mandato por un mandato explícito: todos
los diputados están obligados a obedecer incondicionalmente a su líder bajo
severa pena de prisión.