PRESENTACIÓN

miércoles, noviembre 23, 2016

NACIONES, NACIONALIDADES Y REGIONES

Me imagino a los padres de la Constitución del 78: unos insistiendo en incluir la palabra nación y otros aferrados a la palabra región. Ni para ti ni para mí, pongamos nacionalidades, debió de decir algún iluminado. Y aquí seguimos, peleándonos por las palabras. Cierto que nacionalidades no son regiones, pero no es menos cierto que tampoco son naciones. Obviamente no es lo mismo decir tengo la nacionalidad española que tengo la nación española, ¿verdad? Y eso deben pensar los nacionalistas. De ahí el cansino empeño del PNV en la palabra nación. Y ante tal empeño, el PSE se muestra conciliador: denominemos nación a Euskadi con ocasión de la futura reforma del Estatuto de Gernika. Total, solo se trata de palabras. ¿Vamos a discutir por eso?

Para ilustrados y liberales del siglo XIX la nación la componían los habitantes del Estado que tenían conciencia política. En cambio los románticos la entendieron siempre como el conjunto de individuos que poseen costumbres y tradiciones comunes. Hoy a la primera la llamamos nación política y coincide con los ciudadanos del territorio de un Estado. La segunda es la nación cultural y suele estar repartida en distintos estados o pertenecer, junto a otras regiones, a un solo Estado. Nación política tiene un claro significado jurídico, pero nación cultural es una expresión con sentido sociológico. Mutatis mutandis con el término Estado. California es denominada Estado, pero sin soberanía; equivalente a una comunidad autónoma o a una región. Pero EE.UU o España son estados soberanos.

El PSE admite el término nación en su acepción cultural y es de suponer, acorde con su planteamiento federalista, que no tendría ningún problema en asumir también que Euskadi y Cataluña fuesen denominados estados. Siquiera al modo en que lo son California y los Länder alemanes: estados sin soberanía. Pero si no pretenden cambiar sustancialmente la realidad, ¿tiene algún sentido cambiar las palabras? Pirrón, el filósofo escéptico, solía decir que entre la vida y la muerte no había ninguna diferencia. Un avispado crítico le espetó: ¿por qué no te mueres entonces? Y Pirrón contestó de forma contundente: por eso, porque no hay ninguna diferencia. Ante la demanda de nuevos significantes para las mismas realidades deberíamos de ser igual de contundente: si no hay sustancial diferencia, ¿por qué cambiar? Pero la cuestión es que los que insisten en sustituirr las palabras sí que piensan que hay diferencias. De ahí su empeño. Quebrada la lealtad constitucional de los partidos nacionalistas, toda negociación al respecto esconde siempre una segunda derivada. ¿Soy demasiado susceptible? Conseguida la denominación de nación para Cataluña y País Vasco es obvio que será más fácil reclamar que son una nación política. Y aceptar la palabra Estado al modo en que lo es California para reclamar después soberanía, al modo en que son soberanos el Estado Español o EE.UU, es una consecuencia fácilmente deducible. Palabra a palabra hasta el objetivo final.

Antaño las batallas se ganaban con las armas. Pero hoy se ganan primero en el lenguaje. El pensamiento y los hechos son meras consecuencias. El materialismo histórico de Marx y el idealismo de Hegel están pasados de moda. La Historia no la mueve la infraestructura económica y tampoco el pensamiento. La mueven las palabras. Son las palabras mismas, mondas y lirondas, en su función conativa, las que cambian la realidad y el pensamiento. Antes de significar algo o referirse a algo, las palabras son mantras con poder hipnótico, recipientes de profundas emociones, sonidos mágicos que me dicen si soy de los buenos o de los malos, si quien las dice es de los míos o de los otros. Pobre de aquellos que subestimen el valor de las palabras, aquellos que suelen decir: ¿total, vamos a discutir por una palabra? Al despreciar el valor de las palabras, empezamos diciendo lo que no pensamos y acabamos haciendo lo que no queremos. Y es que las palabras nunca son inocentes en boca de los políticos. Y mucho menos en las orwellianas sociedades del siglo XXI. Pervertir el significado de los términos, imponer ciertos usos lingüísticos y estigmatizar otros, abundar en la ambigüedad de vocablos fetiches y dominar la red y los demás medios de comunicación con simples consignas carentes de profundidad y consistencia es la tarea de la nueva guerrilla. En el momento en el que nos acostumbremos a utilizar la palabra nación para referirnos a Cataluña o al País Vasco y llamemos Estado a sus instituciones, estaremos a un paso de escribirlo en un texto legal. Si esto ocurriera la nación española, es decir, la nación política española, dejaría de existir. Y España, o quizá Estepaís, se convertiría de facto en una confederación de estados enredada en múltiples soberanías. Las palabras habrían cambiado insidiosamente la realidad, y los prestidigitadores de las palabras habrían ganado a fuerza de torturar el diccionario y banalizar el lenguaje. Y lo habrían hecho sin heroicas batallas. Al modo en que solía ganar Cantinflas, por aturdimiento lingüístico y volviendo completamente locos a sus adversarios dialécticos.


 Artículo publicado el 16 de Diciembre en el diario INFORMACION de Alicante.

miércoles, septiembre 07, 2016

SISTEMA ELECTORAL


La culpa de que sigamos con un gobierno en funciones no es de la abstención del PSOE ni de la rigidez de Rajoy, sino de nuestro sistema electoral. A menudo pensamos que esta cuestión es baladí, que lo importante es elegir a los diputados por medio de un voto y lo de menos es el modo. Pero lo cierto es que la forma en la que elegimos a nuestros diputados es una pieza clave. Con ella comprometemos el mismo sistema representativo, pues el procedimiento electoral proporcional de listas, vigente en nuestro país, pone en cuestión la misma esencia del parlamentarismo. ¿Podría ocurrir un bloqueo institucional parecido con procedimiento electoral de mayorías? Quizá, pero sería altamente improbable.
El Parlamento representativo clásico es una herencia liberal que se pone en práctica por primera vez en Reino Unido, se generaliza en el continente europeo tras la Revolución francesa y se mantiene vigente durante prácticamente todo el siglo XIX. Los diputados son elegidos para defender los intereses de sus distritos y los de la nación. Los ciudadanos eligen a un representante por distrito usando el sistema electoral de escrutinio uninominal mayoritario: el candidato con más votos gana. Los representantes tienen libertad de conciencia, pero están sometidos a tres lealtades que no siempre pueden conciliar: a los ciudadanos del distrito por el cual fueron elegidos, a los principios ideológicos básicos de su partido y a la propia nación. La conciencia libre del representante habrá de dirimir los posibles conflictos entre ellas, pues no debe obediencia a nadie.
El sistema clásico de representación es clásico, sí, pero no obsoleto o ineficaz. Si insisto en la palabra clásico es porque considero que tiene la dignidad suficiente para ser modelo a imitar. Hoy en día sigue vigente en Reino Unido y en Francia, dos grandes países de los que tendríamos seguramente algo que aprender. En Reino Unido el candidato de distrito sigue eligiéndose a una sola vuelta, pero en Francia, desde la V República, lo eligen en una segunda vuelta si nadie ha conseguido mayoría absoluta en la primera. El sistema se perfeccionó. Sin embargo en el siglo XX en el resto de Europa se impuso el sistema de listas proporcional de elección. Desde la Transición está vigente también en España. ¿Fue un error? Juzguen ustedes tras la comparativa con el sistema británico.
En Reino Unido es la militancia del partido la que elige al candidato. Cierto que el partido puede proponer uno, pero en cualquier caso debe ser admitido por las bases del distrito correspondiente. Sin embargo, en España el jefe del partido elabora con mano de hierro las listas electorales de todo el país.
Los grandes partidos británicos concentran en una dirección nacional las decisiones políticas fundamentales: lo que da entidad ideológica al partido. ¿Se podría decir entonces que los electores británicos votan pensando en su partido y no en el diputado? Quizás, pero cada diputado tiene una oficina en su distrito y parte de su trabajo es estar allí para atender a sus vecinos. Los electores votarán por intereses nacionales o por cuestiones locales. Y, algunas veces, por ambas cosas. A saber. Pero en cualquier caso votan a una persona. Y esta persona, no el partido, será el responsable de sus decisiones políticas. En España votamos a una lista en la que no conocemos a la mayoría de los candidatos. Además es impensable que nuestros diputados nos concedan audiencia para atender a los problemas de nuestro barrio. ¿Verdad?
Ciertamente en todos los países los partidos políticos intentan imponer su disciplina, pero el sistema electoral español consigue de los diputados una obediencia ciega impensable en Reino Unido. En el Parlamento británico los miembros del gobierno se sientan en el primer banco. Tras ellos se sientan los diputados más afines y obedientes: los que forman parte de la estructura del partido. Pero los diputados que están situados más atrás están menos involucrados en esta estructura y son más independientes. Aunque el jefe dictase una orden, pueden incumplirla si su conciencia y su distrito lo aconsejan. Se produce así cierto equilibrio inestable que hace del Parlamento una institución viva y verdaderamente deliberativa. Los ejemplos son múltiples. Muchos parlamentarios laboristas se rebelaron contra la postura oficial de su partido en las votaciones sobre la guerra de Irak y, en cierto modo, los gobiernos de Margaret Thatcher y Tony Blair cayeron por la oposición de parte de sus diputados. Nada parecido a esto sería posible en España donde las sesiones parlamentarias son una sucesión de monólogos llenas de consignas partidarias. La razón es que nuestros diputados solo rinden pleitesía a su secretario general: su único jefe.
En fin, las preguntas son obligadas: con un sistema electoral uninominal de mayorías, ¿seguiría siendo Rajoy el jefe del PP?, ¿seguiría siendo Sánchez el líder del PSOE? Y en cualquier caso, ¿seguirían los ochenta y cinco diputados del PSOE obedeciendo como clones y votando no en la investidura?, ¿cuántos diputados del PP dejarían de votar al candidato actual de su propio partido?
 Publicado en el diario INFORMACION de Alicante el día 6 de septiembre de 2016

lunes, agosto 15, 2016

MANDATO IMPERATIVO

En 1927 el jurista alemán Heinrich Triepel denunció en un discurso rectoral que el Parteienstaat (Estado de partidos) descansa sobre una contradicción insoluble: la prohibición de mandato imperativo establecida en todas las cartas constitucionales. Según Trepel el Estado de partidos no hallará legitimidad jurídica mientras tal prohibición perviva. 

 El discurso se publicó en 1927 en un opúsculo titulado La Constitución y los partidos políticos. En el presente escrito indagamos en el origen histórico de tal prohibición y en las posibles causas y consecuencias de su permanencia.


En la Francia estamental los diputados del Tercer Estado eran elegidos en sus respectivas provincias. Los electores dictaban a sus elegidos ruegos y precisas demandas que quedaban plasmadas en el cuaderno de quejas y que habrían de exponer al rey. El guión era férreo, pues ningún diputado podía añadir o quitar nada a tal documento si no quería ser revocado por sus electores. En virtud de un rigurosos mandato imperativo, el diputado era tan solo un emisario o un mero portavoz.
Después de 175 años sin ser convocados, en 1789 los Estados Generales se reúnen por petición del rey. La razón del monarca era tratar una grave crisis económica, pero los representantes del Tercer Estado traían demandas de índole político que pasaban por mermar el poder del rey, de la nobleza y el clero. El rey se niega y la revolución se pone en marcha. El primer acto revolucionario de los representantes del Tercer Estado fue romper con el mandato imperativo para, acto seguido, proclamarse representantes de la nación francesa y dotarse de una constitución. La prohibición del mandato imperativo se mantuvo vigente desde entonces. Libre de servidumbres, el representante de la nación podría actuar con libertad de conciencia: la asamblea nacional pretendía así convertirse en un verdadero parlamento donde se discutiesen, decidiesen y promulgasen las leyes que habrían de afectar a toda la nación. El fundamento teórico de tal prohibición lo encontramos en Rousseau. La voluntad general emana de una asamblea popular donde todo el pueblo está presente. Si el ciudadano está defendiendo solamente intereses particulares, ya sea de su provincia, de su tribu o de cualquier asociación o comunidad, la asamblea se pervierte y la voluntad general se malogra. Por eso Rousseau estaba en contra de toda asociación o grupo de interés que mediase entre el ciudadano y el Estado. De acuerdo con este planteamiento la asamblea francesa promulgó en 1791 la ley Le Chapelier cuyo articulo 2 dice literalmente lo siguiente: Los ciudadanos del mismo oficio o profesión, empresarios, comerciantes, artesanos, obreros y artesanos de cualquier ramo, no pueden, cuando están juntos, nombrar presidente, secretario o síndico, llevar registros, promulgar estatutos u ordenanzas ni tomar decisiones, ni imponer normas en su interés común. En virtud de esta ley, toda asociación era considerada delito. Y así fue hasta 1864.
Rousseau describió su particular modo de organizar la política pensando en pequeñas comunidades; semejantes a su Ginebra natal o a las antiguas polis griegas. La asamblea la conforman los ciudadanos mismos y no existen representantes. Pero debido a la complejidad y tamaño de los nuevos estados, el pueblo en su totalidad no puede conformar una asamblea. Por eso al planteamiento de Rousseau, Sieyès y los revolucionarios franceses le añaden el principio de representación política: la asamblea popular es sustituida por la asamblea nacional y representativa. Serán los representantes del pueblo, elegidos por mayoría uninominalmente y por distritos, los que deberán manifestar la voluntad general.
            Sin embargo es claro que la conciencia libre de los representantes no opera en el vació. Cierto que todos están dotados de razón, que diría Rousseau, pero esta idealizada Razón no basta para garantizar la uniformidad de opinión en el mundo real. Cada ciudadano tiene una visión del bien y de la justicia condicionada por cuestiones como la historia o las costumbres. Pero también por cuestiones económicas, sociales o relativas a la propia biografía. Si las primeras tienden a unir, las segundas tienden a fomentar diferencias de pareceres. Precisamente para encauzar y expresar estas diferencias surgen los club de opinión. Muy activos durante la revolución. A lo largo del siglo XIX los club de opinión proliferan en toda Europa y van adquiriendo importancia. En la segunda mitad del siglo XIX se convierten en partidos políticos, organizaciones complejas cada vez más influyentes en el Estado.
            Con la prohibición del mandato imperativo y la vigencia del principio de representación política, los representantes tienen pues libertad de conciencia, pero están sometidos a tres lealtades que no siempre se pueden conciliar. Por un lado la lealtad a los ciudadanos del distrito por el cual fueron elegidos, por otro la lealtad al partido y a los principios ideológicos que le dotan de unidad y sentido y, finalmente, la lealtad a la nación. La conciencia libre del representante habrá de dirimir los posibles conflictos entre ellas. Y será el representante, y no su partido, el único responsable de su decisión. Pero el poder de decisión del diputado en relación con el partido va poco a poco perdiendo terreno. A finales del siglo XIX y principios del XX los partidos políticos han adquirido más poder y se han convertido ya en partidos de clases con interese antagónicos. La disciplina de partido empieza a romper el equilibrio de fuerzas de las tres lealtades tradicionales del representante político.

            Con todo, el cambio fundamental se produce en la república de Weimar. Los partidos, hasta el momento tolerados por el estado, adquieren cobertura legal y el sistema electoral de mayorías y uninominal por distritos muta a un sistema proporcional de listas. El jefe del partido asume así todo el poder del aparato y el parlamento se convierte en una cámara de partidos donde el intercambio libre de opiniones entre los diputados desaparece. En el parlamento los diputados se organizan en grupos sometidos de facto a una severa disciplina de voto impuesta por su líder. Las decisiones políticas la toman siempre los dirigentes políticos fuera del parlamento. Y son éstos, convertidos en una oligarquía, los que detentan de hecho el poder del estado; un poder repartido en cuotas variables en virtud de sucesivas elecciones. Los partidos, más allá de sus lícitos intereses ideológicos, se convierten en maquinarias independientes de la sociedad civil cuyo objetivo fundamental es, según el caso, su propio crecimiento o la mera supervivencia. Robert Michels es el primer pensador que analiza el fenómeno en su magnífica obra publicada en 1911 Los partidos políticos. Tomando como modelo el partido socialdemócrata alemán (el nuevo partido de masas que alardea de su diferencia con los partidos de corte liberal considerados corruptos y oligárquicos), se da cuenta de que a la postre no hay ninguna diferencia en su funcionamiento con los viejos partidos, pues quien dice organización dice oligarquía. Buscan el poder y su propio benéfico como organización y establecen pactos para conseguirlo. Hoy llamamos a estos pactos entre los partidos consenso político. El fenómeno es oportunamente analizado y criticado por grandes juristas de la época. Entre ellos, Carl Schmitt y Heinrich Triepel.

            Después de la segunda guerra mundial toda Europa occidental, con la excepción de la España de Franco y de Reino Unido, que sigue manteniendo su monarquía parlamentaria, asume el estado de partidos a imagen y semejanza de Weimar. En 1958 Charles De Goulle, crítico con el excesivo poder de los partidos, propone elaborar una nueva constitución. Se recupera entonces el sistema electoral de mayorías y uninominal por distritos al viejo estilo liberal. De este modo la V República francesa logra expulsar a los partidos políticos del Estado. Para el resto de la Europa occidental todo sigue funcionando como en Weimar, aunque se da un paso más: los partidos no solo tienen cobertura legal, ahora además están constitucionalizados. Pasan así a formar parte, explícitamente, del aparato del Estado. Cosa harto contradictoria si pensamos que son por definición agrupaciones de la sociedad civil. El Estado se preocupa ahora de protegerlos y subvencionarlos. España asume el mismo modelo tras la Transición.

Un partido no es ya un grupo de opinión de la sociedad civil que exige a su miembros cierta lealtad a su ideario. O quizá podríamos matizar diciendo que no es fundamentalmente eso. Es una máquina extractiva de la sociedad civil, empresa que alcanzará más poder y más dinero a la par que aumente el número de sus votantes. Y que exige disposición a la servidumbre y atrofiar o amordazar la conciencia crítica y el libre pensamiento a todos los que aspiren a ascender en su compleja organización. Exigencias que solo premian a los astutos simuladores o a los mediocres burócratas, pero no a los mejores. La disciplina de voto será el examen periódico al que habrán de someterse. Por ende, obediencia primordial para la supervivencia del partido mismo como empresa estatal. Lo sorprendente es que tal obediencia choca frontalmente con la vigente prohibición del mandato imperativo. Una trasgresión que no parece importar mucho a jueces y políticos del propio sistema.

¿Pero, en un sistema político con independencia de poderes y verdadera representación política, sería bueno que existiese mandato imperativo y fuese debidamente respetado? ¿Bastaría con la mera relación de confianza entre representante y representados, y con la sanción oportuna de estos en las siguientes elecciones si son traicionados por su diputado de distrito?

La abolición del mandato imperativo por los revolucionarios franceses fue un hecho ineludible para poder elaborar una constitución donde derechos fundamentales y separación de poderes pudiesen inaugurar una nueva era política, pues ninguna de estas ideas formaba parte de las demandas de los cuadernos de quejas. No obstante, como ya hemos señalado al principio del texto, tal abolición era también afín al espíritu político de Rousseau, omnipresente en el proceso revolucionario. Y en esta afinidad, como en el ninguneo a Locke, el otro gran pensador liberal inspirador de la revolución americana, coincidían tanto jacobinos como girondinos.

La voluntad general roussoniana origina el concepto orgánico de nación, la ficción de un sujeto supremo con voluntad propia. Desde esta perspectiva la prohibición del mandato imperativo e incluso la prohibición de asociaciones intermedias entre el ciudadano y la nación misma es algo coherente. Pues en teoría esto puede facilitar que los representantes alcancen, mediante un dialogo racional libre de servidumbres, algo parecido a una voluntad general que posibilite el bien general de la nación. Pero desde presupuestos liberales más afines a Locke, la nación es un conglomerado mecánico constituido por asociaciones civiles que a su vez están formadas por ciudadanos concretos; a la postre, lo único real. Sería pues coherente con este segundo planteamiento no prohibir las asociaciones que surjan de la sociedad civil, recuperar el mandato imperativo y permitir la revocación de los cargos electos si incumplen sus programas electorales. Pues sin un mandato imperativo que una al representante político del distrito con sus representados quizá estaríamos dando cobertura legal al incumplimiento sistemático de las promesas electorales por parte de los diputados.

La cuestión del mandato imperativo es aun hoy un tema vivo entre juristas y constitucionalistas. En los estados de partidos donde no hay representación política, como es el caso de España, la prohibición se mantiene formalmente pero su incumpliendo se tolera con cínica desenvoltura: los diputados se someten al mandato imperativo de sus jefes de partidos un día sí y otro también y no pasa absolutamente nada. Dado que la obediencia férrea al líder es una pieza clave en un estado de partidos, sería ingenuo pensar que un juez impedirá la ilegalidad que supone tal sometimiento. Algo más verosímil será pensar que antes se eliminará la prohibición del mandato imperativo del texto constitucional. E incluso no faltarán quienes, alegando que ya va siendo hora de que la constitución se corresponda coherentemente con los hecho, propongan cínicamente sustituir la prohibición de tal mandato por un mandato explícito: todos los diputados están obligados a obedecer incondicionalmente a su líder bajo severa pena de prisión.

domingo, abril 10, 2016

CONSTITUCIÓN POLÍTICA


Tras la caída del Imperio romano de Occidente Europa se queda sin el derecho objetivo de un potente Estado, y el pueblo romano, ya casi una ficción, acaba por diluirse en pequeños feudos y comunidades. Comienza la Edad Media. Las primeras monarquías ponderadas intentan armonizar y garantizar el ethos existente: los usos y costumbres de cada lugar, el derecho estamental, el derecho vigente en cada feudo y el derecho canónico mantenido por la Iglesia, única institución presente en todos los territorios. A partir de los siglos XI y XII los reyes adquirieren más poder y se esfuerzan por unificar el derecho. Se van constituyendo así los nuevos estados europeos y, con ellos, los pueblos y las naciones que habrán de habitarlos. En los siglos XVI y XVII las estructuras estatales de los principales países europeos están ya claramente definidas y los reyes han dejado de ser garantes del disperso derecho previamente existente para convertirse en monarcas absolutos y creadores de leyes.

            Juan Bodino y posteriormente Hobbes emplean entonces los términos soberanía y soberano. El soberano es el sujeto que posee el supremo poder. En las monarquías absolutas el rey es el soberano: juez, gobernador y legislador por encima del cual no hay hombre ni ley alguna. La soberanía del rey es inalienable, indivisible e irrepresentable. Su poder se fundamenta en Dios y se trasmite por herencia genética de una generación a otra. El rey representa, asimismo, la unidad política de su pueblo y en nombre de ella y de Dios reina y gobierna.

            Durante el siglo XVIII el titular de la soberanía es cuestionado. Si Bodino y Hobbes utilizaron el término referido fundamentalmente al rey, será Rousseau el primero en afirmar que el pueblo es o debe ser el soberano. Un poder popular a imagen y semejanza del antiguo poder del rey: inalienable, indivisible e irrepresentable. Las revoluciones norteamericana y francesa ponen en práctica la idea rusoniana de la soberanía popular, aunque con una importante modificación: el carácter representativo de la asamblea nacional. Entra entonces en juego el principio democrático que pretende sustituir al principio monárquico del antiguo régimen. No se trata tanto de cómo organizar la sociedad sino a quién corresponde en justicia hacerlo.

            Es en este contexto donde tiene pleno sentido el término Constitución. En EE.UU y Francia son las asambleas nacionales las que elaboran una constitución. Pero, ¿qué es lo que constituyen las constituciones? No desde luego los estados ni la Ley, pues los estados monárquicos estaban ya constituidos y tenían su propia ley objetiva. Tampoco los pueblos o las naciones ya constituidos en los límites territoriales de los estados. Constituyen entonces las garantías de los derechos fundamentales y la independencia de los poderes del Estado. Así, el poder soberano del pueblo pone limite al poder político convirtiéndose en un poder constituyente. Y los planteamientos democráticos de Rousseau se complementan con los principios liberales de Locke y Montesquieu.
            A finales del XVIII el pueblo revolucionario era la burguesía liberal y, frente a la amenaza constante del poder del rey capaz de poner en peligro sus libertades y propiedades, el pueblo se afana por garantizarlas. Los derechos fundamentales son los derechos políticos y civiles. Los primeros posibilitan la participación del pueblo en la elaboración de las leyes, y los segundos garantizan las libertades individuales: entre ellas, la libertad de expresión, de propiedad y de comercio. Para hacer más efectiva la garantía de estos derechos es ineludible que ejecutivo, legislativo y judicial no dependan unos de otros y que el rey, que sigue siendo el titular del ejecutivo, se convierta en un poder constituido, es decir, limitado por la propia constitución y enfrentado al legislativo. No es pues retórico el articulo XVI de los derechos del hombre y el ciudadano: Toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de Constitución.
Tenemos entonces que, en puridad, una verdadera constitución tiene tres rasgos ineludibles: el principio democrático de su origen, la garantía de los derechos fundamentales y la independencia de los poderes del estado.
            Durante el siglo XIX gran parte de la burguesía se torna conservadora e intenta apoyar a los reyes para compensar el peligroso avance de las fuerzas populares cada vez más proletarizadas. Se produce entonces una regresión en el principio democrática y el rey recupera parte del poder perdido. No obstante, los reyes asumen ya las conquistas de la burguesía liberal y conceden, con reservas, los derechos civiles y políticos; y a veces son incluso respetuosos con la independencia de los poderes del Estado. En otras ocasiones, como ocurre en Francia con Napoleón III, la independencia de poderes no es concedida. Se elaboran pseudoconstituciones en ocasiones muy similares a las revolucionarias, pero dadas o concedidas por el monarca y no por el pueblo. El poder constituyente es entonces del rey y no del pueblo. En puridad tales cartas de leyes se llaman Cartas otorgadas. Y solo equívocamente podemos referirnos a ellas con el nombre de constituciones.
            El siglo XX ha conocido regímenes donde la legalidad del estado no dependía de Constitución o Carta otorgada, sino de una carta de leyes que no respetaba el principio democrático, los derechos fundamentales ni la separación de poderes: el fascismo en Italia, el nazismo en Alemania o el propio Franco en España.
            La Constitución no es pues cualquier cosa y no es desde luego una mera carta de leyes, posibilita el juego político, o más propiamente: la política. Atendiendo a la distinción que el insigne pensador Dalmacio Negro propone, lo político es inherente a las sociedades humanas en la medida en que éstas van acompañadas de un poder coactivo que mantiene el orden social, pero la política es el reino de la libertad. Sin libertad de pensamiento y expresión que posibilita el debate abierto, y sin el resto de libertades políticas e individuales, no hay pues política. Y si somos escrupulosos al respecto, diríamos que si tales libertades son concedidas y no conquistadas por el pueblo, tampoco; pues extrañas libertades son aquellas que puede ser eliminadas al margen del la voluntad de la nación: lo que es concedido graciosamente pude ser graciosamente arrebatado. La Constitución propone entonces unas reglas de juego, mera estructura formal sin abundar en contenidos explícitamente ideológicos. Por eso los llamados derechos de segunda generación o derechos sociales pueden o no incluirse en el texto constitucional, pero no son en puridad constitución, sino leyes de la constitución, como afirma Carl Schmitt en la obra fundadora del constitucionalismo moderno Teoría de la Constitución.
            En 1791 la revolución francesa no desalojó al rey del poder, lo cambió de lugar: pasó de ser sujeto soberano a poder constituido. Francia se dotó de una verdadera Constitución porque hubo una ruptura y la soberanía cambió de titular. Obviamente si el poder soberano y, por tanto constituyente, no es el pueblo; debe haber necesariamente una ruptura. Un texto constitucional que debiese su legitimidad a las leyes monárquicas anteriores, aun siendo idéntico en su forma, no sería entonces Constitución, sino Carta otorgada. Y el monarca, siendo constituyente y constituido a la vez (ese oxímoron), podría romper en cualquier momento las reglas del juego que él mismo ha diseñado, consentido o tolerado. El término Transición, utilizado en España para referirse al cambio político producido tras la muerte de Franco, es pues un eufemismo para evitar el término reforma. Y si venimos de una dictadura, la reforma no puede producir constitución alguna. La frase tan profusamente repetida y alabada “de la ley a la ley”, expresa inequívocamente de dónde viene la legitimidad de la pseudoconstitución española y cuál es el pobre papel de la inexistente soberanía del pueblo español. La carta otorgada del 78 fue pactada por los poderes franquistas y por las nuevas elites políticas que vinieron a sumarse. Se privó al pueblo de un periodo de libertad constituyente y de un referéndum sobre monarquía o república ineludible en todo principio político que pretenda nacer sin pecado original. No recuerdo que hubiese debate ciudadano alguno sobre la conveniencia o no de las autonomía (solo hubo negociación entre oligarcas). O sobre la financiación de los partidos políticos por el erario. Los trileros del momento nos vendieron las libertades civiles mientras nos ocultaron todo lo demás. Inexistente pues el principio democrático en el origen de nuestra mal llamada constitución. Y si bien nos concedieron derechos políticos y civiles, no tuvieron a bien concedernos un sistema electoral verdaderamente representativo ni la esencial independencia de poderes. En realidad nadie mató nunca a Montesquieu, porque sencillamente nunca nació.
¿Puede haber una constitución puramente social? Aunque la expresión derechos sociales es muy genérica, al menos desde la segunda guerra mundial se asocia con el llamado Estado del Bienestar. Y obviamente, el estado del bienestar quiere favorece el bienestar material de los ciudadanos. Cosa muy difícil si no hay desarrollo económico y dinero suficiente. Inflar la constitución con derechos sociales para blindar su cumplimiento (afán de muchos partidos autodenominados de izquierdas), no garantiza desde luego que los derechos sociales allí expuestos se cumplan. Pues por más poder que tenga el poder constituyente, no es omnipotente: desgraciadamente la palabra escrita no tiene propiedades mágicas. Si no hay dinero, poco bienestar material puede proporcionar la declaración solemne de los más avanzados derechos sociales. Muy al contrario, muchos derechos sociales constitucionalizados y reiteradamente vulnerados, lejos de fortalecerse, se debilitan al evidenciar su impotencia imperativa. Y a la vez, pueden debilitar los derechos fundamentales y el resto del texto constitucional. Pues a mayor número de leyes incumplidas, mayor devaluación de las leyes y principios que se han de cumplir y respetar obligatoriamente. Los derechos fundamentales y la separación de poderes dependen tan solo de la voluntad política y tienen un carácter formal (limitan los poderes del estado y garantizan la libertad), pero establecer por ley un mundo que nos libre de todo mal no solo depende de la buena intención del legislador, sino de factores económicos en gran medida incontrolables. Hoy no se cumple el derecho constitucional al trabajo para todos los ciudadanos y probablemente mañana no se cumplirá que todos los ciudadanos cobren 2000 euros de sueldo mínimo por el hecho de existir, ergo ¿por qué ha de cumplirse entonces la exigencia constitucional de que la justicia sea independiente del ejecutivo o el elemental derecho a la libre expresión? Leyes sociales que no se pueden cumplir tienen algo de inútiles, y como decía Montesquieu las leyes inútiles debilitan a las necesarias. Si alimentamos la idea de que la Constitución puede ampliarse indefinidamente con nuestros mejores deseos, queda emboscada su propia esencia. Y ninguneada la esencia puede ser finalmente eliminada o reiteradamente incumplida.
       Pero si constitucionalizamos los derechos sociales, ¿por qué no los derechos animales y los de la madre tierra? Con tantos derechos es inevitable que surjan contradicciones: la lechuga y yo tenemos derecho a vivir, pero si quiero vivir tengo que comerme la lechuga. ¿Me permitirá tal constitución un acto de tanta crueldad? Por este camino tendremos un libro al que llamaremos constitución que en el mejor de los casos describirá una bonita utopía. En el peor, un pesadillesco galimatías atiborrado de derechos de segunda, tercera o cuarta generación, oscuro y tenebroso como la niebla. Complejidad y laberinto que solo puede beneficiar a los tiranos dispuestos a hacer ley de su voluntad. En cualquier caso, no tendríamos constitución alguna. Nuestro utópico o laberíntico libro daría paso así a un Estado omnímodo con licencia para intervenir en todos nuestros asuntos con el bien social, ambiental o ecológico como excusa. Es decir, un estado metomentodo empeñado en crear al hombre nuevo con sofisticadas técnicas de ingeniería social: ¿la forma amable de un estado totalitario? Probablemente. Así ocurre y ocurrió en muchos países socialistas, pues una constitución que menosprecie la libertad y el control del poder estatal (aunque sea con las mejores intenciones), no es constitución. Es modélica en este sentido la constitución de los EE.UU de tan solo seis páginas. No hacen falta más para decir lo fundamental. 
        Los asuntos sociales son obviamente importantes y es el juego político que la constitución inaugura el que tendrá que determinar su presencia. Los partidos y asociaciones surgidos de la sociedad civil ofertarán diferentes modelos ideológicos y serán los ciudadanos los que habrán de tener la última palabra por medio del debate abierto y el sufragio. Más impuestos y más servicios públicos o menos impuestos y menos servicios, más libertad y autonomía para el ciudadano o más seguridad y dependencia del estado son los polos elementales en los que el juego político se mueve en toda sociedad abierta, plural y regida por una verdadera constitución. Hay leyes más acá de la constitución, y el parlamento, poder constituido, tiene licencia para promulgarlas. La regla básica es no contradecir la constitución misma, que es tanto como decir no saltarse las reglas del juego.
 

viernes, marzo 18, 2016

ÉTICA DE EPICURO (2ª PARTE)


Para ver la primera parte del video cliquea en el enlace.

Epicuro fue un filósofo griego que vivió entre los siglos IV y III a.C. A los 35 años se estableció en Atenas, donde fundó su propia escuela de filosofía conocida con el nombre de El Jardín, famoso no sólo por la enseñanza de la filosofía, sino también por el cultivo de la amistad y por la participación, no sólo de hombres (como era normal en otras escuelas de filosofía en Grecia) sino también de mujeres. Epicuro tenía una visión hedonista de la vida. La palabra “hedonista” procede del vocablo griego hedoné, que significa placer. Y, efectivamente, para Epicuro la felicidad se reducía al placer y a la ausencia de dolor. Y es que, según Epicuro, todos los seres humanos buscan mediante sus acciones lo mismo: evitar el dolor y alcanzar el placer. La prueba de que algo es bueno es que produzca placer, y la prueba de que algo es malo es que produzca dolor. Sin embargo, Epicuro reconocía que esto no era tan sencillo, pues hay cosas o acciones, como por ejemplo una borrachera, que pueden producir un placer inmediato, pero luego la resaca pueden producir un dolor mayor. Igualmente hay cosas, como por ejemplo preparar un examen de matemáticas un domingo por la tarde, que pueden suponer dolor o sacrificio, pero que son necesarias para alcanzar un placer o un bienestar mayor y más duradero (la satisfacción de aprobar, por ejemplo, o la posibilidad de estudiar la carrera que deseo). En estos casos, ¿qué es lo que debemos elegir? Epicuro lo tenía bastante claro: hay que elegir siempre aquellas acciones que nos reporten un placer mayor y más duradero y que nos eviten la mayor cantidad posible de dolor. El secreto de la felicidad está entonces en el sabio cálculo de las consecuencias que se siguen de nuestras acciones, de cara a evitar la mayor cantidad posible de dolor y alcanzar el placer más duradero. Hay que insistir en que, para Epicuro, tan importante para la felicidad era alcanzar el placer como evitar el dolor. De ahí que, según él, ni banquetes ni juergas constantes dan la felicidad, si no van acompañados de la prudencia que no es otra cosa que el sabio cálculo de las consecuencias que se siguen de cada acción.

sábado, marzo 05, 2016

EL REY VA DESNUDO: ¿EDUCACIÓN O ENSEÑANZA?


El estado ofrece una escolarización gratuita hasta los dieciocho años. Pretende con ello servir a los ciudadanos en dos sentidos: una básica educación, que debemos entender como socialización y adquisición de buenas costumbres, y una enseñanza e instrucción excelente. Ambos fines son loables. Pero diferentes. Y, como veremos, hasta cierto punto incompatibles (no se pueden llevar a cabo a la vez, en el mismo lugar, con los mismos alumnos y con igual intensidad). Llamemos educación a lo primero y enseñanza a lo segundo. Dado que una buena educación es básica para poder recibir una buena enseñanza, es comprensible que el estado priorice la educación durante los primeros años de escolarización y se esfuerce en la enseñanza de calidad en los últimos. ¿Quiere decir esto que si educamos no enseñamos o si enseñamos no educamos? No exactamente, quiere decir que en la primera etapa sobre todo se educa y además se enseñará lo que se pueda. Se trata de llegar al menos a un mínimo educativo e instructivo igual para todos. Como hablamos de niños, no es extraño que este periodo de escolarización sea obligatorio. También en casa obligamos a nuestro hijo a comer lentejas aunque no le gusten, porque son nutritivas y buenas para la salud. Obviamente un niño debe ser tutelado. El procedimiento educativo fundamental habrá de ser la equidad. Cada uno es diferente, pero deben llegar a lo mismo. Los maestros deberán atender a las peculiaridades individuales de cada niño en la medida de los posible. La escuela debe estar atenta a muchos parámetros para que todos puedan llegar al ansiado mínimo que se propone el estado. Por eso los profesionales deben tener habilidades emocionales, conocimientos de psicopedagogía y hasta rasgos propios de un trabajador social, y es secundario que sean especialistas en un sesudo saber como la física o la matemática. Ahora bien, acabada esta fase de escolarización la enseñanza que propone el estado debe ser voluntaria. Esto es, debe ser un derecho. Y como todo derecho, el individuo en cuestión lo ejercerá o no si tiene la voluntad de ejercerlo y la condición necesaria para acceder a él: una titulación básica de su primer periodo de escolarización no es pedir mucho. No podemos llamar derecho a la enseñanza si ésta es obligatoria. Nadie llamaba a la mili derecho, sino obligación. Los profesionales deberán ser expertos en su área de conocimiento. Una enseñanza de calidad requiere licenciados, doctores o catedráticos. Esto es, especialistas en lengua, historia, física o matemáticas que sepan combinar los conocimientos con buenas dotes para la comunicación. Sustituimos entonces la equidad por la justicia. Los alumnos parten de lo mismo y bajo las mismas condiciones y oportunidades llegarán a lugares diferentes. Cada uno con su esfuerzo y capacidad.
De modo que tenemos dos cosas muy bien diferenciadas. Por un lado obligatoriedad, equidad y educación impartida por maestros, psicopedagogos y asistentes sociales. Por el otro, libertad de elección, justicia y enseñanza impartida por profesores expertos en conocimientos varios. ¿Podemos impartir un máximo de educación y de enseñanza de calidad a la vez durante casi los doce años de la escolarización gratuita que ofrece el estado? No. Aquí hay un problema elemental de máximos y mínimos. Si aumentamos uno de ellos se resiente el otro. Pongamos como ejemplo una carrera universitaria. ¿Si hacemos que la carrera de ingeniería de telecomunicaciones sea obligatoria, cuántos buenos ingenieros saldrán al final? ¿Y mutatis mutandis, cuántos médicos, historiadores o físicos nucleares? En una escolarización obligatoria se podrá a duras penas educar, pero nunca se alcanzará una enseñanza de calidad. De modo que el estado debe elegir la cantidad de años que dedicará a la educación obligatoria y a la enseñanza voluntaria, teniendo en cuenta que tenemos poco menos de doce en total.
¿Cómo están las cosas desde hace más de dos décadas en España? Veamos. El alumno está escolarizado obligatoriamente desde los cinco o seis años hasta los dieciséis. Esto son diez años. El periodo que el estado ofrece de enseñanza voluntaria es de menos de dos curso, pues  2º de bachillerato es más corto que los anteriores. Diez años de educación y poco más de uno y medio de enseñanza.
Lo curioso es que las autoridades políticas, la comunidad educativa y la sociedad misma se escandaliza de los ínfimos niveles de calidad de enseñanza que se revelan periódicamente en pruebas ad hoc o datos estadísticos sobre nuestros jóvenes estudiantes. Todos hablan o hablamos de las posibles causas: muchos alumnos por aula, poca inversión, profesores chapados a la antigua que no usan las nuevas tecnologías, etc. Pero nadie quiere ver la causa principal. Ésta permanece oculta en el lenguaje y en el pensamiento. Y a fuerza de no nombrarla ni pensarla, acaba por no existir. No se trata de que los factores señalados no tengan su importancia. Pero incidir en ellos mientras se oculta lo fundamental es, desde luego, una tremenda perversión. Un coche debe tener un parabrisas, tres retrovisores mejor que uno, incluso puedo discutir si es mejor pintarlo de blanco o de amarillo. Pero si nadie señala que el coche no tiene ruedas y sin ruedas no puede avanzar, las consideraciones anteriores son solo ganas de hablar. La enseñanza en España tiene las ruedas pinchadas por diez años consecutivos de educación obligatoria. En este punto solo podemos hacer dos cosas. Asumir que el estado ofrezca básicamente educación sin apenas enseñanza, lo cual debería de llevar consigo cierta tranquilidad de conciencia que evitase tanta protesta por la mala calidad de la enseñanza de nuestro sistema. O bien ajustar los tramos de escolarización gratuita que el estado oferta para que haya más tiempo de enseñanza y menos periodo de educación obligatoria.
Si optamos por lo primero deberíamos aclarar muchas cosas. En los actuales institutos sobramos profesores y faltan psicopedagogos y asistentes sociales. Es más, en lugar de uno o dos  psicopedadogos y cien profesores la ratio debería ser la inversa. Con que hubiese un profesor de ciencias y otro de letras que pudiera atender de vez en cuando a los alumnos, el ideal educativo mejoraría, y se paliaría así un poco la irritante contradicción en la que la comunidad docente vive desde hace años. ¿Tiene sentido quejarse de la calidad de la enseñanza si sabemos que la prioridad es la educación? Las tutorías no deberían ser excepción sino norma, es decir, la mayoría de las clases recibidas por los alumnos deberían ser tutorías y no clases magistrales sobre historia o matemáticas.
Si optamos por la segunda opción debemos rebajar la edad de enseñanza obligatoria. Podemos discutir hasta qué edad. Pero trece o catorce años a mi me parece razonable. De esta forma el periodo de enseñanza voluntaria aumentaría hasta casi cuatro años. Cuatro años donde el esfuerzo y la capacidad del alumno unido a profesionales bien formados expertos en sus respectivos conocimientos y un ambiente escolar adecuado, haría de cada alumno la mejor posibilidad de sí mismo.
Yo soy partidario de la segunda opción, pero entendería que la sociedad eligiese la primera. Lo que no entiendo es la confusión en la que andamos todos, y que este debate no sea público y natural en la comunidad educativo y en la misma sociedad. Alguien nos ha hurtado desde hace tiempo la posibilidad de hablar públicamente de ello y nosotros lo hemos consentido. El síntoma de las épocas oscuras es que la más elemental verdad resulta revolucionaria. En los institutos de Educación Secundaria Obligatoria hace tiempo que el emperador va desnudo. Decirlo en foro público es un mero acto de parresia.
Los que son partidarios de la segunda opción pueden admitir sin entrar en contradicción la existencia de institutos bilingües si creen que con ello se produce una selección de alumnos que hace posible que aumente la calidad de la enseñanza del Centro en cuestión o al menos para un grupo de alumnos, aunque sean escépticos en cuanto al aprendizaje del inglés o el alemán que en el Centro se imparte. Pero para los que creen en la primera opción tal admisión es incoherente por contradictoria. La equidad y la obligatoriedad casa mal con una selección del alumnado que se cuela por la puerta de atrás y que produce una diferencia de trato entre grupos de alumnos, pues admitimos entonces que a uno les damos educación y a otros enseñanza. El dilema es similar al que se produce cuando nos planteamos organizar los grupos del institutos según sus niveles académicos y de comportamiento. Tener clases con alumnos con buen nivel académico y sobre todo con un comprtamiento correcto junto a otras clases con alumnos díscolos que imposibilitan todo aprendizaje para el resto, será un planteamiento incoherente para los defenseros de la enseñanza obligatoria actual, pero no para los que son críticos con ella.

sábado, febrero 13, 2016

ZENÓN, AQUILES Y LA TORTUGA. video (2/2)


 
Zenón quiere demostrar que el movimiento y el cambio son  un absurdo desde el punto de vista de la razón lógica. Lo que es un absurdo no se puede entender ni pensar sin contradicción y lo que no se puede pensar sin contradicción no existe. Nadie afirmaría que existe un circulo cuadrado. No existe un circulo cuadrado porque es un absurdo impensable. Cuando decimos circulo cuadrado sólo emitimos un sonido sin referente ni significado. Igualmente cuando decimos movimiento o cambio. Que yo vea que Aquiles gana la carrera no es una refutación del los argumento de Zenón. Los sentidos nos muestran que se da cambio y movimiento, pero esto constituye una mostración sensitiva y no una demostración lógica. Diógenes, atento oyente del argumento de Zenón, se levantó y se echó a andar. El movimiento se demuestra andando, dijo. Aquel avispado griego mostró  a los ojos de los demás algo a lo que hemos dado en denominar movimiento, pero no demostró argumentativamernte, utilizando un razonamiento lógico, que el movimiento fuese algo real. A veces las mostraciones sensitivas nos engañan, nos llevan a afirmar cosas erróneas, y tenemos que echar mano a una cierta demostración racional. Al meter un palo en el agua, por ejemplo, parece que se tuerce y no es así. Los sentidos muy bien podrían también engañarnos  en el movimiento y el cambio. El movimiento y el cambio podrían muy bien ser una ilusión sensitiva similar al cine, por ejemplo. Los personajes de las películas parecen moverse y cambiar, pero en el fondo el cine es una pura ilusión. Los personajes de la película están sucesivamente inmóviles e inmutables en cada uno de los fotogramas. ¿No podría ser la vida misma una macro película elaborada por una especie de dios ilusionista?             
               Tal vez a estas alturas pudiéramos pensar que Zenón es el prototipo de filósofo que parece divertirse en jugar con el lenguaje, en inventarse problemas y en hacernos dudar burlonamente de lo evidente. Tal vez pudiéramos tener la tentación de razonar de la siguiente forma: “La aporía de Zenón es curiosa y divertida, pero nada más. La ciencia, que es el discurso con más garantías de verdad, afirma una y otra vez la verdad del movimiento. El propio Newton nos habla de conceptos como velocidad y aceleración que se refieren al movimiento mismo. Y podemos deducir, gracias a sus geniales fórmulas, la posición y velocidad que un proyectil tendrá al cabo de un tiempo sabiendo su velocidad inicial y su aceleración. Si afirmo que un proyectil tiene en le Km 5 una velocidad de 30Km/h, implícitamente demuestro que el proyectil se mueve.”

               Intentemos cuestionar este razonamiento desde la propia ciencia. En el siglo XX se ha admitido que la física de Newton no es del todo cierta o no dice toda la verdad. Es cierto que la seguimos utilizando diariamente para deducir posiciones y velocidades de proyectiles y se revela como bastante útil; pero su utilidad relativa no es una garantía de su presunta verdad. También eran útiles los mapas celestes anteriores a Copérnico y el heliocentrismo para muchos navegantes renacentistas y esto no demostraba que la Tierra fuese el centro del universo. La física de Newton se asume hoy día como un caso particular de una nueva teoría física que parece más útil y explicativa que la de Newton: la física cuántica. Existe un principio físico en esta teoría (el principio de indeterminación descubierto por W.Heisemberg) que viene a decir lo siguiente: Si pretendemos deducir la posición de una partícula subatómica presuntamente en  movimiento tenemos que concluir que no tiene en el fondo velocidad. Es decir, que la partícula en presunto movimiento está en realidad parada. Pero si intentamos deducir su velocidad tenemos que concluir que no tiene posición. Esto es, que en algún sentido no es una partícula que ocupe un lugar concreto sino una especie de vibración, onda o entelequia de difícil concreción. El problema lleva a la física cuántica a una contradicción lógica: un electrón, por ejemplo, es una partícula y no es una partícula. Es presumible que W.Heisemberg no despreciaría en absoluto las especulaciones de Zenón.
            La aporía de Zenón nos obligan pues a tomar un partido epistemológico. O apostamos por los sentidos y afirmamos el movimiento y el cambio; o apostamos por la razón lógica y lo negamos.
El problema que plantean Zenón continúa con Heráclito

martes, febrero 09, 2016

ORIGEN DE LA MONARQUÍA PARLAMENTARIA


¿Cuál es el origen de la monarquía parlamentaria? Hagamos un poco de Historia. La revolución Gloriosa entroniza a Guillermo de la Casa de Orange. Tras su muerte, en 1702, se corona a Ana Estuardo, que era su cuñada. En 1707 la reina Ana amplía su reinado a Escocia e Irlanda. De modo que Ana es la primera reina de Reino Unido. Su reinado fue convulso, marcado por la guerra de sucesión al trono de España (en el ámbito anglosajón esta guerra es conocida como la guerra de Ana). Tras su muerte en el año 1714 se corona a un rey que procede de la Casa de Hannover, el elector de Hannover, el alemán Jorge I (1660-1727). Fue en su reinado cuando nació la monarquía parlamentaria.

El último rey verdaderamente absoluto fue Enrique VIII. Desde entonces hasta el reinado de Jorge I el poder del monarca había ido progresivamente limitándose.

Recordemos algunos hechos significativos. Con el reconocimiento del Habeas Corpus de 1679 se garantizaba que nadie podría ser detenido e inculpado sin ser puesto a disposición de un juez a las 74 horas de su detención, quien debería notificarle la causa de la misma y poner a su disposición un abogado. Se ponía freno así a la arbitrariedad del poder y se institucionalizaba una justicia independiente que garantizaba la libertad de los ciudadanos. Pero el hecho más importante ocurrió en el año 1689 con la llamada Revolución Gloriosa.  El Parlamento inglés obligó a Guillermo de Orange a jurar la Declaración de Derechos (The Bill of Rights). Se constituía así una monarquía mixta donde el rey tenía el mayor poder ejecutivo, los Comunes el poder legislativo y los Lores sobre todo el poder judicial. El rey tenía que someter algunas de sus decisiones al Parlamento, pero podía nombra gobierno y tenía derecho de vetar leyes de los comunes. Así gobernó la reina Ana Estuardo y Jorge I. De modo que Jorge I todavía tenía el poder de nombrar al primer ministro. Sin embargo, factores ajenos a la voluntad político hicieron que este último privilegio desapareciese y que la monarquía del Reino Unido se convirtiera en lo que hoy denominamos monarquía parlamentaria. Como decía Maquiavelo, la fortuna, es decir, el azar, es el principal motor de la historia política. Y lo fue desde luego en esta ocasión.

¿Cómo sucedió? La situación política británica con en el nuevo rey Jorge I era muy precaria. Después de la guerra de Ana, los dos partidos del parlamento, los Wihgs y los Torys, estaban divididos, sus diferente facciones hacían muy difícil que cualquiera de ellos actuase en bloque con una mayoría clara. Además había cierta hostilidad de los torys hacia su reinado; pues aunque eran conservadores y defensores tradicionales de la monarquía, muchos de ellos eran jacobinitas (partidarios del rey Jacobo), más afines a un rey de la Casa de los Estuardo. Si a esto le sumamos que el rey Jorge I era alemán y no sabía inglés, se entiende que el nuevo rey se sintiera muy vulnerable ante el nuevo Parlamento. Entonces el diputado wihgs, Robert Walpole (1676-1745), un político especialmente hábil y astuto, se dedicó a conseguir una mayoría parlamentaria comprando voluntades, ofreciendo cosas que no tenía a todos los que lo apoyaran. Y gracias a su habilidad, se ganó también la confianza del rey. El rey nombró finalmente a Walpole Primer Ministro, porque era el único que tenía una mayoría, porque le apoyaba claramente y porque le parecía que de este modo controlaba también el poder legislativo. Y así fue. La Corona, en realidad Walpole y sus seguidores, controlaba a los comunes sin necesidad de comprar ella misma a los diputados o de falsear las elecciones (práctica ilegal pero tolerada a menudo). Controlar la Cámara de los Lores era más sencillo: bastaba con que el rey hiciese uso de su prerrogativa de nombrar a sus miembros. Obviamente la triquiñuela de Jorge I y Walpole iba en contra del espíritu de la Revolución Gloriosa que pretendía una separación entre ejecutivo y el Parlamento. Circunstancia que el líder de los Torys, Henry St John, primer vizconde de Bolingbroke, nunca dejó de denunciar. Tal enfrentamiento era la razón por la que el partido de los Wihgs fuese llamado el partido de la Corte y el de los Torys, el partido del país.

¿Qué sucede después? Cuando acaba el primer mandato de Walpole, el rey  podía haber nombrado a otro Primer Ministro, porque todavía esta facultad le correspondían a él, no al parlamento. Sin embargo, repitió el nombramiento de Walpole que seguía teniendo una mayoría que le apoyaba; aunque, obviamente, corrompida. El amor de los ingleses por el pasado, la tradición y el antecedente histórico hizo que el hecho se convirtiera en norma. Aunque también hay que tener en cuenta que el Parlamento, desde el decapitado Carlos I, se había preocupado especialmente en restar poder al rey (recordemos el Habeas Corpus y la Declaración de Derechos). Y tras estos acontecimientos es de suponer que encontró la ocasión de limitar su poder hasta convertirlo en casi simbólico.  Desde entonces el rey nombraría al Primer Ministro que estuviese respaldado por una mayoría en el Parlamento. Cambiaron algunas otras cosas. Ahora el primer ministro solo era responsable ante el Parlamento, y no ante el rey. A diferencia de antes que el Primer ministro lo era ante el rey y no tanto ante el parlamento. Se crea entonces lo que se llama en derecho político parlamentario "parlamentarismo de gabinete", donde ya no es el rey quien gobierna. Fue así como la corrupción de Walpole, aceptada por toda la clase política, transformó la naturaleza de la monarquía británica.

Este sistema corrupto de ir comprando votos pasó a la historia con el nombre de Old Corruption de Robert Walpole. En la política española se suele traducir como clientelismo o caciquismo. Fue copiado en EE.UU con el nombre de Spoil System. La expresión deriva de la frase "to the victor go the spoils" ("al vencedor va el botín"). El Spoil System se le suele atribuir a Jackson, el séptimo presidente de EEUU. Obviamente la legislación británica y la de EE.UU intentaron evitar, con una nueva legislación que priorizara el merito sobre el amiguismo, que esta corrupción se produjese en el futuro.
 
Fuentes principales:  
Texto de Don Antonio García Trevijano. 

viernes, febrero 05, 2016

PODEMOS Y LA ABSTENCIÓN


Hace días que escucho en casi todas las tertulias políticas que a Podemos le interesan unas nuevas elecciones. Hoy leo una encuesta del CIS que dice que si se repitiesen las elecciones Podemos aumentaría el porcentaje de votos un punto y medio. ¿Qué quieren que les diga? No puedo creerlo. Aunque si creo que en el CIS y en muchos medios de comunicación, hay personas a las que les gustaría que lo creyésemos. En las últimas elecciones se infló el porcentaje de Ciudadanos en las encuestas. Quizá para frenar  a Podemos. Hoy toca inflar a Podemos. Quizá por que el peligro de que el monstruo siga creciendo puede hacer que el PP gane votantes. No sé. Las estrategias demoscópicas son a veces muy complicadas.
¿Por qué pienso que Podemos no crecería si se celebrasen nuevas elecciones? La misma noche electoral Pablo Iglesias comunica su irrenunciable defensa del derecho de autodeterminación y advierte que ningún pacto será posible sin contar con ello. Me quedé perplejo. Pensé que quizá era una sobreactuación provocada por la euforia postelectoral y que iría matizándose con el tiempo. Pero, hasta hoy, no ha sido así. Durante los días siguientes comprobé que la marca Podemos era un conglomerado de grupos heterogéneos con reivindicaciones nacionalistas más o menos radicales y que pretendían conseguir cuatro grupos parlamentarios en lugar de uno solo, como el resto de los partidos. O sea, que había un Podemos catalán, otro gallego, otro valenciano y otro del resto de España. Pasaban los días. Observé cómo Pablo Iglesias y los suyos, enconados en sus reivindicaciones nacionalistas, dificultaban una posible negociación con el PSOE. Sin duda una oportunidad única para influir con determinación en el futuro gobierno con dos de las, que yo pensaba, eran sus fundamentales señas de identidad: limpiar la corrupción, echando de paso al PP del gobierno, y la defensa de las políticas sociales. Dos asuntos que celebrarían, sin duda alguna, la mayoría de sus votantes.
Muchos que votaron a Podemos en la última cita electoral fueron votantes de IU en las anteriores. Algunos, desencantados de los dos grandes partidos tradicionales. Y muchos otros, abstencionistas de larga duración desengañados del sistema y afectados especialmente por la crisis económica. Para todos, Podemos significaba una última esperanza, algo nuevo. Podemos los despertó de un largo letargo con la golosina de la justicia social, que ahora parecía ir en serio, y la lucha contra la corrupción de la vieja casta política. Por eso pienso que si Podemos no aparca sus reivindicaciones nacionalistas y pone en su lugar sus políticas sociales habrá un sector de votantes de Podemos que estará muy, pero que muy cabreado. ¿Cree Pablo Iglesias que su votante medio en Extremadura, Andalucía, Madrid o Zaragoza está pensando en la autodeterminación de los pueblos? ¿Cree que le perdonarán su renuncia a intentar formar un gobierno con el PSOE anteponiendo el referéndum en Cataluña a los desahucios, los recortes y el paro? ¿Tiene sentido acaso que el partido de los pobres condicione su ayuda a los pobres a que Cataluña o el País Vasco, que son Comunidades obviamente ricas, tengan el privilegio de autodeterminarse? ¿Un parado de larga duración de Murcia que apenas puede pagar el agua y la luz entenderá la exigencia podemita de un ministerio de plurinacionalidad? Muchos de los que despertaron del letargo volverán a él desengañados, defraudados y asqueados. Se abstendrán.
Otro factor que no puede evadir ningún análisis es que es más que probable que Podemos no se presente conjuntamente con algunas de sus marcas nacionalistas. Ada Colau en Cataluña ha anunciado la creación de un partido propio, Compromis de Valencia se ha separado del grupo parlamentario e incluso Podemos de Andalucía reivindica su peculiaridad. También es muy poco probable que IU vaya con Podemos a las elecciones. Si han soportado la tormenta, sería inverosímil que se abrazaran a Podemos cuando viene la calma. IU a partir de ahora solo puede crecer.
En las últimas elecciones pensé que el nivel de abstención iba a ser muy bajo. Todos sospechábamos que eran unas elecciones muy diferentes a las otras. Daba la sensación de que en ellas nos jugábamos mucho. Y sin embargo la abstención fue solo un poco menor que en las anteriores. En 2011 el 28,31% y en 2015 el 26,8%. Increíble. La consiguiente conclusión fue que muchos de los tradicionales votantes de los viejos partidos ya no votan ni en situaciones excepcionales. Creo que estos votantes son ya irrecuperables para el sistema de partidos actual. En unas segundas elecciones cabe pensar que la abstención aumentará por este flanco. Sobre todo si Rajoy y Sánchez siguen siendo líderes. Dado que cabe esperar que aumente más todavía por el flanco de Podemos, como ya he explicado, posiblemente alcanzaremos record histórico.
La campaña electoral pasada fue una ilusión televisiva. Cuatro líderes nos hablaban, y hablaban entre ellos, con aparente sinceridad y sosiego. Se esforzaban en parecer simpáticos y decir en cada caso lo que queríamos oír. La partidocracia parecía estar en vías de renovación. Pero acabada la campaña, empieza la despiadada lucha por el poder que nos hace conocer desde la primera línea televisiva las tripas del sistema y las tripas de los partidos. Y las tripas nunca son agradables de ver. Cierto que ya las conocíamos, pero durante cuatro años a muchos les da tiempo a olvidarlas. En unas inminentes elecciones tales imágenes están aun muy recientes. ¿Qué vemos? Que nadie está dispuesto a hacer sacrificios personales por el bien común y los partidos son jaulas de grillos en las que cada uno de sus miembros activos teme perder su pequeña cuota de poder y el suculento salario del Estado. En las últimas elecciones ganó la abstención con más de nueve millones. Si se repiten, probablemente ganará de nuevo; pero con mayoría absoluta. Y yo me congratularé por ello. Hoy por hoy la mayoría de los abstencionistas son, a mi juicio, verdaderos demócratas que se niegan a participar en un juego con las cartas marcadas. No sé como puede mejorar la situación. Pero cada vez estoy más convencido de que no mejorará votando. O España despierta con una ruptura pacífica y un periodo de libertad constituyente, o seguirá ad infinito amodorrada. O quizá algo más rotundo, no habrá más España.

lunes, febrero 01, 2016

HITLER Y EL PARLAMENTO DE PARTIDOS


El  parlamento representativo es una herencia liberal que se pone en práctica por primera vez en Reino Unido y que se generaliza en el continente europeo tras la Revolución francesa. Los electores eligen representantes por distrito a una o dos vueltas. Los diputados son elegidos a título individual para defender los intereses de sus distritos y los de la nación. Obviamente tienen una concepción ideológica más o menos común con la del partido o asociación a la que suelen pertenecer, y el  elector también tiene en cuenta esto a la hora de emitir su voto. No obstante, el diputado no está sometido a mandato imperativo del partido ni al de su representante. Obra siempre en conciencia. No es un mandatario que actúe al dictado, es un representante que trata de defender los interese de sus representados lo mejor que puede. A la hora de defender su distrito puede unirse en el parlamento con otros diputados con similares intereses. Por ejemplo, si dos distritos tiene dificultad en el suministro de agua o tienen pocas zonas verdes, diputados de partidos diferentes se suelen unir para procurar una solución. Igualmente ocurre con cuestiones políticas que no están claramente delimitadas ideológicamente. Hoy a estas cuestiones las solemos denominar trasversales: los matrimonios entre homosexuales, las corridas de toros o la controvertida guerra de Irak, por ejemplo. Aunque el jefe del partido dictase una respuesta, el diputado puede actuar en conciencia en contra de la mayoría del partido si es necesario. Actualmente podemos ver estos debates entre diputados del mismo partido en el parlamento de Reino Unido, por ejemplo. De la pluralidad de representantes surge así la unidad de acción, pues la mayoría siempre se impone a la minoría. Y esta mayoría no siempre está constituida por miembros del mismo partido.
Antes de la primera guerra mundial el sistema político alemán no era desde luego perfecto, pero en la República de Weimar, gracias la constitución de 1919, el parlamento se convirtió en un parlamento de partidos sin ninguna representación real.
Los partidos se convirtieron en sólidas estructuras verticales avaladas por el estado, ajenos a la sociedad civil. Y el sistema electoral dejó de ser mayoritario y pasó a ser proporcional: los votantes no elegían individuos, sino una lista de candidatos elaborada por el jefe del partido. La lealtad del diputado hacia el estado, a la constitución, al distrito, a los ciudadanos y a su propia conciencia fue sustituida por la lealtad hacia el partido. Esta lealtad se convertía en una cuestión de supervivencia en virtud de un mandato imperativo del partido que si no estaba explicitado de iure, actuaba siempre de facto. El diputado resultaba ser un títere de la dirección. Podía desobedecer, pero la consecuencia era el ostracismo político en la siguiente legislatura. Cuando no había mayoría absoluta, y esto ocurre tarde o temprano en un parlamento de partidos con un sistema electoral proporcional de listas, las coaliciones entre partidos hacían imposible llevar a cabo una política independiente. Resultaban entonces gobiernos demasiado débiles para gobernar, pero lo bastantes fuertes para impedir que otros lo hicieran. En la república de Weimar  la vida pública y el estado mismo desembocaron en un sistema de pactos y compromisos, “pacta sunt servanda”, semejante al del estado estamental de la Edad Media. Lo que prevalecía era el pacto entre los partidos, casi siempre por intereses espurios ajenos al bien común (hoy lo llamamos consenso), y la constitución resultaba tan elástica como un chicle y tan interpretable como un oráculo.
En la segunda vuelta de las elecciones presidenciales alemanas de marzo de 1932 Hitler queda en segunda posición con un 36,8%. Cifra incapaz de darle la presidencia de modo automático. En las elecciones parlamentarias del 6 de noviembre de 1932 el partido nazi consigue un 33% de los votos. Muy lejos de una mayoría absoluta. No obstante, pactos, consensos e intrigas varias posibilitaron finalmente que en enero de 1933 Hitler se hiciese con el poder en Alemania. Lo demás es de sobra conocido.
En febrero de 1933 el insigne jurista Carl Schmitt era crítico con la republica pero también lo era con los nazis. Su planteamiento conservador pasaba por reforzar la autoridad del presidente Hindenburg y debilitar así el parlamento de partidos que era el origen de todos los males. Schmitt reflexiona sobre la situación en un breve escrito titulado “Evolución del estado total en Alemania” (weiterentwicklung des totalen Staats in Deutschland). La crítica que Schmitt hace es aguda y detallada, aunque las soluciones propuestas en sus escritos posteriores no pasaban desde luego por un retorno al parlamentarismo liberal. Nos viene a decir en la obra citada que la delicada situación política alemana fue posible gracias al parlamento de partidos, dependientes del estado, y que las cosas hubieran sido diferentes con los partidos de opinión al viejo estilo liberal, dependientes fundamentalmente de la sociedad civil. En Alemania los partidos, sobre todo el comunista y el nazi, proporcionaban a sus seguidores la correcta concepción del mundo en todos los aspectos posibles. La voluntad del pueblo transcurrió entonces por tantos canales como partidos, sin posible convergencia, pues no hay modo de entenderse cuando cada uno es una totalidad perfecta y cerrada en sí misma. Consecuentemente, la unidad del estado se convirtió en una entelequia. “En esta situación todas las instituciones constitucionales decaen y se desnaturalizan, todas las atribuciones legales e incluso todas las interpretaciones y argumentos se instrumentalizan y devienen medios tácticos de la lucha de un partido contra otros y de todos los partidos contra el Gobierno” 
En fin, la Historia suele repetirse aunque nunca lo hace exactamente igual. El advenimiento del nazismo acabó con la República de Weimar. Por mi parte tan solo espero que la caída del régimen de 1978 nos traiga por fin un parlamentarismo verdaderamente representativo donde la lealtad de los diputados a los ciudadanos, a la unidad de la nación y a la futura constitución que está por venir, sustituya a la disolvente lealtad partidaria de los tiempos que nos han tocado. No es algo utópico: Reino Unido o Francia lo tienen. ¿Por qué no nosotros? Creo que en este caso no hay termino medio: o nos viene esto o lo otro. ¿Hace falta que sea más explícito?