PRESENTACIÓN

viernes, septiembre 29, 2017

CATALUÑA Y EL MUNDO DE HOY



Recuerdo el estupendo libro de Stefan Zweig: El mundo de ayer. Recuerdo cómo describía la Viena del Imperio austrohúngaro: sólida, de apariencia inquebrantable. Idéntica a la de sus padres y abuelos donde la promesa de la continuidad tranquila se respiraba en cada instante. Luego, la Gran Guerra. Y después, la segunda gran guerra. En poco tiempo el mundo cambió. Entretanto, ocurrieron muchas cosas. Casi todas horribles. Muchos dicen que Europa murió en el proceso. Vivimos nosotros de sus ruinas. El hombre normal no sabe que todo es posible, decía David Rousset. Y nosotros, hombres y mujeres de la primera mitad del siglo XXI, deberíamos asumir el deber de no ser hombres normales. Todo es posible. También lo peor.


Tendemos a ver la tragedia como aquello que ocurre a los otros. Masacres, genocidios, extrema crueldad es solo posible allende nuestras fronteras. Quizá en la deprimida África. En un punto perdido de la inmensa Sudamérica. Pero Europa está ya curada de espanto. Y, sin embargo, los Balcanes. Tan cerca en el tiempo. En el espacio. Yo, a pesar de no profesar ninguna religión, tengo mis propias oraciones. Una de ellas son los versos de Ángel González: dos cosas en común tienen la Historia y la morcilla de mi tierra. Se hacen las dos con sangre, se repiten. En África. En América. Y también en Europa. De nacionalismo hablamos. Por consiguiente, de independentismo. Aporía trágica a fuerza de no tener salida. Ya sé. Somos civilizados y hemos aprendido. ¿Pero realmente hemos aprendido?


El problema catalán es pensar que hay un problema catalán y, por ende, creer que el susodicho problema se resuelve con la secesión: concedida de iure, con trampa de ley, o tolerada de facto: más competencias transferidas, más mirar para otro lado cuando se pisotean los derechos de los catalanes no nacionalistas, más empatía, sonrisas, flores, osos de peluche y diálogo, toneladas de diálogo.


No hay problema catalán. En Cataluña hay una desmesurada y ciega ambición de dominio de una oligarquía regional. Y una sociopatía cebada por el poder un día sí y otro también desde hace más de treinta años. Fomentada activamente desde Barcelona y pasivamente desde Madrid. La actividad de unos y la pasividad de otros se explican por la corrupción económica y moral de todos: lastre fatal que a los primeros les hace huir hacia delante y a los segundos actuar con una impostada prudencia que se parece mucho a la cobardía.


La secesión nada solucionaría. Continuaría el sentimiento de agravio. La pataleta adolescente de una nación recién nacida es insaciable y voraz. España —lo que de ella quedase— seguiría, por mucho tiempo, debiendo dinero. Debiéndolo todo. También debería territorios. ¿La Cataluña actual? A penas nada. El objetivo serían los Països Catalans. La aporía nacionalista es sobre todo eso: aporía ad infinitum, y promesa de sangre e infernal reiteración. Segregación disimulada hay ahora para los castellano parlantes. Segregación a secas habría luego: españoles catalanes convertidos en judíos alemanes. ¿Estamos preparados para ello? La civilización parece una fuerte red que protege de la barbarie. Pero la barbarie vive agazapada en cada hombre y quiere salir tras mucho tiempo reprimida. Freud sabía mucho de esto ¿Civilización? Débil tul que finalmente no protege de nada. Demasiado tiempo sin guerras, quizá. A los españoles de la primera mitad del siglo XXI nos cuesta valorar lo que nos ha venido casi de nacimiento: poder charlar con un amigo sin temor a la delación, pasear por el parque sin miedo a ser asesinado o arrestado, comer todos los días, sí, a pesar de la crisis de la que tanto nos está costando salir. Parece lo normal. Pero quien tenga más de ochenta años o conozca un poco la Historia sabe que es lo excepcional. 

Pandora abre su caja. Y abundan los ciegos voluntarios y los optimistas vanos que aun no saben que todo es posible. El mundo progresa cuando los políticos duermen. Pero hoy casi todos nuestros políticos tienen insomnio mientras que la mayoría de la gente anda todavía en duermevela. O nos espabilamos de verdad o los hiperactivos insomnes nos llevan a la ruina. 
                                                                          Jesús Palomar
 Artículo publicado el 18 de septiembre de 2017 en Periodista Digital

miércoles, septiembre 13, 2017

APORÍAS NACIONALISTAS

Tras la Segunda Guerra Mundial, conocidas las atrocidades nazis, el concepto de raza entra en declive moral y durante la segunda mitad del siglo XX, tras serias investigaciones genéticas, se convierte también en un concepto débil científicamente. Esto hace que casi ningún nacionalista identitario se atreva hoy explícitamente a hablar de raza. Resulta que la raza es sustituida por la lengua, más políticamente correcta, aderezada hábilmente con la palabra cultura, tan bien sonante como un hermosísimo vals. De modo que si en lugar de apelar a una raza diferente para justificar la secesión apelamos a la lengua y a la cultura, siendo exactamente lo mismo, parece otra cosa más digna y respetable. No obstante, en la mayoría de las naciones políticas actuales se hablan varias lenguas y en diferentes estados usan una misma lengua: Ingles en Reino Unido y EE.UU, y español en España y Argentina, por ejemplo.
     
     ¿Y qué ocurre cuando en una nación política se habla la misma lengua? Entonces es el factor religioso el que se constituye como bandera del nacionalismo identitario. De lo que se deduce que sería una tragedia inmensa para cualquier nacionalista identitario no disponer de alguno de estos tres rasgos justificativos para llevar a cabo su programa político. Se entiende entonces la angustia de los nacionalismos lingüísticos, sin raza ni religión a la que echar mano.

     De modo que raza, lengua y religión han sido tradicionalmente los elementos que han intentado justificar la existencia real de una nación; los signos visibles de una realidad inabarcable y preexistente que, como puntas insignificantes de iceberg, se han considerado demasiadas veces pruebas irrefutables de la vastedad de hielo sumergido en las aguas. Y, sin embargo, esta dialéctica nacionalista de lo oculto y lo profundo sólo puede articularse en un lenguaje esquivo ajeno a la razón, pariente cercano del sermón religioso o la narración mítica.

     Los que admiten que la nación es una monolítica y fantasmal identidad colectiva no pueden obviar que se manifiesta en individuos reales de carne y hueso; es decir, de modo discontinuo. Siendo el Estado un territorio continuo, ¿cómo conjugar esta asimetría?, ¿qué hacer con presuntas naciones diferentes con distintas identidades que conviven en el mismo espacio? Hitler tenía su propia respuesta. Pero para todos los que no comulgamos con ella es, desde luego, una ineludible aporía.

      La democracia tiene que ver con decidir, pero no es solo derecho a decidir. No tenemos derecho a decidir si mañana saldrá el Sol o si linchamos al vecino tan solo porque lo deseamos y lo sentimos así, sin más. Aunque sea mediante un inmaculado referéndum. La soberanía tampoco se decide por sufragio. Nos viene dada por la Historia o se cambia tras un hecho revolucionario: lo que hoy ocurre en Cataluña es una revolución de la señorita Pepis disfrazada de legalidad.

      No hay derecho a la secesión de una parte en relación con el todo, pues la parte no tiene derecho a destruir al todo. En puridad ni siquiera el todo tiene derecho a destruirse a sí mismo, pues la soberanía es inalienable. El derecho a decidir si somos soberanos es un absurdo lógico y jurídico, pues si tal derecho existiese se estaría constatando la soberanía antes de la misma decisión. Reconocer este falso derecho implicaría de facto eliminar la soberanía española.

     Si la creación de un Estado fuese cuestión de decisión colectiva según deseos y sentimientos, entonces éstos deberían ser expresados periódicamente por cada generación. Pues el deseo, como la donna de la ópera, è mobile. Abuelos, padres e hijos pueden desear y sentir cosas diferentes. Aun así, tan digno de ser escuchado sería el anhelo independentista de algunos vascos o catalanes como el del último pueblo de la provincia de Albacete, y aun del más pequeño de los barrios de ese último pueblo, y así ad infinitum. De modo que la aporía del nacionalismo identitario se nos cuela esta vez por otra rendija. Abstracta reflexión que nos lleva a lo concreto: Badalona o el pequeño municipio de Pontons, pongamos por caso. ¿Reconocemos su derecho de autodeterminación señora Forcadell?

      Los Estados europeos son el resultado de complejos avatares históricos. Es una cuestión de facto, no de iure. Surgieron a trancas y barrancas, y demasiadas veces se apeló a bodas concertadas que sólo convenían a reyes o príncipes. Pero este hecho no justifica que los actuales estados deban ser desmantelados. La mayoría de los que optamos hoy por conservar las Pirámides de Egipto no aprobamos la manera en que se levantaron. Los estados son fruto de la Historia y no responden ya a ninguna voluntad malvada a la que podamos llevar a un tribunal. Pocas cosas humanas que veneramos todos los días han nacido por una irreprochable racionalidad y buena voluntad. Si Alexander Fleming hubiese investigado sólo por deseo de fama o vanidad, ¿deberíamos dejar de usar la penicilina?

      Estamos en el siglo XXI y pretendemos aprender de la Historia. Desde una postura mínimamente ilustrada el problema de destruir o construir un Estado carece de interés. Lo verdaderamente importante es si ese o aquel Estado es apropiado para mantener la paz, si sus ciudadanos son libres, hay verdadera justicia social y respeto debido a las minorías. ¿O acaso los muy democráticos constructores de nuevos estados pretenden instaurar valores muy diferentes a éstos? Visto lo visto estos días en el Parlamento de Cataluña no es una hipótesis descabellada.

     La Historia puso las fronteras, pero las generaciones presentes podemos hacer algo mucho más importante: que a un lado y al otro de la línea haya justicia y libertad.

Jesús Palomar
  Artículo publicado el 11 de septiembre de 2017 en Periodista Digital.

viernes, septiembre 08, 2017

¿AGNÓTICO O ATEO?

El 21 de agosto escribí en facebook una entrada que se ha hecho viral. Esta entrada fue bloqueada por facebook identificándola como spam.  Periodistadigital y algún otro periódico digital se hicieron eco del post y de la “censura” posterior. El post bloqueado por facebook empezaba con la frase “Si eres agnóstico y tolerante con el Islam, pero ateo y combativocon el cristianismo”. 
  El 5 de septiembre escribí un nuevo artículo y lo envié al diario INFORMACION de Alicante. Sirva este escrito para profundizar en la primera frase del post viral. Aquí está el artículo publicado:



En puridad ser agnósico significa que la existencia o no existencia de Dios es un tema irresoluble para la razón humana. De modo que, como decía Tierno Galvál, el agnóstico se instala en la inmanencia y no entra en temas teológicos. Sin embargo declararse ateo va un poco más allá. El ateo afirma que la proposición “Dios existe” es falsa. Pero además de ser falsa, dicha por un ser humano es una mentira interesada. Es decir, el ateo añade una valoración moral: quien tiene interés en que creamos en Dios nos está intentando engañar en virtud de algún plan no siempre confesado. De modo que el ateo está convencido de que la mera creencia en Dios, y las creencias y conductas que de esta creencia se derivan, son, per se, nocivas para el individuo y/o para la sociedad. Marx considera la religión como opio del pueblo: placebo antirrevolucionario, Nietzsche como un elemento que debilita la voluntad de vivir y atrofia la capacidad estética de los seres humanos y para Freud la cuestión religiosa está involucrada en casi todas las neurosis. Ergo, un mundo sin Dios y sin religión sería mejor para todos.


Pero más allá de la denotación objetiva de los términos, las palabras tienen también matices y connotaciones que el habla, algo vivo y dinámico, no puede evitar. Mi admirado Gustavo Bueno solía decir que cuando un no creyente se declara agnóstico viene a significar que, más allá de su creencia o no en Dios, no se va a mostrar combativo en el asunto. Allá cada cual con su fe. Pero cuando un no creyente se declara ateo, la cosa cambia. Si en una conversación alguien dice soy ateo, se dispone a entrar en guerra dialéctica con aquellos que afirmen que Dios existe.


De modo, que siguiendo a Gustavo Bueno, agnóstico y ateo son también actitudes que un no creyente puede poner en práctica según y cuando. Ni el “ateo” anda siempre batallando (algo agotador) ni el “agnóstico” es siempre un indiferente y cachazudo Buda. Un “agnóstico” es un ateo que ocasionalmente no quiere batallar y un “ateo” es un agnóstico al que algunos creyentes ya le han irritado demasiado. Ser no creyente y creyente a la vez es incoherente. Pero que un no creyente se muestre tolerante o combativo con conductas o ideas que su oponente creyente desarrolla según el caso, no lo es. A la mayoría de los no creyentes les es indiferente que alguien crea en Dios o que se rece tres, cuatro o cien veces al día. Ya sea a Zeus, a Jehová o a Alá. Pero a la mayoría de los no creyentes que conozco no les es indiferente que en nombre de una religión se limiten libertades básica, se justifiquen actitudes machistas o se den clases de religión en la escuela pública (cualquier religión) por poner ejemplos suficientemente claros, creo yo. En este último caso muchos no creyentes asumen una actitud atea y combativa. Y es normal que así sea si se ama la libertad más que a cualquier Dios.
Jesús Palomar


 Artículo publicado el 5 de septiembre de 2017 en el diario INFORMACION de Alicante.

lunes, septiembre 04, 2017

ERES PARTE DE LA SOLUCIÓN

El 21 de agosto escribí en facebook una entrada que se ha hecho viral. Esta entrada fue bloqueada por facebook identificándola como spam.  Periodistadigital y algún otro periódico digital se hicieron eco del post y de la “censura” posterior. El post bloqueado por facebook acababa con la frase “No lo dudes: eres parte del problema”. Y el problema o uno de los grandes problemas que padecemos es, en mi opinión, la incoherencia y el deterioro de nuestra capacidad crítica fomentado por diversos grupos políticos e ideológicos. El excelente escritor y reportero Alfonso Rojo escribió el 29 de agosto un artículo titulado Eres parte del problema. Al final del escrito Alfonso Rojo se refería a mi post y se quejaba de las graves inchorencias con las que convivimos diariamente.  El 4 de septiembre escribí un nuevo artículo y lo envié a periodistadigital. Me lo publicaron inmediatamente. Aquí está el artículo publicado:


Fue Antonio Gramsci desde planteamientos marxistas quien más insistió en la idea: para alcanzar el poder es necesario primero ganar la batalla cultural. Es decir, la batalla de la opinión pública. Gramsci se refería a ello con el término hegemonía cultural. Los discípulos actuales de Gramsci se esfuerzan día tras día en imponer y mantener esa “hegemonía cultural”. Pero para tales discípulos, algo más torpes y desde luego bastante menos brillantes que su maestro, no importa que esa opinión generalizada esté llena de contradicciones o incoherencias. Incluso es deseable que sea así. Se trata de aturdirnos y que ya nadie tenga la fuerza moral para oponerse a ella. Primero por la presión de grupo. Luego por la asunción mecánica. El objetivo es conseguir una servidumbre voluntaria en una sociedad de zombis: una turba muy similar a los caminantes de la noche de la serie Juego de Tronos. Hoy llamamos a esa hegemonía cultural lo políticamente correcto. Se fomenta con mensajes reiterados y propaganda. Mucha propaganda. Y la verdad es que los discípulos de Gramsci han tenido mucho éxito, pues raro es el partido que no ha sucumbido a ella. De modo que, paradójicamente, eso que hemos dado en llamar lo políticamente correcto se promueve a la vez desde la superestructura y por los grupos sociales dominantes de la infrestructura, por hablar en terminología marxista. Y, en medio, estamos casi todos nosotros.

¿Cuál es uno de los resultados del triunfo de tal hegemonía cultural? Hannah Arendt nos ilumina un poco: la mente del individuo se escinde. El diálogo interior desaparece. Y la capacidad de juicio, se deteriora. Juzgamos gracias a que la conciencia es “dos en uno”. Y el juicio es siempre fruto de un diálogo íntimo con nosotros mismos. Un dialogo que se realiza en soledad y en silencio. Por eso es tan importante para los propagandistas de abajo y los poderosos de arriba fomentar el ruido y el entretenimiento vacuo. En tal situación el eslogan zafio es lo que triunfa y el desahogo emocional y reactivo es lo que interesa. Esta tensión ayuda a mantener el sistema. Y prácticamente todos los partidos se congratulan por ello. Unos en público y otros en privado. El poder nos ánima a que juguemos al parchís con un amigo virtual de Australia a través de la red y a que soltemos dos improperios emocionales en forma de opinión en el bar de la esquina: a eso lo llaman libertad. Nos toleran seguir con nuestra vida, pero en familia o en el reducido círculo de amigos cercanos; para ver la tele, comentar el último partido de fútbol o preparar nuestro viaje de vacaciones. Poco más. No nos engañemos, si rebasamos la línea es muy probable que tengamos problemas.
La hegemonía cultura que hoy por hoy padecemos no es inocua. Asumir una incoherencia es el primer paso para asumir las demás. Y con la cabeza llena de incoherencias, se anula el pensamiento y la capacidad crítica. Ni siquiera es hipocresía. Es aturdimiento. El terreno está entonces abonado para el mal. Y la causa básica de ese mal es banal, como dijo Arendt. Para fomentar grandes males no hace falta ser un demonio. Basta con que haya mucha gente que haya dejado de pensar y de hacerse preguntas. La incapacidad de pensar de la mayoría de la población de Alemania, gente común y no especialmente malvada, propició el triunfo del nazismo.

     Sembrada la discordia en nuestra cabeza es difícil establecer diálogos con los otros. El resultado es la atomización de la sociedad. Pero entre una sociedad atomizada y una comunidad orgánica, hay un término medio: la tradición política más ilustrada la denomina comunidad republicana. Y una comunidad republicana puede darse con o sin rey. Empezó con Roma, siguió con Cromwell (mejor representada en Oceana de Harrington), en el Renacimiento la defendió para Florencia el genial Maquiavelo y fue la fuerza omnipresente de la Revolución norteamericana.

        ¡Somos individuos, sí, pero profundamente preocupados por su comunidad política! Queremos ser verdaderos ciudadanos y no átomos sin conexión que pululan en el vacío.
Nuestra sociedad civil está destruida. Intentemos entre todos restaurarla. Afrontar nuestras contradicciones es nuestro primer deber político. Sin ello no habrá debates sinceros ni sociedad civil fuerte. Los griegos llamaban a esta elemental sinceridad en el discurso parresia. Y en tiempos de confusión, la parresia es revolucionaria.

         La incoherencia es parte del problema, sí. Y la coherencia es el inicio de la solución. Una sociedad civil fuerte podrá afrontar mejor el resto de los problemas. Que son muchos, desgraciadamente. 
Jesús Palomar
                                                                                         


 Artículo publicado el 4 de septiembre de 2017 en Periodista Digital.