Si tienen ustedes un amigo catalán que defiende hasta el
agotamiento el llamado derecho a decidir se habrán percatado de que es muy
difícil establecer un debate sin llegar al aburrimiento o a la desesperación.
No repetiré aquí los discursos que los secesionistas quieren hacer pasar por
argumentos. Pero como muestra, un botón basta. Cuando le pregunto a mi amigo
Jordi que si en una Cataluña independiente Badalona tendría derecho a decidir,
suele escurrir el bulto y apelar al misterioso hecho diferencial catalán, a lo
insoportable que es el malvado Rajoy o a la ilusión que le genera la futura república
catalana, categorías difusas y evasivas que son muy difíciles de encajar en un
razonamiento con un mínimo de rigor intelectual. Lo que suele hacer nuestro
amigo nacionalista es, en el fondo, dar sucesivas vueltas para reafirmar una y
otra vez la idea incuestionable de la que parte: tenemos derecho a decidir.
¿Cómo explicar tan peculiar
fenómeno? En muchas ocasiones el deseo y la emoción es lo que nos inclina a
decir o hacer ciertas cosas. Pero una vez dicho o hecho necesitamos dar alguna
consistencia a nuestro pensamiento y elaboramos un sistema ideológico más o
menos resistente. Quizá la necesidad de sistema es, sin más, una necesidad de
paliar el dolor. El absurdo nos duele. Y la mente es una máquina de crear
sentido, en muchas ocasiones incluso donde quizá no lo hay. Pero no todo lo que
construimos en nuestra cabeza para paliar ese dolor es impolutamente racional.
De modo que, en muchas ocasiones, somos seres deseantes que nos creemos
racionales mientras construimos castillos justificativos en el aire. A la elaboración
meticulosa de este autoengaño Freud lo llamaba racionalizar, y lo diferenciaba
claramente del mero razonar. A su manera, Nietzsche viene a decir lo mismo. Y
en psicología social el fenómeno se conoce como disonancia cognitiva.
De modo que muchas veces
nuestras decisiones y opiniones no son racionales y, acto seguido, intentamos
ajustarlas a los hechos y a nuestro sistema de creencias para que parezcan que
lo son. ¡Vamos, que nos hacemos trampa en el solitario! Una vez que Jordi quedó
emocionalmente atrapado en la idea del derecho a decidir, toda su inteligencia
y emoción trabaja para reafirmarla.
Estructuralmente no hay una
diferencia esencial entre la actitud de Jordi y la del que tiene un delirio de
celos. De modo que Jordi nos parece un poco paranoico. Del mismo modo que el
celotípico no cuestiona la infidelidad de su cónyuge y va encajando los datos
que le sobrevienen para confirmar su idea obsesiva, la idea de que Cataluña
tiene derecho a ser independiente es algo incuestionable y, por consiguiente,
todo lo demás ha de ajustarse a ella.
Ahora bien, Jordi tiene dos
opciones: o cambiar su “idea obsesiva”, y con ella un sistema de creencias e
ideas que le ha acompañado durante mucho tiempo, o ajustar al sistema ya
construido los nuevos datos que la realidad va generando. El coste personal de
la primera opción es mucho mayor para Jordi que el parcheo chapucero que supone
la segunda. De modo que opta por la segunda. Una vez que estamos aferrados
hipnóticamente a la idea de que Cataluña tiene derecho a decidir, ¿cómo
encajarla con el hecho de que el Estado español no la reconoce? Fácil: el
Estado español es totalitario, franquista y represor. He aquí el parche
racionalizador. No importa que dicho parche condene a Francia, EE.UU o Alemania
a ser también estados totalitarios y franquistas. Un nuevo bucle racionalizador
interpretará debidamente esta nueva derivada.
Algo parecido ocurrió en el
Renacimiento en relación con la nueva astronomía. A pesar de pruebas y
razonamientos cada vez más sólidos, los clérigos escolásticos no podían admitir
que el Sol era el centro del universo. De poco le sirvió a Galileo la amable
invitación a que mirasen a través del telescopio para que se diesen cuenta de
su error. El rechazo a las ideas copernicanas tenía la misma raíz psicológica
que la opción de Jordi. En fin, volver a replantearse las cosas y construir una
nueva casa, aunque llegue a ser mejor que la chabola donde vivimos y hemos
vivido tantos años, nos suele dar mucha pereza. Entre otras cosas porque tendríamos
que reconocer que hemos vivido y vivimos en una chabola. Así que apañamos la
gotera y a seguir tirando: la Tierra es el centro del universo y la realidad
que veo a través del telescopio son manchas engañosas que pertenecen a la lente
del endemoniado aparato. Y vale ya.
La diferencia entre Copérnico,
el delirante celotípico, mi amigo Jordi y cada uno de nosotros no está en esta
necesidad tan humana de crear sentido y evitar el dolor que provoca una
realidad aparentemente contradictoria y absurda –recordemos que para los
secesionistas un mundo donde un Estado de Derecho prohíbe la secesión de una
parte del territorio no tiene sentido-, sino en los niveles de exigencia de
nuestros propios sistemas ideológicos. Copérnico no se conforma con las
chapuceras explicaciones astronómicas que había en su época. Y Jordi se aferra
a una ideología que ha heredado, que no ha sido nunca objeto de un riguroso
análisis y con la que ha ido tirando toda su vida, como los clérigos
escolásticos. Copérnico mantiene “su delirio” a pesar de tener el mundo en
contra. Pero Jordi mantiene “su delirio” entre otras cosas para no tener el
mundo en contra: la televisión, la radio, los periódicos y sus compañeros de
trabajo le aportan un bienestar social y psicológico nada desdeñable. La verdad
es que a Jordi le ha ido muy bien hasta ahora con su hecho diferencial. Da
igual que un análisis riguroso señale que una Cataluña independiente sería, al
menos a corto y medio plazo, mucho más pobre que ahora. Manteniendo lo contrario
Jordi sería capaz de morir de hambre en su Cataluña imaginada sin modificar un
ápice sus ideas. En fin, siendo un poco compasivo con nuestro amigo podríamos
considerar que quizá es mejor para Jordi morir de hambre que de un ataque de
ansiedad.
Quizá todos caemos a veces en
estas actitudes paranoides, racionalizantes o disonantes. Pero lo único que a
duras penas puede evitarlas es conocer un poco el mecanismo psicológico que las
provoca. Identificada la pereza mental que nos inclina a vivir en una chabola
ideológica llena de goteras, lo conveniente es hacer un esfuerzo y empezar a
construir una nueva casa. El resultado que cabe esperar es que seamos un poco
más libres. No es poca cosa.
Artículo publicado el 25 deseptiembre de 2017 en Periodista digital
Artículo publicado el 25 deseptiembre de 2017 en Periodista digital
Jesús Palomar