domingo, enero 07, 2007

CONFESIONES DE UN ASESINO (o de la paranoia vasca)

El periodista de Der Spiegel Erwin Koch buscó mucho tiempo sin resultado al etarra Kandido Aspiazu. Al fin, contactó desde Alemania con la viuda de Ramón Baglietto, quien le dio la dirección del asesino de su marido. Así fue como Koch logró hablar con el etarra que en 1980 mató a tiros al hombre que un día le salvó la vida .El País ofrece un extracto de la entrevista. En uno de sus comentarios el Filósofo Impaciente me recomendó su lectura. Me tomo la libertad de publicarla en este blog, que también es el vuestro. La entrevista no tiene desperdicio. (tomada del foro incluido en esta página:http://www.plazabohemia.com/ )
El hombre mira sus manos, la derecha acaricia la izquierda, casi turbado; el hombre calla. Bebemos en unas tacitas con bordes dorados sobre platitos de bordes dorados. Es verano y de noche en el pueblo de Azkoitia, y el hombre, de 41 años, está sentado debajo de la foto de boda de sus padres. El sudor aflora por su piel.
—Yo no soy un asesino.
—Pero usted ha matado.
—Porque tenía que hacerse —dice Kandido Azpiazu desde su sofá rojo— ¿Lo entiendes? ¿Nos llamamos de tú?
María Nieves Beristain y su marido, José Azpiazu, que era carpintero, pusieron a su segundo hijo el nombre de Kandido. Y en la calle en la que comenzó a gatear vivía El Pintor, un señor agradable. Su nombre era Ramón Baglietto.
—¿Le conocías?
—Sí —dice.
—¿Sabías lo que había hecho?
Baglietto estaba delante de su tienda. Era 21 de septiembre de 1962, un viernes. Baglietto estaba aburrido. Vio cómo María Nieves, la mujer del carpintero Azpiazu, cruzaba con sus dos hijos la avenida de Calvo Sotelo, que hoy se llama Xabier Munibe kalea. El mayor, José Manuel, tenía dos años; el menor, Kandido, 11 meses y un día. A uno lo llevaba la mujer de la mano; al otro, en sus brazos. Eran las cuatro de una tarde clara y calurosa. Entonces al mayor se le fue la pelota que llevaba en las manos y fue rodando hasta la carretera; el pequeño salió detrás. Y luego se oyó el estrépito de un camión que se acercaba. María Nieves chilló, salió corriendo. Ramón Baglietto, que sin motivo alguno se encontraba al borde de la calzada, le arrancó al pequeño Kandido de los brazos, que todavía no sabía andar. La mujer siguió corriendo para salvar a su primogénito, tropezó y cayó debajo del camión. Quedó sin vida junto a su hijo muerto, José Manuel. Pero Kandido, abrazado por un desconocido, no llora. Baglietto se agacha hacia María Nieves Beristain, de 30 años, que nunca había abandonado su pueblo de Azkoitia, le aprieta en la mano un pequeño crucifijo que siempre llevaba consigo El Pintor, prometido de María Pilar, la hija del viejo Elías, propietario de la única gasolinera en la carretera que va hacia Elgóibar.
—No —dice el hombre—, yo no me acuerdo de mi madre.
—Pero ¿tú sabías que Ramón Baglietto te había salvado la vida?
—Mi padre nunca me lo contó.
Azpiazu añade:
—Padre se casó por segunda vez. Éramos una familia pobre normal, éramos muy normales.

—¿Se hablaba de política?
—Raramente. Cuando se hablaba me hacían salir de la habitación.
—Tu padre ¿odiaba o quería al general Franco?
—Padre sólo conocía una frase: con la política no se sacia el hambre.
Kandido Azpiazu tenía casi siete años de edad cuando ETA mató por primera vez.
—De niño ¿te golpeó alguna vez un policía?
—No.
—¿Pegó alguna vez un policía a tu padre?
—No.
—¿Cómo te convertiste en asesino?
—Yo no soy un asesino.
—Has matado.
—Por necesidad histórica —el hombre agita sus grandes manos—, por responsabilidad ante el pueblo vasco, que es magnífico, que tiene una magnífica cultura, que habla una de las lenguas más antiguas de Europa, que nunca fue vencido por los romanos, ni por los visigodos, ni por los árabes. Un pueblo muy distinto al de los españoles.
—Kandido, el País Vasco nunca fue independiente, nunca fue un Estado. Y el País Vasco es bilingüe desde hace muchos siglos.
—Los vascos, estábamos aquí antes que nadie.
—Kandido, tan sólo una cuarta parte de las personas que viven en el País Vasco dominan el vasco, sólo una décima parte lo utiliza.
—A mí me torturaron —dice Azpiazu— con descargas eléctricas; los españoles me sujetaron la cabeza debajo del agua, casi hasta ahogarme; me introdujeron una bolsa de plástico por la cara hasta casi estrangularme.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Después de mi detención.
—¿Qué fue lo más bonito de tu infancia?
—Todo era bonito. Era bonito mirar a mi padre mientras trabajaba. Él me hizo a mí carpintero. Y era bonita esa sensación de ser vasco. Desde que tengo uso de razón he luchado por la independencia de los vascos.
Kandido Azpiazu, que entretanto había cumplido 15 años, conocía la cólera de su padre, que solo quería la tranquilidad y la madera, y, por ello, cuando el muchacho se escabullía para las citas secretas con los abertzales siempre inventaba nuevas mentiras.
—Uno siempre era consciente —dice Azpiazu— de que algún día haríamos lo que después realmente hicimos. Era un largo proceso. Uno no se dice de repente: 'Hoy me convierto en autor de atentados', ¿entiendes?, ¿entiendes? Uno madura hasta que...Ahora se calla, se restriega la cara con la mano izquierda.
—Cómo era la lucha en aquel entonces?
—Yo colgaba la ikurriña, que estaba prohibida, en las farolas, escribía pintadas en los muros, me arriesgaba a ir a la cárcel, alborotaba y gritaba contra el Estado español.
Luego, con 16 años, Kandido quiso entrar en la organización. Quiso hacerse un gudari.
—Fue la voluntad del pueblo la que me llevó hasta ETA.
—¿Aprendiste a disparar?El hombre sonríe, se pone tenso, se desliza en el sofá.
—Pregunta otra cosa.
—¿Visitas con frecuencia el cementerio?
—Sí.
—¿La tumba de tu madre?
—Sí.
—¿También la de Baglietto?
Al terminar la escuela, Kandido Azpiazu trabajaba en una pequeña tienda de maderas en Azpeitia; en el taller de su padre no había trabajo para un segundo carpintero. Franco estaba muerto y había pasado a la historia.
El nuevo Gobierno soltó a los terroristas presos en las cárceles, casi 600, y permitió a los vascos colgar su bandera por las calles. El 25 de octubre de 1979, votaban la aceptación de un estatuto de autonomía que el Estado de los españoles estaba dispuesto a concederles. Kandido Azpiazu acababa de cumplir los 18 años. Sin embargo, ETA y su prolongación en los ayuntamientos, HB, llamaron a la abstención. De entre aquellos que no se dejaron arredrar (60% de los que tenían derecho a voto), un 90% ratificó la propuesta.

—Ese estatuto —refunfuña Azpiazu— no puede paralizar nuestra voluntad.
—Ese estatuto, Kandido, os permite a vosotros, los vascos, tener vuestra propia lengua, una administración propia, policía propia, periódicos propios, estaciones de televisión, universidades y escuelas, que están subvencionados por Madrid.
—Ese estatuto —dice el hombre— sirve al Estado español para dividirnos y esclavizarmos. Ese estatuto no nos puede detener.
—¿Qué es lo que quieres?
—Independencia.
—¿De quién?
Gira su cabeza mirando al vacío.Era abril de 1980 cuando Kandido Azpiazu, el tímido comerciante de maderas, recibió de sus dirigentes la orden de matar.

—¿Te asustaste?
—Nosotros no sentimos el deseo de matar.
—¿No te pudiste negar?
—No quise.Ahora se revuelve en su sofá, su cara está blanca y tensa, Azpiazu tiembla. Dice:—Ese momento... Ese momento fue duro.
—¿Tuviste miedo?
—No. Uno estaba preparado para entregar su vida.
—¿Conocías a la persona?
—Sí.
—¿Sabías que él te había salvado la vida en otro momento?

—Mi padre nunca me lo dijo, nadie me lo dijo.
—¿Y si lo hubieras sabido?
—¿Qué quieres? Si lo hubiera sabido... Tuvo que ser así.
—¿Por qué?
—Ese hombre formaba parte del aparato opresor, era conocido de Marcelino Oreja, el entonces ministro de Asuntos Exteriores del Estado español.
—¿Y eso bastaba?
—La decisión vino de arriba.
—Era un vasco como tú.

Durante un mes entero, cada mañana, cada tarde, Kandido Azpiazu y dos ayudantes más estuvieron observando los movimientos de Ramón Baglietto, en otro tiempo teniente de alcalde y entonces miembro de UCD.
—¿Cómo le mataste?El hombre mira sus manos grandes y se sube los calcetines. Calla, tiembla. Se pone la mano en la cara.
—Una acción armada no se hace con globos. Lo que ocurrió fue la acción de un miembro consecuente... Nada más.
—¿Te arrepientes?
—Tuvo que ser así —dice Kandido Azpiazu bajo y claro—. Uno no se sentía orgulloso de ello, no se sentía ni odio ni alegría.Las lágrimas brillan en sus ojos grises.
—¿Estás orgulloso de tu vida?
—No.
—¿Sigues estando con ellos [con ETA]?
El hombre busca las palabras.
—No —dice.
—¿Por qué no?
—Porque... Es que... No es que uno renuncie a sus objetivos, ¿entiendes? Es quizá que se finalice un capítulo, pero no el libro.
—¿No tienes ningún contacto con ETA?
—Pregunta otra cosa.
—¿Es verdad que la mujer de Baglietto, María Pilar Elías, se metió en política después de la muerte de su marido y actualmente es concejala en Azkoitia, la única representante del PP?
—Sí.
—¿Y que hace dos años encontró una bomba en su cajetín de correos?
Azpiazu sonríe.
—Pero no explotó, responde.
—¿Ves a veces a la viuda cuando pasa por el pueblo con sus guardaespaldas?
—De vez en cuando.
—¿Y qué sientes?
—Nada. Ella tiene su vida y yo la mía.
—Pero, ¿cómo es que te han puesto ya en libertad al cabo de 12 años?
El hombre suda.
—Bueno... entonces... había la posibilidad... el Gobierno del Estado español... el Gobierno socialista... se daba la posibilidad de que te liberaran antes ...
—¿Firmaste que no ejercerías nunca más la violencia?
—Yo no revelé nada —dice el hombre.Gira la cabeza hacia la ventana, la vergüenza se refleja en sus ojos.—¿Que si todavía sueño con eso? —dice.
El hombre mira sus manos, casi turbado; luego, las tacitas de bordes dorados.
—¿Otro cafetito? —pregunta.
Erwin Koch

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