
La globalización, con la supresión de barreras arancelarias y la libre iniciativa de las empresas, hará que la tarta sea lo más grande posible. Pero su reparto económico dará lugar a grandes diferencias.¿Cómo hacer que la tarta se reparta más justamente?
Más allá de la defensa o no de un Estado mundial recaudador de impuestos o de movimientos de la sociedad civil altruistas y espontáneos prestos a ayudar a los países pobres (soluciones más utópicas que realistas), no se puede obviar una cuestión previa. Dentro de cada país menos desarrollado y potencial receptor de ayuda tendría que existir también una adecuada redistribución de la riqueza propia del Estado de Bienestar. Esta sería la garantía de su futuro desarrollo. Ningún país ha salido de la pobreza sólo a partir de ayudas externas, y no porque hayan sido siempre mínimas. Los países que han logrado salir de la pobreza lo han conseguido gracias a reformas sociales y políticas en su mismo seno. Por dos razones: las reformas mismas y las ayudas externas que, entonces sí, se revelan eficaces. Ayudar a un país desestructurado socialmente, no democráticos y con políticos corruptos apenas sirve para paliar la mala conciencia de los que dan, y en absoluto queda garantizado que se llegue a subsanar apenas un poco las necesidades de la población. Las ayudas suelen caer en saco roto: o bien en manos de políticos corruptos, si se dan a los gobiernos (que es lo que ocurre la mayoría de las veces), o bien un mero parche que se agota en sí mismo (sin contribuir al desarrollo futuro), si se da directamente a la población. De modo que resulta esencial que los países sean suficientemente democráticos para su futuro desarrollo.
Donde no hay democracia política suele escasear tanto la mentalidad liberal en lo económico como la sensibilidad para la justicia social. La tarta es pequeña y además muy mal repartida. Por desgracia, la mayoría de los países pobres hoy día no son democráticos. Y si lo son en la forma, carecen de una clase media que la pueda hacer efectiva para ejercer un mínimo de justicia social; y lo peor de todo, pues significa un vicioso estancamiento, de la voluntad política de los gobernantes para fomentar dicha clase media.
Los detractores de la globalización afirman que sólo ganan algunos, pero los defensores de la globalización suelen repetir que con la globalización ganamos todos. ¿Quién tiene razón?
Los antiglobalización recalcan que ganan más los países desarrollados que los atrasados y las diferencias son acumulativas. Y tienen razón. Las diferencias tenderán a aumentar. Pero los defensores de la globalización dicen que el número de personas pobres en términos relativos y absolutos es menor que hace veinte años. Y cada vez será menor. Y también tienen razón. ¿Implica esto una contradicción? En absoluto.
Hoy día la diferencia entre los países ricos y pobres es más grande que hace veinte años. Algunos países africanos son tan pobres como hace veinte años (el estancamiento de algunos países africanos no es por un exceso de globalización, sino por todo lo contrario. La globalización implica cierta desigulaldad económica, pero no miseria económica. Es absolutamente imaginable un mundo globalizado sin gente que se muera de hambre), sin embargo la mayoría de países que eran ricos hace veinte años son ahora bastante más ricos. Por otro lado muchos países que eran pobres hace veinte años ahora son ricos. Si tomamos el grupo de los tres o cuatro países más pobres y comparamos la renta con los países más ricos, el resultado es que la diferencia de renta ha aumentado. Ahora bien, es un hecho que hoy día hay menos países pobres (la China y la India, que son países superpoblados, han abandonado la indigente pobreza de hace veinte años. Y lo mismo ocurre con otros países orientales como Corea del sur). De modo que si nos fijamos en las personas y no tanto en los países, debemos admitir que hoy en día hay menos pobres, y que los pobres que hay no son más pobres que hace veinte años.
Los antiglobalización dicen que el aumento de la diferencia de renta entre los países ricos y pobres es por la globalización, y probablemente tienen razón. Los defensores de la globalización afirman que hay menos pobres precisamente por la liberalización de los mercados, y probablemente tienen razón también. Más allá de los datos, el problema en este punto pende de una opción ética y de una cuestión epistemológica. ¿Qué nos parece más intolerable la desigualdad o la pobreza? ¿Cómo consideramos la riqueza como un bien escaso que hay que repartir o como algo potencialmente ilimitado que se puede crear? ¿Cómo consideramos al ser humano, como un pasivo que sólo consume y tiene necesidades que cubrir o también como un activo capaz de crear soluciones gracias a su ingenio y razón? Lo sepan o no, los antiglobalización consideran más intolerable la desigualdad que la pobreza, y consideran asimismo que la riqueza es un bien escaso y limitado y que el hombre es fundamentalmente un agente pasivo. Los defensores de la globalización consideran que es más intolerable la pobreza que la desigualdad, que la riqueza se crea y no es un bien limitado y que el hombre además de pasivo es activo.
Sin embargo, los movimientos antiglobalización se oponen, pero no proponen. Se pierden en bellas utopías, pero irrealizables y, a la larga, nocivas. Es la razón, y no a la ciega violencia, lo que puede solucionar el problema.
A menudo escuchamos a los movimientos antiglobalización defender la democracia y atacar el libre mercado. Pero obvian una cuestión elemental. Si bien puede haber a duras penas libre mercado en un país no democrático, no hay un país democrático sin libre mercado. Además, si un país no democrático se empieza a abrir al libre mercado tiende a generar clase media que es el caldo de cultivo social más adecuado para que surja una democracia. Así pasó en España de los años sesenta. La libertad de mercado llama a las otras libertades y a la participación política como la luz a la polilla, y esto a pesar de ocasionales y déspotas dirigentes políticos. De modo que defender la democracia es defender, implícitamente, el libre mercado. Y atacar el libre mercado es atacar, implícitamente, la democracia.
A menudo escuchamos a los movimientos antiglobalización defender el respeto a ultranza de las diferencias culturales y, a la vez, la igualdad de derechos de todos los individuos. El penoso resultado es que mientras se defienden o se toleran con demasiada facilidad las tradiciones culturales a menudo vejatorias para la mujer propias de ciertos países musulmanes se defiende la igualdad de derechos entre hombre y mujer si somos occidentales.
Podemos defender lo circular o lo cuadrado, y acto seguido esforzarnos por dar argumentos sólidos que den valor a nuestra defensa. Pero lo que es indefendible es el circulo cuadrado.