Según Darwin en el caso del ser humano hay un momento en el que la selección natural deja de ser sólo individual y se convierte en una selección grupal. Esto es muy interesante para explicar el origen de los sentimientos morales.
Un individuo altruista propenso a asumir riesgos vitales para beneficio de los otros no es, evidentemente, premiado por la evolución. El número de tales individuos descenderá progresivamente pues habrá un alto porcentaje de ellos que morirá joven y sin descendencia. No obstante, los grupos o tribus que tengan más miembros con actitudes altruistas, esto es, capaces de sacrificarse por sus parientes, serán premiados por la evolución. Evidentemente este grupo de parentesco tiene más posibilidades de sobrevivir, de expandirse y de aumentar su población. Una teoría explicativa del éxito de tales grupos con gran número de individuos valientes y generosos suele ser el gen egoísta. Que los padres den la vida por los hijos, por ejemplo, es una actitud altruista, pero un biólogo solo verá en ello la salvaguardia de la carga genética presente en los propios progenitores, es decir, un egoísmo “de grupo”.
El sentimiento moral más originarios dentro de este grupo premiado por la evolución es, efectivamente, el altruismo, como ya dijimos, pero también la reciprocidad. Sin embargo, tanto altruismo como reciprocidad están en proporción directa con la cercanía en el parentesco. Se es muy altruista con los parientes cercanos, menos con los lejanos y poco o nada altruista con las otras tribus. Igualmente se actúa con una reciprocidad a fondo perdido con los parientes muy cercanos, por ejemplo hijos o padres. Esto es, a veces los padres se sacrifican por los hijos, y quizá en dos o tres generaciones son los hijos los que se sacrifican por los padres. Pero la reciprocidad se vuelve más impaciente con los miembros de la tribu que no son parientes cercanos. Cuando un hombre y una mujer de distinto clan pero de la misma tribu se hacen regalos o se muestran generosos el uno con el otro con vistas matrimoniales, la respuesta correspondiente debe darse en un tiempo más corto que entre un hijo y un padre si es que se quiere evitar una nefasta confusión entre los futuros cónyuges y por ende entre los respectivos clanes. No obstante, se suele actuar con una reciprocidad preventiva o negativa cuando la relación es con otras tribus. Es decir, respetamos los contratos, que garantizan la reciprocidad, en la medida en la que estamos persuadidos de que es mejor hacerlo que no hacerlo. Si estamos persuadidos de que la otra tribu es significativamente más débil, simplemente se la saquea. Ejemplo paradigmático de tal cuestión es el comercio de mujeres con otras tribus o bien su secuestro. Y aquí nos encontramos con otro punto importante para explicar el proceso de hominización y humanización: la exogamia.
Estos comportamientos de moral cálida los encontramos también en otros mamíferos, sobre todo primates. Pero donde más patente se hacen es en los animales más gregarios: hormiga y abejas. Tanto en su aspecto positivo (altruismo) como el negativo (hostilidad al que no es del grupo).
De modo que los sentimientos morales cálidos, llamémoslos así, que parecen tener una base biológica y son relativamente bien explicados por mecanismos evolutivos y genéticos, tienen también su sombra: la hostilidad hacia los otros grupos (que no tienen nuestra carga genética). Los sentidos que originariamente nos permitirían la diferenciación y nos inclinarían hacia la segregación serían la vista, capaz de informarnos del aspecto del otro, pero sobre todo el olfato, muy ligado al reconocimiento hormonal de carácter filial o sexual.
Ahora bien, explicar la génesis de esta hostilidad hacia los otros, que no es más que el reverso del altruismo hacia los propios, no es, desde luego, justificación. A menudo la explicación se torna racionalización. Y pasamos cómodamente de explicar a justificar con un baño intelectual nuestras inclinaciones individuales o grupales más básicas cayendo una y otra vez en la insidiosa falacia naturalista. También la venganza puede tener una base instintiva comprensible, sin embargo la civilización lucha por implantar un constructo ideológico al que llama justicia. Algo meritorio, desde luego.
De modo que paliar esta tendencia xenófoba presente en los grupos humanos pasa ineludiblemente por enfriar un poco los sentimientos morales. Una moral algo más fría, basada en el respeto (y no tanto en el amor altruista), que pretenda una igualdad ante la ley de todos los individuos (sin considerar sexo, raza o condición) es desde luego algo meritorio y civilizado. Pero esto será siempre un esfuerzo intelectual contracorriente con la situación originaria. E incluso contracorriente con gran parte de nuestra tradición ilustrada y utopista.
Visto así, la tarea se torna heroica. Aún hoy la moral cálida es lo más públicamente alabado, tanto en su alabanza explícita al altruismo como en la efusiva crítica y mala prensa de su contrario: el egoísmo, olvidándonos demasiadas veces que desde un punto de vista biológico entre altruismo y egoísmo no hay una diferencia esencial y que además hay cosas más terribles que el egoísmo en sentido estricto, como son la crueldad o la injusticia. Nos olvidamos de todo ello, decíamos, quizá por ese prejuicio cristiano y hasta kantiano que a todos nos habita. No obstante deberíamos recordarnos algunas cuestiones de orden antropológico que no convine subestimar. No se puede amar cálidamente a toda la humanidad. Salvo, quizá, el santo en comunión mística con Dios. Y cuando un político lo proclama, evidenciando así su impostura, sin duda nos acerca un poco más al infierno. Pues cuando la ética cálida se exalta y se convierte insensiblemente es mandato político es para estigmatizar a aquellos que son “malvados” o “enemigos” y que sería bueno aniquilar ¡Cuánto mejor resulta el político sensato que proclama que todos merecen respeto y reconocimiento en su dignidad sin la necesidad de estas efusivas proclamas amorosas! El amor hacia el otro es siempre el amor a los próximos y cercanos, el amor a los nuestros. Y cuanto más cálido es este sentimiento más cálido es también el sentimiento de hostilidad e incluso odio a los extraños que no son como nosotros. Así ocurre en las comunidades y en las culturas donde el sentimiento de pertenencia es exaltado y primordial, pues tales comunidades solo ven en el respeto, debidamente unido a la libertad individual como proclama política, un síntoma de descreimiento y debilidad. Un síntoma claro de decadencia que solo puede generar desprecio. Pero amar a la humanidad, a la nación o a la comunidad (por encima de otras consideraciones ideológicas algo más frías y racionales) es otra cosa distinta que el amor mismo. Desde el poder, demasiada veces excusas una y otra vez toleradas para proyectos utópicos de carácter totalitario; uno de los múltiples caminos por donde la política se pervierte por mor de los sentimientos que en ella se involucran. Sentimientos y política es el cóctel perfecto de la tragedia.
De modo que los nacionalismos, donde los propios nacionalistas dicen amar a los suyos efusivamente pero no necesariamente a la humanidad y que no escapan desde luego a la inercia xenófoba, resultan desde esta perspectiva elaboraciones ideológicas de aquellas actitudes primitivas muy presentes y quizá imprescindibles en el origen del ser humano.Ciertamente la actitud nacionalista es la heredera pseudoilustrada de factores que fueron decisivos a la hora de convertir al "último mono" en el "primer hombre", de modo que no hay que subestimar nunca su fuerza. No es fácil deshacerse del ruidoso motor que nos impulsó a salir de la órbita animal una vez que se consiguió (quizá sólo creemos haber conseguido), la inestable y sin duda imperfecta órbita civilizatoria. Si no andamos con cuidado ese motor molesto podría malograr el propio viaje en el cual estamos todos embarcados.
Un individuo altruista propenso a asumir riesgos vitales para beneficio de los otros no es, evidentemente, premiado por la evolución. El número de tales individuos descenderá progresivamente pues habrá un alto porcentaje de ellos que morirá joven y sin descendencia. No obstante, los grupos o tribus que tengan más miembros con actitudes altruistas, esto es, capaces de sacrificarse por sus parientes, serán premiados por la evolución. Evidentemente este grupo de parentesco tiene más posibilidades de sobrevivir, de expandirse y de aumentar su población. Una teoría explicativa del éxito de tales grupos con gran número de individuos valientes y generosos suele ser el gen egoísta. Que los padres den la vida por los hijos, por ejemplo, es una actitud altruista, pero un biólogo solo verá en ello la salvaguardia de la carga genética presente en los propios progenitores, es decir, un egoísmo “de grupo”.
El sentimiento moral más originarios dentro de este grupo premiado por la evolución es, efectivamente, el altruismo, como ya dijimos, pero también la reciprocidad. Sin embargo, tanto altruismo como reciprocidad están en proporción directa con la cercanía en el parentesco. Se es muy altruista con los parientes cercanos, menos con los lejanos y poco o nada altruista con las otras tribus. Igualmente se actúa con una reciprocidad a fondo perdido con los parientes muy cercanos, por ejemplo hijos o padres. Esto es, a veces los padres se sacrifican por los hijos, y quizá en dos o tres generaciones son los hijos los que se sacrifican por los padres. Pero la reciprocidad se vuelve más impaciente con los miembros de la tribu que no son parientes cercanos. Cuando un hombre y una mujer de distinto clan pero de la misma tribu se hacen regalos o se muestran generosos el uno con el otro con vistas matrimoniales, la respuesta correspondiente debe darse en un tiempo más corto que entre un hijo y un padre si es que se quiere evitar una nefasta confusión entre los futuros cónyuges y por ende entre los respectivos clanes. No obstante, se suele actuar con una reciprocidad preventiva o negativa cuando la relación es con otras tribus. Es decir, respetamos los contratos, que garantizan la reciprocidad, en la medida en la que estamos persuadidos de que es mejor hacerlo que no hacerlo. Si estamos persuadidos de que la otra tribu es significativamente más débil, simplemente se la saquea. Ejemplo paradigmático de tal cuestión es el comercio de mujeres con otras tribus o bien su secuestro. Y aquí nos encontramos con otro punto importante para explicar el proceso de hominización y humanización: la exogamia.
Estos comportamientos de moral cálida los encontramos también en otros mamíferos, sobre todo primates. Pero donde más patente se hacen es en los animales más gregarios: hormiga y abejas. Tanto en su aspecto positivo (altruismo) como el negativo (hostilidad al que no es del grupo).
De modo que los sentimientos morales cálidos, llamémoslos así, que parecen tener una base biológica y son relativamente bien explicados por mecanismos evolutivos y genéticos, tienen también su sombra: la hostilidad hacia los otros grupos (que no tienen nuestra carga genética). Los sentidos que originariamente nos permitirían la diferenciación y nos inclinarían hacia la segregación serían la vista, capaz de informarnos del aspecto del otro, pero sobre todo el olfato, muy ligado al reconocimiento hormonal de carácter filial o sexual.
Ahora bien, explicar la génesis de esta hostilidad hacia los otros, que no es más que el reverso del altruismo hacia los propios, no es, desde luego, justificación. A menudo la explicación se torna racionalización. Y pasamos cómodamente de explicar a justificar con un baño intelectual nuestras inclinaciones individuales o grupales más básicas cayendo una y otra vez en la insidiosa falacia naturalista. También la venganza puede tener una base instintiva comprensible, sin embargo la civilización lucha por implantar un constructo ideológico al que llama justicia. Algo meritorio, desde luego.
De modo que paliar esta tendencia xenófoba presente en los grupos humanos pasa ineludiblemente por enfriar un poco los sentimientos morales. Una moral algo más fría, basada en el respeto (y no tanto en el amor altruista), que pretenda una igualdad ante la ley de todos los individuos (sin considerar sexo, raza o condición) es desde luego algo meritorio y civilizado. Pero esto será siempre un esfuerzo intelectual contracorriente con la situación originaria. E incluso contracorriente con gran parte de nuestra tradición ilustrada y utopista.
Visto así, la tarea se torna heroica. Aún hoy la moral cálida es lo más públicamente alabado, tanto en su alabanza explícita al altruismo como en la efusiva crítica y mala prensa de su contrario: el egoísmo, olvidándonos demasiadas veces que desde un punto de vista biológico entre altruismo y egoísmo no hay una diferencia esencial y que además hay cosas más terribles que el egoísmo en sentido estricto, como son la crueldad o la injusticia. Nos olvidamos de todo ello, decíamos, quizá por ese prejuicio cristiano y hasta kantiano que a todos nos habita. No obstante deberíamos recordarnos algunas cuestiones de orden antropológico que no convine subestimar. No se puede amar cálidamente a toda la humanidad. Salvo, quizá, el santo en comunión mística con Dios. Y cuando un político lo proclama, evidenciando así su impostura, sin duda nos acerca un poco más al infierno. Pues cuando la ética cálida se exalta y se convierte insensiblemente es mandato político es para estigmatizar a aquellos que son “malvados” o “enemigos” y que sería bueno aniquilar ¡Cuánto mejor resulta el político sensato que proclama que todos merecen respeto y reconocimiento en su dignidad sin la necesidad de estas efusivas proclamas amorosas! El amor hacia el otro es siempre el amor a los próximos y cercanos, el amor a los nuestros. Y cuanto más cálido es este sentimiento más cálido es también el sentimiento de hostilidad e incluso odio a los extraños que no son como nosotros. Así ocurre en las comunidades y en las culturas donde el sentimiento de pertenencia es exaltado y primordial, pues tales comunidades solo ven en el respeto, debidamente unido a la libertad individual como proclama política, un síntoma de descreimiento y debilidad. Un síntoma claro de decadencia que solo puede generar desprecio. Pero amar a la humanidad, a la nación o a la comunidad (por encima de otras consideraciones ideológicas algo más frías y racionales) es otra cosa distinta que el amor mismo. Desde el poder, demasiada veces excusas una y otra vez toleradas para proyectos utópicos de carácter totalitario; uno de los múltiples caminos por donde la política se pervierte por mor de los sentimientos que en ella se involucran. Sentimientos y política es el cóctel perfecto de la tragedia.
De modo que los nacionalismos, donde los propios nacionalistas dicen amar a los suyos efusivamente pero no necesariamente a la humanidad y que no escapan desde luego a la inercia xenófoba, resultan desde esta perspectiva elaboraciones ideológicas de aquellas actitudes primitivas muy presentes y quizá imprescindibles en el origen del ser humano.Ciertamente la actitud nacionalista es la heredera pseudoilustrada de factores que fueron decisivos a la hora de convertir al "último mono" en el "primer hombre", de modo que no hay que subestimar nunca su fuerza. No es fácil deshacerse del ruidoso motor que nos impulsó a salir de la órbita animal una vez que se consiguió (quizá sólo creemos haber conseguido), la inestable y sin duda imperfecta órbita civilizatoria. Si no andamos con cuidado ese motor molesto podría malograr el propio viaje en el cual estamos todos embarcados.
Jesús Palomar Vozmediano.