domingo, febrero 13, 2011

LA GARROTA DE LA RAZÓN


«Una neurosis obsesiva es una religión deformada
 y una paranoia, un sistema filosófico deformado»
Tótem y tabú. Sigmund Freud.


Los seres crepusculares, limítrofes entre dos mundos irreconciliables, son siempre monstruosos, capaces, como Cuasimodo, de conmovernos por su infinita vulnerabilidad y de asustarnos por sus imprevisibles y excesivas potencias. El temible monstruo suele ser también el pobre monstruo susceptible de tornarnos compasivos. Cuasimodo se ve a sí mismo como un hombre y la Humanidad insiste en considerarlo un horrible animal. La encrucijada de su destino anticipa su tragedia. El origen del monstruo no está en los planos previos (las esencias), sino en los ladrillos de la construcción (causa material) o en el instrumento que lo construye (causa eficiente): así razona Aristóteles. Es decir, la naturaleza tiene las formas-fines preestablecidos y cuando estos no se realizan es por una deficiencia en los medios que llevan a cabo la construcción. El monstruo es un accidente, un mero error de cálculo. La inocente criatura pagará las consecuencias con su existencia trágica e inadaptada durante el resto de su vida. Su permanente quiero y no puedo evidencia así la fatalidad de su carácter enfermizo. Porque el monstruo, precisamente por ser un error, es substancialmente un enfermo.



Es Nietzsche el primero que pone sobre la mesa la naturaleza monstruosa, errática y enfermiza del hombre y será Freud quien, posteriormente, explicitará los esquemas patológicos bajo los que se deberá considerar ahora la vida humana. Lo que define al hombre es el conflicto mental. La paz, la serenidad de ánimo, es mera excepción o reposo para la próxima batalla. Entre el neurótico y el que no lo es no hay diferencias cualitativas. La realidad humana es doliente per se y sólo varía el grado y la constancia en cada uno de los individuos. Si cultura y humanidad son inseparables, si la cultura es necesariamente represiva y la represión es causa de dolor y enfermedad, ¿cómo eliminar el dolor sin aniquilar al hombre? Por muy noble que sea la empresa no deja de parecernos ingenua. El propósito de Freud, más realista, será tan sólo paliarlo en lo posible. El malestar en la cultura es, desgraciadamente, inevitable.


¿Definitivamente es el hombre un animal enfermo?¿Es la inteligencia un síntoma? La inteligencia es una especie de paraguas protector y es evidente que no tener este paraguas limita muchas posibilidades. No obstante, ¿qué necesidad tiene de tener paraguas quien vive en un lugar donde nunca llueve? Algunos instrumentos sólo son una ventaja si existen los inconvenientes que vienen a subsanar. El animal no tiene paraguas ni falta que le hace. Precisamente porque la vida humana tiene esos inconvenientes el hombre, inadaptado y eternamente insatisfecho, cuenta con el paraguas de la inteligencia. ¿Es entonces la inteligencia un don? Es un paraguas, y un paraguas se parece a una garrota, demasiado rústico para ser un don. Llegados a este punto de humanidad mejor tener inteligencia que prescindir de ella. Asumida la cojera alegrémonos al menos de tener muleta. Los animales no son más sanos porque no la tienen sino porque no la necesitan, y si el hombre es un animal enfermo no es porque la tiene sino porque la necesita. 


Cuando el hombre se encuentra a solas, reflexivo, atendiendo a sus palabras, el mundo aparece como un puzzle de significados que hay que descifrar, descubrir o ensamblar. La inadaptación se experimenta entonces como una expulsión del paraíso. El hombre, inquilino del mundo, se da cuenta de que no pertenece a él de la misma forma que lo hace el árbol o la piedra. Tras la última comida de la jornada, al calor del fuego y mirando a las estrellas, surge el primer atisbo de dolor no físico; la carencia de sentido: ¿qué hago yo, una pieza redonda en un puzzle de piezas cuadradas?, ¿y todo esto, y yo, y el jabalí que me comí, y el mundo; para qué? Y todo dolor se revela como una sombra del verdadero dolor: ¿por qué murió mi amigo?, ¿dónde están los muertos? Aquella predisposición al miedo que yace en nuestro arcaico sistema límbico se desarrolla ahora de manera incontrolada. No sólo sentimos miedo ante una situación de peligro real, como los demás mamíferos, sino que podemos sentir un miedo más profundo y múltiples variantes desconocidas muy probablemente para nuestros parientes evolutivos. El miedo propiamente humano, el miedo al miedo, se suele denominar angustia o más precisamente ansiedad.


La naturaleza humana es desde luego eficaz evolutivamente hablando; pero en gran medida dolorosa. Schopenhauer identifica dolor con vida desde un pesimismo metafísico poco consolador; Kierkegaard prefiere hablar de angustia vital y Sartre nos recuerda la náusea. ¿Qué hacer entonces Doctor Freud?


Muchas personas ante una situación angustiosa, una riña familiar o un disgusto con algún amigo, lavan los platos, arreglan su transistor o limpian meticulosamente el motor de su automóvil. Pero otras se quedan como bloqueadas y aparentemente tranquilas y mudas, diríamos un poco catatónicas. Cuando está presente la angustia o bien hacemos algo para evitar el pensamiento o bien no hacemos nada, como impasibles budas. No obstante, el ser humano es el único animal que aun sin hacer nada al menos piensa, aunque a veces sean sólo estupideces.


El alma se duele cuando no entiende. La conciencia aparece en forma de pregunta porque duele. La pregunta es ya un quejido. ¿Pero qué ocurre si la comprensión se resiste? Sin duda tendremos que hacer algo, que es una forma muy sutil de dejar de pensar algo. Nos aferramos entonces a la acción reiterada. La compulsión es una forma de huir de la angustia huyendo también del pensamiento. En San Manuel Bueno, mártir Unamuno nos relata cómo el cura que perdió la fe pretendía paliar su angustia existencial persignándose con agua bendita. Siempre es un consuelo saber que si nos falla la comprensión racional nos quedará al menos, como a Manuel, la compulsión tranquilizadora. Las religiones, los ritos y los dogmas son fármacos homologados de venta en farmacias. Sus cualidades curativas, como las de la aspirina, están avaladas por la tradición. Son, tal vez, la más originaria medicina. Las respuestas que la propia razón crea o descubre en su actividad intelectual pretenden ser la terapia alternativa.


El consuelo a nuestra condición aparece entonces en forma de dilema: compulsión o paranoia. La disyuntiva no deja de recordarme al chantaje que el viejo maestro de pueblo propone a sus escolares díscolos: ¡palo o capón! Hay libertades que no dejan de ser una broma.

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