sábado, enero 07, 2017

CONSTITUCIÓN, DERECHOS SOCIALES Y OTRAS COSAS


El llamado Estado social que ha mejorado la existencia de muchos seres humanos es algo asumido y celebrado por casi todos. Y se manifiesta como bien intencionados principios en prácticamente todas las constituciones modernas. Pero es pertinente resaltar que los llamados derechos sociales son esencialmente diferentes a los derechos civiles y políticos. Hasta tal punto que incluso podríamos cuestionar que si son derechos en sentido estrictamente jurídico los primeros quizá no deberíamos llamar derechos a los segundos. Los derechos civiles y políticos son fundamentales. Y no es esta un declaración retórica para resaltar su importancia. Son fundamentales porque fundan. Y lo que fundan es la Constitución que inaugura una nueva era política en Occidente centrada en la dignidad del ser humano y el respeto a sus libertades. Al ser previos a toda estructura política los revolucionarios franceses y americanos exigían su reconocimiento al Estado, no su creación. Así pues, los derechos fundamentales son una defensa ante los posibles excesos del Estado. Exceso constatado por las precedentes monarquías absolutas. Los derechos fundamentales pueden ser reclamados individualmente al Estado, y este, en justa correspondencia, resolver la demanda. ¿Ocurre lo mismo con los derechos sociales? Si la reclamación es individual ya no es social y si el Estado no puede resolver la demanda, tampoco en puridad es derecho. Esto es lo que sucede por ejemplo cuando un ciudadano desempleado exige que se cumpla su derecho a un trabajo y el Estado no lo resuelve adecuadamente. Quizá por esta razón Carl Schmitt señalaba que los derechos sociales pueden estar o no en la Constitución, pero no son Constitución.
Más allá de los servicios que el Estado ofrece para evitar una vida miserable y procurar mayores cuotas de bienestar social para todos, hoy el afán de constitucionalizar derechos que rebasan el ámbito de los derechos fundamentales e incluso de los básicos servicios sociales responde a la extendida estrategia de hacer política a través de un lenguaje jurídico. Y de hecho la mayor declaración política que se puede hacer en la actualidad es trasformar cualquier proclama ideológica en derecho. La declaración es apoteósica si exigimos incluir este derecho en la Constitución. Proclamar que hay un mundo mejor al que podemos aspirar, un mundo de amistad, solidaridad y amor suena demasiado poético y poco movilizador. Pero si gritamos en un mitin que tenemos derecho a la amistad, a la solidaridad y al amor, el mensaje se torna más rotundo. No digamos si exigimos que tales derechos se incluyan en la Carta Magna, único objeto cuasi sagrado en la secularizada sociedad moderna. Casi todos admitimos hoy que el Estado debe ofrecernos algunos servicios: infraestructuras, ayuda a los necesitados, educación y sanidad dignas para todos, por ejemplo. Y asumimos que para este fin el Estado merme nuestra hacienda. Pero también deberíamos ser conscientes de que una vez admitida esta donación del Estado, el Estado puede intentar donarnos maternal y generosamente otras muchas cosas quizá no tan claramente beneficiosas. Seguro que siempre lo hará retóricamente por nuestro bien, aunque no siempre con nuestro permiso. Y estas otras cosas aparecerán siempre en el lenguaje político como derechos sociales. Y aquí es donde los derechos fundamentales se revelan como esencialmente diferentes. Los primeros son nuestros instrumentos para defendernos de los excesos del Estado. Los segundos, exclusivos derechos del Estado que buscan justificar sus excesos.
       ¿Cuáles son esas otras cosas? En realidad todos los derechos que no son los políticos y civiles se introducen en la legislación por la puerta de los llamados derechos sociales, tanto si son servicios sociales como si no lo son. Incluido el ecologismo mal entendido. Que admitamos que es un derecho social el disfrutar de parques y bosques no debería implicar que una planta tenga derechos, obviamente. No es hipérbole. A este respecto Dave Foreman, cofundador de Earth First!, llegó a decir: "La Tierra tiene cáncer, y ese cáncer es el hombre".Mutatis mutandis con los movimientos animalistas extremos. Se pasará, sin solución de continuidad, de asumir que no debemos maltratar a los animales a considerar asesino al conductor que atropella una ardilla que se cruza inesperadamente en la calzada. Derechos vegetales y animales, ¿por qué no constitucionalizarlos? Por este camino tendremos un libro al que llamaremos constitución que en el mejor de los casos describirá una bonita utopía. En el peor, un pesadillesco galimatías atiborrado de proclamas ideológicas oscuro y tenebroso como la niebla. Complejidad y laberinto que solo puede beneficiar a los tiranos dispuestos a hacer ley de su voluntad. En cualquier caso, no tendríamos Constitución alguna. Nuestro utópico o laberíntico libro daría paso así a un Estado omnímodo con licencia para intervenir en todos nuestros asuntos con el bien social, ambiental o ecológico como excusa. Es decir, un Estado metomentodo empeñado en crear al hombre nuevo con sofisticadas técnicas de ingeniería social: ¿la forma amable de un estado totalitario? Probablemente. Jouvenel apuntaba a un Estado Minotauro, poderosa máquina de legislar que se cuela en todos los rincones de la sociedad. Pensado para la seguridad, se convierte así en la causa de la intranquilidad y, como el Minotauro mítico, exige vorazmente constantes sacrificios. Sacrificio de vidas humanas en la guerra y de libertades en la paz. Totalitarismo en nombre del bien, de lo políticamente correcto y de la opinión de moda. Este es el camino emprendido por la llamada ideología de género asumida cada vez más por el Estado, por poner un ejemplo lo suficientemente esclarecedor. En virtud de esta ideología el deseo subjetivo se convierte en fuente de derecho, pues el deseo de ser hombre o mujer prevalece sobre cualquier otro criterio de demarcación dado por la ciencia, la costumbre, la tradición o la mera evidencia empírica. ¿Tengo derecho a ser reconocido y tratado por la administración como Napoleón porque me siento Napoleón? En otros tiempos esto se llamaba locura, hoy es la normalidad. Asimismo la presunción de inocencia de todo ciudadano ante la ley, pilar básico de todo Estado de Derecho, se vulnera en el caso de un varón en relación con su pareja femenina. Y el hombre tendrá la penosa tarea de demostrar su inocencia ante la acusación de la mujer que se considere maltratada. Aunque quien tendrá que demostrar su inocencia será en realidad su abogado, pues el hombre, esté o no fundada la acusación, dormirá una o dos noches en el calabozo hasta que se resuelva la cuestión. Aunque tales leyes no hayan llegado a la Constitución, sorprendentemente operan de facto en la sociedad a pesar de su explícita inconstitucionalidad y, tal como están las cosas, no es disparatado que se incluyan en una futura reforma constitucional, siquiera para evitar esta incoherencia.  Su puerta de estrada será sin duda los derechos sociales. Aun siendo grave el predominio de la ideología de género, lo es más el precedente legal de retornar al derecho penal de autor. Esto es, juzgar por lo que somos y no por lo que hacemos. Si la estadística, en muchas ocasiones sesgada y amplificada por los medios de comunicación, asigna mecánicamente culpabilidad a colectivos sociales, ¿en un futuro no muy lejano tendrá un gitano que demostrar su inocencia ante la acusación de un robo cualquiera?, ¿tendrá que demostrar que no es culpable un colombiano acusado de tráfico de drogas? Atendiendo a los datos de criminalidad en Nueva York, ¿deberán demostrar los negros que no son asesinos? Aviso para navegantes: una Constitución que menosprecie la libertad, la presunción de inocencia y el control del poder estatal (aunque sea con las mejores intenciones), no es Constitución.

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