viernes, julio 24, 2015

LEGITIMIDAD, LEGALIDAD Y JUSTICIA



En la guerra de Irak del ya lejano 2003 se puso de moda una tríada crítica que pretendía descalificarla de forma absoluta: la guerra es ilegítima, ilegal e injusta. Junto con el lacónico no a la guerra, los tres términos actuaban como redundancias retóricas que pretendían subrayar que dicha guerra era inadmisible. Una y mil veces repetidas se convirtieron en eslogan que nadie se preocupaba de razonar con un poco de fundamento. Desde entonces he escuchado no pocas veces las tres palabras seguidas para descalificar una acción derivada de una decisión política. No obstante, cuando en política se utilizan meras palabras inconexas a modo de consigna se suele buscar la adhesión incondicional y la afectación del que las escucha más que la comunicación o el juicio. Mi intención no es ahora hablar de la guerra de Irak sino esclarecer, al menos someramente, los tres términos citados para abundar en el concepto y restar al lenguaje político cotidiano algo de su intención emocional. La descalificación exaltada equivale siempre a un mero desahogo sentimental, pero en política conviene siempre la argumentación. En estos asuntos las palabras nos deben hacer entender o al menos pensar, y no tanto sentir.



La legalidad se predica fundamentalmente de las acciones. Son legales si son conformes a la ley vigente e ilegales si están en contra. La ley es un precepto que se debe cumplir. Se diferencia de la norma moral en que el incumplimiento de la ley conlleva una sanción externa, mientras que en el ámbito moral solo existe una sanción interna en forma de culpa o vergüenza. La ley, también llamada ley política o ley positiva, se acompaña siempre de un poder con la fuerza necesaria para obligar a cumplirla. En nuestro mundo actual ese poder es identificado con el Estado. Las leyes de la ONU o sus ocasionales resoluciones, no son propiamente leyes, pues sin estado no hay tampoco verdadero poder sancionador. De todos es sabido que las sanciones de la ONU se cumplen o no dependiendo del equilibrio de fuerzas internacionales y no debido al incumplimiento de la ley en sentido estricto. Las llamamos leyes, pero son más bien una declaración de principios con pretensión de moralidad universal. Afirmar que una acción es legal, y acentuar especialmente esta cualidad sin apelar a otras (su justicia o la legitimidad de la ley a la que se pliega, por ejemplo), no dice nada sobre lo conveniente o no de la acción. Hitler o Stalin tenían su propia legalidad. Una ley puede ser justa o injusta y también legítima o ilegítima. La justicia y la legitimidad de la ley es lo que da valor a la ley y nos obliga a cumplirla más allá de la coacción del estado.

Lo legítimo se predica de la ley, el poder o el gobernante. Y solo equívocamente se predica de las acciones. Las leyes de un Estado, el régimen político y sus gobernantes son o no son legítimos. En principio son legítimos si por amplio consenso la población los acepta. En tal caso las leyes seguirían funcionando moderadamente bien sin necesidad de coacción externa. Ciertamente esto es difícil de constatar. El pueblo puede obedecer por miedo y el gobernante puede insistir en que obedece voluntariamente. Por eso los políticos modernos, y no solo los democráticos, tienden a buscar un procedimiento más objetivo para su legitimación. Recurren a menudo a consultas populares o plebiscitos.

Pero, ¿cuáles son los medios más habituales de legitimación para llegar a este presunto consenso? Max Weber señala tres que suelen ser asumidos por la sociología moderna. El primero es la tradición. Por ella se legitimaban las monarquías europeas del pasado. En el caso de las monarquías se suele utilizar la expresión legitimidad dinástica. El filósofo Jonh Locke dedicó su  Primer tratado de gobierno civil a desmontar la idea de que el origen de los reyes se derivaba de una remota cesión divina y que los poderosos aristócratas eran herederos de Adán. Lo que viene a constatar que tal legitimidad era ciertamente asumida por gran parte de la población. Recordemos que en el origen de la Revolución francesa ni siquiera el incorruptible Robespierre cuestionaba la legitimidad del rey. Los representantes del Tercer Estado pedían, sobre todo, que en el legislativo no se votase por estamentos, sino por cabeza. Pero el rey seguía siendo el jefe indiscutido del ejecutivo y se arrogaba no pocos privilegios. Lo mismo ocurría en Cádiz de 1812. Las cortes elaboran una constitución, pero la legitimidad de Fernando Vll no era cuestionada. Y no lo era, entre otras razones, porque por amplio consenso la mayoría de la población aceptaba su reinado, como más tarde se constató con la infame exclamación popular de vivan las caenas. El conflicto dinástico estaba tan involucrado con el pueblo que tras la muerte de Fernando Vll provocó la guerra carlista entre los partidarios de Carlos y los de Isabel, hermano e hija del rey respectivamente. El carisma es otra forma de legitimación. A menudo un líder o un caudillo, que para la mayoría resulta un hombre excepcional, es aceptado para dirigir los destinos de su país. Julio Cesar o Napoleón tenían, sobre todo, esta legitimidad. La tercera legitimidad se la suele llamar racional y pretende ser más objetiva. Esto es, pretende derivar de un respeto a los procedimientos de participación ciudadana. En cierto sentido podemos asimilarla a la legitimidad democrática. Tras argumentos y debates el pueblo o sus representantes elaboran una constitución y el poder se constituye. En algunos países, tras ser aprobada por referéndum, la constitución adquiere legitimidad democrática. Los políticos, que serán elegidos periódicamente por la ciudadanía, adquieren así legitimidad.

Lo justo se predica fundamentalmente de la ley. Y, por extensión, de las acciones y del poder. Las leyes, las acciones humanas o el poder político pueden ser justos o injustos. ¿Cuándo son justas las leyes? Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles, nos habla de cierta ley natural que rige a los seres naturales: la naturaleza. El perro, el gato y el abeto tienen su propia naturaleza. Y también el hombre. Dentro de la naturaleza del hombre encontramos las normas morales. Una naturaleza peculiar: a diferencia de animales y plantas, el hombre puede cumplirla o no ya que está dotado de voluntad y libre albedrío. Esta moral natural, que para Tomás es objetiva, racional, universal y proviene de Dios; será el paradigma para saber si la ley política en cuestión es justa. Si se aleja de la norma moral, la ley es injusta. Posteriormente el jurista holandés del siglo XVll Hugo Grocio abunda en este planteamiento escolástico denominando iusnaturalismo a esta justificación de la ley. Aunque presumiblemente hay pocos ciudadanos que crean hoy al cien por cien en la moral que predicó Tomás de Aquino o el propio Grocio, la mayoría seguimos siendo iusnaturalistas. Cuando protestamos con enfado por lo inconveniente de una ley y decimos que esa ley es injusta, estamos apelando, sepámoslo o no, a una norma moral que reconocemos en nuestro interior (una moral natural) y que se aleja escandalosamente de la ley política en cuestión. Por ende, tenemos una gran inclinación a pensar que esa moralidad interior es universal, como decía Tomás. No obstante, puede ocurrir que alguien no solo niegue la universalidad de la moral de Tomás de Aquino, sino la existencia de cualquier moral universal. En este caso, o bien el concepto de justicia es eliminado a favor de la mera legalidad; o bien legalidad y justicia pasan a ser considerados sinónimos. Identificar legalidad con justicia se conoce como iuspositivismo. El padre del iuspositivismo moderno es el pensador austriaco del siglo pasado Hans Kelser. Una ley es justa por el mero hecho de ser ley. Y por ser ley, y por ende justa, se debe cumplir. El iuspositivismo tuvo su peor versión en el Tercer Reich, donde Hitler se convirtió, sin más, en fuente de derecho.

De modo que decir que una acción es ilegítima es no decir nada. A no ser que entendamos ilegítimo como sinónimo de injusto, que es lo que solemos hacer en el lenguaje cotidiano, aunque nunca en la ciencia política. Si queremos ser más precisos y decimos que lo que es ilegítimo es la ley, utilizamos bien el lenguaje, pero no estamos dando mucha información si no concretamos el tipo de legitimidad a la que nos referimos. A saber: tradicional, carismática o democrática. La ley sálica, por ejemplo, puede tener legitimidad tradicional pero dudosa legitimidad democrática.

Afirmar que una acción es ilegal tampoco nos da mucha información ni supone, en sí mismo, una significativa valoración. En la Alemania nazi era legal la discriminación racial y en muchos países islámicos es legal la discriminación de la mujer. Ante la expresión esa acción es ilegal, deberían seguir siempre las preguntas: ¿para qué estado?,¿tiene ese estado legitimidad?, ¿de qué tipo?, ¿asumiría yo como ciudadano esa legitimidad?

Señalar que una ley es injusta, aunque sea con una exaltada exclamación, tampoco dice gran cosa. Solo que no coincide con mi moral. Si bien tendemos a creer que existe una moral de validez universal, es obvio que la moralidad de cada uno de los ciudadanos no es exactamente la misma. Aunque cabe suponer que coincide a grandes rasgos (lo inconveniente de asesinar o robar no suele ser objeto de polémica), varía a veces en cuestiones importantes. Para muchos la ley que permite el aborto es injusta y para otros no. ¿Quizá uno de los dos está equivocado? Lo mismo ocurre con el matrimonio homosexual o las corridas de toros, por poner dos ejemplos más de sobrada actualidad. Aquí vuelve a tener importancia la idea de legitimidad. La moral, que tiene siempre vocación universal, suele ser difusa y no del todo coicidente en todos. La ley, más concreta y de obligado cumplimiento, garantiza así la convivencia. Si admitimos el procedimiento por el que se llega a la ley (su lergitimidad), asumimos con ello su cumplimiento y el compromiso de respetarla aunque ésta nos resulte injusta. En las sociedades abiertas el ciudadano disconforme con la ley, por medios pacíficos y a la vez legítimos, intentará hacer lo posible para cambiarla.

Las palabras nos hipnotizan y nos emocionan en poesía. Pero el discurso político es más bien prosa que requiere de nosotros tranquila reflexión. Si el eslogan, el ripio o el ingenioso juego de palabras nos seduce haríamos bien en atarnos al mástil de la razón, como Odiseo, para no sucumbir a los cantos de sirena.