sábado, diciembre 23, 2006

GEMELOS INVERTIDOS (o de falsas diferencias)



La relación entre los gemelos invertidos es siempre peculiar. Islámicos y cristianos, por ejemplo. En la medida en que son semejantes abrigan, cada uno, la esperanza de la conversión del otro. En la medida en que son diferentes, se odian sin paliativos. En cualquier caso, la mutua aversión es más metódica que real, pues ambos se necesitan para afirmar su propia realidad. Como la luz necesita de la sombra o el calor del frío. El auténtico enemigo de ambos es el ateo, que desbarata todo anhelo de conversión e imposibilita el juego reglado de las falsas identidades religiosas, pues juega a otra cosa.
En el siglo XIX, y más aún en el XX, la relación entre marxistas y nacionalistas es también la propia de los gemelos invertidos. Como imagen especular el uno del otro se reconocen iguales, pero con distinto signo. Lo mismo que les ocurre a los miembros de distintas religiones. Siguiendo la analogía diremos que el verdadero enemigo de marxistas no es el nacionalista, ni viceversa. La enemistad que se profesan es más metódica que real, pues les permite tensar el arco de Heráclito y mantener viva la llama de sus respectivas identidades. Y tales identidades surgen más como una necesidad psicológica de los miembros de ambas ideologías (la necesidad humana de pertenecer a un grupo y ser aceptado por él), que de una vocación política, religiosa o altruista de cambiar el mundo. De ahí la facilidad con la que vienen a caer unos y otros en ademanes, modos o gestos que se reconocen de uno u otro bando sin necesidad de exponer argumento alguno. A la manera de los hinchas de fútbol, sosegados y exentos de dudas psicológicas sobre su identidad mientras se regodean en los colores, himnos y consignas de sus propios equipos. El verdadero enemigo de marxistas y nacionalistas es el liberal, que viene a ser el agnóstico de las grandes palabras: Humanidad, Estado…
Ilustrados y románticos; marxistas y nacionalistas, nacen y se desarrollan en imbricada dependencia mutua. Ilustrados franceses primero, que alaban a la Razón, y románticos alemanes después, que adoran el Espíritu. ¿Será fortuito que Francia fuese una nación estructurada y brillante intelectualmente y vencedora en las guerras napoleónicas en toda Europa y que Alemania fuese una nación atrasada, rota en decenas de principados y humillada por Francia en esa misma guerra? Quizá sería un juicio aventurado afirmar que el Romanticismo surge de tal acontecimiento. Y, sin embargo, desde la clínica psiquiátrica sabemos que ante un antagonista expansivo y poderoso casi siempre deviene el recogimiento resentido en la propia interioridad como defensa.
¿Qué decir de los fascismos de corte nacionalista del siglo XX? ¿Será casualidad que el nazismo se desarrolle tras la Revolución soviética de 1917, cuando la honda expansiva de esta revolución recorría Europa como un espectro? Nazis y fascistas se declaran, previamente, anticomunistas. Y, claro, también los comunistas se declaran, defensivamente, antifascistas. Y, sin embargo, el mismo Hitler llegó a decir: «No soy únicamente el vencedor del marxismo… soy su realizador». Y es sabido también que aprendió los planteamientos organizativos y propagandísticos de los partidos comunistas, a los que admiraba por su capacidad de movilización de masas: «Lo que me ha interesado e instruido entre los marxistas son sus métodos. Siempre he tomado en serio lo que habían imaginado tímidamente esas mentes de tenderos y mecanógrafas. Todo el nacionalsocialismo está contenido en él. Fíjese bien: las sociedades obreras de gimnasia, las células de empresa, los desfiles masivos, los folletos de propaganda redactados especialmente para la comprensión de las masas: todos esos métodos nuevos de lucha política fueron inventados casi enteramente por los marxistas. No he necesitado más que apropiármelos y desarrollarlos para procurarme el instrumento que necesitábamos…». Asimismo el ideólogo conservador Moeller Van der Bruck, dice: «Socialismo significa el ensamblamiento del individuo en la comunidad. Por eso es el nacionalsocialismo la forma alemana del socialismo, pues cada pueblo tiene su propio socialismo» El mismo Van der Bruck, admirador del tradicional espíritu organicista y militarista prusiano, no deja de ver en el comunismo de Lenin una especie de socialismo a la soviética muy afín al Volksgeist alemán. De ahí la distinción que hace Van der Bruck entre Marx y los bolcheviques, detestando al primero y mostrando cierta debilidad por los segundos. El propio Hitler confirmará este planteamiento: «No es Alemania la que se volverá bolchevique, sino el bolchevismo el que se transformará en una especie de nacionalsocialismo. Además, hay más nexos que nos unen al bolchevismo que elementos que nos separan de él. Hay, por encima de todo, un verdadero sentimiento revolucionario, vivo por doquier en Rusia, salvo donde hay judíos marxistas. Siempre he sabido darle lugar a cada cosa y siempre he ordenado que los antiguos comunistas sean admitidos sin demora en el partido. El pequeño burgués socialista y el jefe sindical nunca serán nacionalsocialistas, pero sí el militante comunista». Bajo términos diferentes: Nazismo y bolchevismo, se escondían pues praxis semejantes: nacionalsocialista o socialnacionalista. Tanto da. Es sabido que siendo coherente con este planteamiento el nacionalsocialismo se nutrió de muchos socialistas y comunistas desencantados. Tanto es así que en los años treinta los nazis eran conocidos popularmente como los bistec, porque eran negros por fuera y rojos por dentro. Intelectuales como Werner Sombart, el famoso sociólogo y economista alemán, ideólogo destacado del Tercer Reich, fue socialista en sus inicios, aunque siempre fue antiliberal. Políticos como Mussolini en Italia, Quisling en Noruega y Laval en Francia, todos ellos representantes del fascismo en sus respectivos países, fueron destacados dirigentes socialistas. Y es de sobra sabido que el fascismo inglés surgió como una escisión del partido laborista.

Así, pues, mientras que nazis y bolcheviques eran explícitos enemigos e implícitos cómplices, los socialistas o comunistas no bolcheviques y los socialdemócratas eran, junto con los liberales, los verdaderos enemigos de ambos. Los nazis los consideraban bolcheviques, pero sin la cobertura de la complicidad que mantenían con los bolcheviques de verdad; los bolqueviques los denominaban literalmente socialfascistas, y procuraron siempre su aniquilación o desmantelamiento. Para unos y otros los comunistas no bolcheviques y los socialdemócratas no eran más que representantes de la burguesía, la democracia, el parlamentarismo y el liberalismo, explícitos enemigos comunes y, por ende, los verdaderos enemigos. Bolcheviques y nazis, de un modo declarado u oculto, constituían Kultur frente a la decadente Zivilisatio de todo aquello que se les oponía.

Jesús Palomar Vozmediano

martes, diciembre 05, 2006

DERECHOS COLECTIVOS O INDIVIDUALES (O del conflicto entre derechos)


Existe una especie de artículo, escrito extrañamente en el imaginario colectivo de lo políticamente correcto, en torno a los Derechos Humanos y a las culturas de los pueblos: «Se deben respetar los Derechos Humanos. Pero se deberán tener en cuenta las culturas de los pueblos».
Si atendemos a la primera y contundente frase es evidente que no sólo las costumbres propias de las culturas, sino cualquier hábito individual o extravagante moda debe ser respetada sí no atenta contra los Derechos Humanos. ¿Por qué entonces el segundo enunciado? ¿Frase inútil? Las frases inútiles (mera retórica dicen algunos), suelen tener una utilidad insospechada. Es cosa sabida. Se cuelan en el lenguaje coloquial encabezadas con «peros» o «sinembargos», y actúan como trampas que pretenden mermar el significado esencial de la frase principal, amén de otras perversiones: «Picasso es un artista genial, pero…», «Sinatra cantaba muy bien, pero…», etc. Shakespeare exprimió al máximo esta trampa del lenguaje en su obra Julio Cesar. ¿Recuerdan el discurso de Marco Antonio?: «Bruto es un hombre honrado, sin embargo…»


Lo cierto es que quien propone sólo el primer enunciado, asumiendo que el segundo y tantos otros están implícitamente contenidos en él, es tachado de anticulturalista, como si tuviese un afán patológico por eliminar las peculiaridades y diversidades humanas. Consideración a todas luces injusta. Pues por la misma razón deberíamos acusarle de ir contra la diversidad en el vestir por no enunciar tras su defensa de los Derechos Humanos la frase pertinente: «Pero se deberá tener en cuenta el fenómeno social de la moda». En fin. Las palabras no son inocentes. Y si analizamos debidamente el debate político en cuestión descubriremos significados más profundos.

Suele ocurrir. El que acusa de ir en contra de las culturas de los pueblos a aquél que considera prescindible la enunciación de su defensa, es muy a menudo defensor de las culturas de los pueblos en detrimento de los Derechos Humanos. Evidentemente, tal ciudadano negará la conclusión de este análisis. Sobre todo si se lo preguntamos en una conversación relajada. Negación. Elemental mecanismo de defensa del yo suficientemente estudiado por Anna Freud. Y, sin embargo, vemos muy frecuentemente como los llamados defensores de las culturas de los pueblos toleran, sin demasiada estridencia, el trato vejatorio que recibe la mujer o la evidente falta de libertad de expresión en la mayoría de los países islámicos. Amén de ciertos excesos nacionalistas. Toleran con su conducta, sí, por más que denuncien verbalmente el velo islámico, el fundamentalismo religioso o los atentados terroristas que se llevan a cabo en nombre de una patria paranoicamente autoproclamada oprimida. El caso es que siempre hay una manifestación más importante a la que acudir, una declaración más urgente que hacer, una injusticia más flagrante a la que atender. No se molesten pues en preguntarles en conversaciones de salón. Sus respuestas son previsibles. Atrévanse a ir más allá. Observen sus acciones. Tomen nota de los matices de sus medidos discursos. Comprobarán entonces que el culturalismo se superpone a la defensa de los Derechos Humanos siquiera inconscientemente, como un tremendo lapsus o acto fallido que aflora demasiadas veces en el discurso y en la praxis política de los autoproclamados paladines de «las culturas de los pueblos»
Jesús Palomar Vozmediano

jueves, octubre 19, 2006

DE LOCOS (o del dolor)


Tras la muerte de lo absoluto, ¿qué es lo normal, lo correcto, lo bueno, la salud? La ciencia, que pretende ser una nueva religión, lanza a sus monjes a las misiones. Psiquiatras y psicólogos intentan consolarnos y hasta redimirnos. Si el niño no come o María llora a menudo sin saber por qué, ¡al psicólogo! En la Edad Media el cura curaba, pero en el siglo XX I el psicólogo lo único que puede hacer y, aun con trabajo, es psicologear. Ni la curación del cura ni el psicologeo del psicólogo sanan realmente, pero el psicólogo del siglo XX I es más antipático aún que el cura. El cura fue peligroso en su tiempo. Muchos murieron en la hoguera por su mandato. Hoy tiene un nosequé de romanticismo, de personaje heroico, como quien planta zanahorias en el desierto y espera que crezcan. El psicólogo, en cambio, habla en nombre de la ciencia, la última superstición del siglo XX. El carné de científico le abre muchas puertas, elimina muchas desconfianzas. Nos aborda insensiblemente por nuestro lado más débil. Porque aún nos cuesta no creer en la Razón y nos sentimos culpables al despreciar a uno de sus representantes. El drogadicto rehabilitado se muestra vulnerable ante la posibilidad de probar de nuevo la droga. El hombre del siglo XXI es un rehabilitado de la ciencia y ,aunque se cree desenganchado, teme sucumbir de nuevo a sus ilusiones y encantos. Pero por la caridad entra el hambre. No tengamos escrúpulos. El psicólogo es un cura disfrazado de científico, el peor de los curas. El científico verdadero debería mostrarse humilde y hasta vulnerable, ha llovido mucho desde el glorioso positivismo decimonónico, pero el psicólogo moderno es tan dogmático como el clérigo medieval.
Tras la destrucción de todo modelo, de todo norte: ¿qué es la conducta correcta?, ¿qué es la salud mental?, ¿cuáles son los pensamientos adecuados? El único referente de lo normal es la estadística. Lo normal es lo que hace la mayoría. Pero la estadística no puede garantizar el acierto, no puede ser creadora de valores. Tal vez dos más dos no es cuatro, pero si todos afirmamos que es cinco no hace que este segundo juicio sea más respetable, correcto o preferible. Muerto el legislador del juego, la referencia divina, y destruidas las reglas (la razón en su cualidad universalizante y absolutizadora), cada uno puede tener su propio juego... unido, evidentemente, a su propia angustia. ¿Quién puede afirmar que tal o cual conducta es anormal? ¿Qué hombre puede etiquetar a otro como enfermo mental? Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra.
Una planta no tiene dolores mentales ergo no tiene enfermedad mental. ¿Quién de los lectores está tan sano como una planta? Lo único objetivo es pues el dolor, no la enfermedad. Si identificamos dolor con enfermedad nos reconocemos todos enfermos y ante este estado de cosas sólo hay unos más que otros.
A menudo curar es comulgar con ruedas de molino, obligar a coger el paso de la sociedad, adormecer con ansiolíticos y neurolépticos para evitar males mayores. Gran parte del dolor psíquico del enfermo mental es añadido, fruto de su inadaptación al medio y la consiguiente adaptación a la fuerza. Un vegetariano ecologista, un tipo valorado especialmente en nuestro tiempo y cultura, un tipo cuerdo, es un loco-enfermo en una tribu de caníbales. Un vegetariano sufrirá más entre caníbales que entre vegetarianos, pero si alguien le obliga a comer carne humana su dolor será máximo. Se sentirá incomprendido, humillado y posiblemente se encerrará en sí mismo en una actitud autista. Muy probablemente perderá todo vínculo real con aquello que le parece reprobable o acabará hablando solo para satisfacer la inclinación natural de comunicarse que todo hombre tiene. Un caníbal en una sociedad vegetariana no tendrá mejor suerte. La enfermedad del caníbal y del vegetariano es tener su propia visión de las cosas. Nuestra propia visión de las cosas nos puede resultar más o menos dolorosa. A veces, en sí misma, insoportablemente dolorosa, pero si tenemos la desgracia de que no es compartida mínimamente por los otros, por la visión normal de las cosas, el dolor se multiplica por mil. Nadie puede decir qué visión de las cosas es correcta y, por consiguiente, nadie debería atreverse a curar a otros haciendo que asuma la visión normal de las cosas, al menos si no tiene la garantía de que esto producirá un alivio de su dolor; pero el vegetariano aún sufre más cuando le obligan a comer carne humana. ¿Cómo puede darse esta garantía?
«Toda enfermedad mental es una enfermedad del cuerpo, sólo somos física y química, querido amigo.», afirma el psiquiatra, poniendo sobre la mesa su hipótesis de trabajo nunca demostrada, como queriendo zanjar la cuestión. Muy bien, si nos enamoramos o nos enfadamos es por comer lentejas o beber gaseosa. La mente es un efecto del cuerpo. Un pensamiento doloroso puede ser un síntoma de un cerebro anómalo. Es allí donde tenemos que operar para restablecer el equilibrio y poner las cosas en orden. ¡Eureka!, al fin encontramos el patrón de normalidad tan ansiado por todos. Lo buscábamos en las nubes y estaba debajo del sombrero. Ya sabemos que es estar sano. ¡A curar pues!

Un científico cena una copiosa ensalada de mariscos que le produce un sueño extraño donde descubre un teorema matemático. Tras determinar la importancia desencadenante del marisco y hasta la determinación causal del sueño por un componente fisiológico, el descubrimiento no pierde ni gana valor como entidad mental y científica. Su contenido mental y su proyección extrapsicológica al mundo y a la ciencia permanecen intactas. De la misma manera una visión particular del mundo dolorosamente asumida puede surgir determinada por un accidente cerebral, por la escasez o exceso de cierto neurotrasmisor; pero, probado esto, en nada varía el valor (mucho, poco o nulo) de tal visión del mundo. Es decir, es indiferente para una visión particular del mundo que sea producida por un factor físico o psíquico. Es indiferente para la validez o no de la filosofía de Kant que haya sido producida por un exceso de serotonina causada por un empacho de paella o por ciertas reflexiones al atardecer.
Es probable que muchas veces se pueda constatar la determinación o condicionamiento fisiológico de ciertas visiones del mundo dolorosas. Igualmente es muy probable que ciertas visiones del mundo especialmente resultonas y placenteras tengan un factor fisiológico reconocido. Si no intervenimos en el segundo por respeto a su propia persona tampoco lo tendríamos que hacer en el primero. Si intervenimos en el primero porque reconocemos una anomalía física cerebral, igualmente deberíamos intervenir en el segundo. Lo único que puede justificar la intervención en el primer cerebro y no en el segundo es aliviar el dolor y, aun así, con ciertas condiciones; pues si eliminamos el dolor anulando la sensibilidad de su sistema nervioso y le asimilamos a la vida vegetal, también, por el mismo razonamiento compasivo, le podríamos pegar un tiro matándole definitivamente. Si, por alguna suerte hoy por hoy irrealizable, la intervención hiciese asumir al primero la visión del mundo del segundo, habríamos trasformado su dolor en alegría. Pero, aún entonces, estaría igualmente la duda de trasformar al pesimista Schopenhauer en el optimista Leibniz. ¿Alguno de los dos es mayor en dignidad?
El hecho de que no sepamos que hacer con los locos se deriva de que no sabemos que hacer con nosotros mismos. Que no sepamos que hacer no justifica que se haga cualquier cosa. «Pero, ¿algo tendremos que hacer?», se pregunta el juez ante la carencia de verdugos voluntarios. «¿Si existe la pena capital, alguien tiene que ejecutarla?», comentaba el inolvidable Pepe Isbert en El verdugo de Berlanga. ¡Que no cuenten conmigo! ¡Ni siquiera creo en la pena capital!

Jesús Palomar Vozmediano

martes, julio 25, 2006

MARXISMO Y NACIONALISMO IDENTITARIO (o de la praxis)



Para Aristóteles existen tres tipos de saberes: los productivos, que pretenden conocer cómo se pueden construir ciertos artefactos; los saberes éticos y políticos, que pretenden conocer cómo se debe regular la conducta de los seres humanos para alcanzar la felicidad, y los saberes teóricos, que no tienen otra finalidad que el conocimiento mismo.
Los saberes productivos son los tecnológicos y artesanales, es decir, la techné; los éticos y políticos vienen a sintetizarse en la prudencia o phrónesis, y los saberes teóricos constituyen la sophía o sabiduría propiamente dicha.
La sophía no remite a ninguna acción. Es un saber que se agota en sí mismo. Pero la techné y la phrónesis remiten a dos tipos diferentes de acción. La acción dirigida por la techné se denomina poiesis, y desemboca siempre en un artefacto. Pero la acción orientada desde la phrónesis no revierte en objeto material alguno, sino en preceptos que vienen a reorganizar las relaciones entre los hombres para su propio bien. Este tipo de acción se denomina praxis.
Para Aristóteles los saberes fundamentales constituyen tres líneas paralelas que no se comunican entre sí, al menos en lo fundamental. La prudencia, que pretende pensar adecuadamente para organizar la sociedad, no ha de recurrir a la sabiduría teórica, que es un saber contemplativo sin aplicación alguna, sino a la propia experiencia. De tal modo que conociendo las diversas maneras en las que el hombre ha organizado la sociedad, es posible hallar la menos mala, o al menos reconstruirla a partir de los retales de las formas políticas que la experiencia me da.
La concepción del conocimiento que tiene Platón es bien distinta. El conocimiento es un todo integrado y piramidal, donde el individuo que conoce va subiendo peldaños hasta llegar al último y más excelso: el conocimiento político. Sólo el que ha culminado con éxito este proceso es verdaderamente sabio. El sabio en política lo es porque antes agotó los conocimientos éticos, y pudo ser sabio en estos saberes porque previamente era un experto matemático. Además, para Platón todo verdadero conocimiento es teórico, también lo es el político. No obstante, es el sabio político el que tiene la difícil tarea de organizar con justicia la sociedad y también de gobernarla. La teoría política ha de convertirse entonces en praxis. Para Platón la praxis no se inspira en la experiencia, sino que intenta traer a la realidad sensible el modelo político perfecto que la razón ha llegado a descubrir en el topos uranus, es decir, en un lugar celeste que no tiene igual en el ámbito empírico. El modelo ideal es inamovible y, por principio, ninguna experiencia sensible puede ni debe modificarlo. Más bien debe ocurrir lo contrario, es el modelo ideal el que debe orientar el cambio en el mundo que vemos y tocamos. Dado este planteamiento, si no hay un acoplamiento armónico entre el ideal celeste y la grosera realidad sensible, la culpa es siempre de la segunda. Sólo ella ha de ser cambiada. Es decir, si no somos lo suficientemente delgados para entrar en el perfectísimo esmoquin que se exhibe en el escaparate celeste de las Ideas, tendremos que adelgazar. No hay más remedio. En lugar de ir a un sastre para que nos haga un vestuario a medida tendremos que ir al gimnasio. Platón ha convertido así el escaparate y el espejo en irreconciliables enemigos. No obstante, esta tormentosa relación que se suele dar entre theoría y praxis, sólo es concebible en planteamientos platónicos del mundo y, por ende, en concepciones utópicas de la sociedad.
Si trasladamos el problema al ámbito de la techné resultaría que, para construir un automóvil, Platón actuaría como un ángel al que un misterioso espíritu le sopla al oído los inimaginables secretos del coche ideal, rechazando así de antemano el penoso trabajo de examinar el imperfecto y vasto parque móvil. Justamente lo contrario de lo que haría Aristóteles, experimentado chatarrero que con las manos manchadas de grasa pretende construir el mejor coche posible aprovechando las piezas que encuentra en el desguace. Los métodos son tan dispares como irreconciliables: revelación mística versus ensayo y error. ¿A quién de los dos le encargamos el coche? ¿Y la organización social?
Marxistas y nacionalistas identitarios tienen mucho de platónico. Ahora bien, mientras que los planteamientos marxistas y nacionalistas parecen ofrecer diferencias esenciales en el ámbito de la theoría, la praxis política tiende, sin embargo, a eliminarlas. Aunque buscar lo mejor para mi nación no es buscar el bien para la humanidad, en la práctica se pone de manifiesto una fundamental coincidencia: ambos propósitos implican una sobrevaloración de lo colectivo y un menosprecio de lo individual. Nación versus Humanidad se revela entonces como un falso antagonismo que tiende a ocultar otro más real e irreductible: individuo versus colectivo (ya sea éste Nación, Humanidad o cualquier otro), donde ambas ideologías constituirían un mismo bando y estarían enfrentadas a las concepciones propias del liberalismo político. Asimismo, ambas ideologías persiguen un poder omnímodo para imponer una ley que se considera justa universalmente o acorde (y por tanto conveniente) a la identidad de la nación concreta. Por tanto, el conjunto de individuos que se consideran nación, en un caso, y proletariado, en otro, han de constituirse en un Estado. Y ambos Estados, aunque justificados por diferentes vías, tienden siempre a comportarse de manera parecida. Así pues, el Estado nacional de carácter identitario y el Estado marxista, tienen una proyección dictatorial y una inercia a la expansión. En el ámbito nacionalista el afán dictatorial se justifica desde una perspectiva religiosa: la fidelidad al espíritu del pueblo exige siempre la observancia del precepto. Los ciudadanos (quizá súbditos) se deben someter a la Ley igual que los monjes se someten a la regla, por bien del espíritu y en aras de una verdad objetiva sólo alcanzable por unos pocos a través de caminos indescifrables que colindan con el misticismo. En los planteamientos marxistas el poder dictatorial es justificado desde la universalidad de la razón y la verdad objetiva que de ella se desprende. Esta verdad ha de ser enseñada o, si resulta oportuno, impuesta. La tendencia expansiva de los Estados nacionalistas y marxistas también se justifica desde discursos distintos. Desde la postura marxista se habla de internacionalismo, desde el nacionalismo de imperialismo. Conceptos muy diferentes que esconden a menudo conductas muy similares.
De modo que nacionalistas y marxistas defienden de hecho un Estado poderoso, aunque lo respalden desde distintos discursos.
El Estado marxista y el Estado nacionalista, nunca sometidos a verdadera crítica, viven con el continuo riesgo de convertir su poder, inspirado en la razón o el espíritu, en un poder arbitrario y loco. Pues a menudo la presunta universalidad de la razón actúa en el ámbito marxista como una coartada para imponer una ideología no universalmente aceptada por todo ser racional. Y en el ámbito nacionalista la perversión se da más explícitamente pues el caudillo, debidamente iluminado, es el único medium capaz de descifrar el enigmático espíritu del pueblo de donde surgirá la Ley que habrán de obedecer y respetar los demás compatriotas. Ni marxistas ni nacionalistas consideran su ideología sujeta a crítica o conjetura, pues se trata de ciencia y revelación, respectivamente, y por tanto de incuestionable verdad. Aunque unos y otros anhelan el poder como medio para una causa más o menos respetable (en cualquier caso discutible), finalmente asumen en muchas ocasiones el poder como fin, y los argumentos pseudoilustrados de los marxistas o las especulaciones más o menos religiosas o metafísicas de los nacionalistas acaban por convertirse en meras racionalizaciones freudianas que tan sólo pretenden justificar, con bellos y emotivos discursos, la mera voluntad de poder yacente en todo sujeto y no siempre reconocida.
Ahora bien, si la historia y la inteligencia sirven para algo, después de las palabras de Nietzsche y de los hechos desencadenados por Hitler y Stalin, tenemos el deber de sospechar de nuestras buenas intenciones y, tras cada anhelo de imposición dogmática a los otros para llevarlos al bien, deberíamos preguntarnos si no es menos malo un mundo sin salvadores que quieren llevarnos a todos al cielo al son de la música de la razón o del espíritu, según el caso, que con ellos. Pues los iluminados de la Justicia y de la Nación, como flautistas de Hamelin, nos han llevado demasiadas veces al precipicio. Idealistas enamorados locamente de la Humanidad o de su Nación no suelen dudar mucho a la hora de infligir males concretos a las personas de carne y hueso.
Jesús Palomar Vozmediano

jueves, julio 13, 2006

NACIONALISMO Y MARXISMO (o de la teoría)


Atendamos al siguiente discurso político:«Nosotros sólo deseamos el bien del pueblo. El pueblo es soberano, dueño de su destino, pero para que este destino se cumpla el pueblo debe romper las cadenas y luchar por su libertad. Sólo así podrá al fin erradicar todos los males que le afligen»

¿Quién ha escrito este texto? ¿Qué tipo de ideología respalda estas palabras? Por extraño que parezca este texto podría ser subscrito por un líder marxista o por un líder nacionalista. Tanto el marxismo como el nacionalismo desean el bien del pueblo, consideran al pueblo soberano y animan a la lucha por la libertad. El objetivo final de esta lucha es erradicar los males del pueblo. Y, sin embargo, nacionalismo y marxismo son ideologías antagónicas que nacen en el siglo XIX, como consecuencia de los cambios sociales, políticos y económicos que origina la Revolución francesa. Es decir, son enemigas naturales. Y, por tanto, esencialmente distintas. Entonces, ¿dónde está la trampa? Borges tiene un estupendo cuento titulado Pierre Menard, autor del Quijote donde nos presenta a un escritor que pretende elaborar una novela original y única. Sin embargo, el libro de Pierre Menard se titula igual que el libro de Cervantes, tiene sus mismos capítulos, los mismos puntos y comas, las mismas frases y palabras. A pesar de todo, Pierre Menard insiste en que es otro libro. La aparente paradoja se debe a que las frases y las palabras tienen significados distintos. La historia que narra Pierre Mennad, tras la pertinente aclaración sobre lo que quiso decir con esta o aquella expresión, es otra muy diferente a la de Cervantes.

lunes, julio 03, 2006

EL DEDO (o de lo que se muestra)


Hace mucho, mucho tiempo. Cuando el mundo era tan reciente que apenas nada tenía nombre, un joven descubrió su dedo índice. Maravillado por su cegadora belleza y perfección lo ocultó durante años como un tesoro muy preciado. «No es bueno que los otros sepan mi secreto», pensaba temiendo que alguien se lo robase. Una noche, siendo ya muy anciano, decidió ser generoso. «¡Mirad todos esta maravilla! ¡Contemplad sin pudor su inenarrable arquitectura!», proclamó orgulloso con el puño en alto y el dedo enderezado. Justo sobre su dedo, contemplando la Tierra desde las alturas y exhibiendo su brillante redondez, se encontraba la Luna. La gente que por casualidad presenció la transcendental revelación ignoró el peculiar apéndice y descubrió la extraordinaria luminaria que presidía el firmamento. Todos le agradecieron su conveniente indicación, pero el hombre y su dedo se marcharon contrariados por tamaña insensibilidad e hiriente indiferencia. «¿Cómo pudieron despreciar tu hermosura?», le dijo dolido y desconcertado a su dedo.

Jesús Palomar Vozmediano

Filosofía desde el Palomar

Un hombre, con gesto amenazante, muestra su fusil en la plaza del pueblo. Una línea imaginaria une la punta del cañón con una pancarta que cuelga de un balcón. La pancarta tiene escrita la palabra paz. La mayoría de la gente del pueblo muestra su regocijo. Nadie se había fijado antes en ese balcón ni en esa pancarta. Al fin la paz, se dicen esperanzados.
Aunque algunos muestren lo que quieran, la mayoría verá sólo lo que desea.

sábado, julio 01, 2006

CÍNICOS E HIPÓCRITAS (o de la dignidad)

Los planteamientos éticos eudemonistas ponen el acento en la felicidad. Se trata de alcanzar tal objetivo. No obstante, estos sistemas no consideran que actuar de modo adecuado para alcanzar la felicidad y actuar con justicia sean excluyentes. No se trata de optar, nos dicen, sino de dar prioridad a lo primero. Suelen asegurar que si así lo hacemos, lo segundo vendrá por añadidura. ¿Si considero que la riqueza o el placer me proporciona felicidad es justo subordinarlo todo para alcanzar riqueza o placer, mintiendo y cometiendo actos crueles si esto fuese necesario? No, dirían estos filósofos, pero sobre todo no es adecuado para ser feliz. Si actuase así me crearía enemigos y viviría intranquilo, además de los presumibles males que mi conciencia me suministraría en forma de culpabilidad y vergüenza. No se debe mentir ni actuar cruelmente, porque no sería feliz con tal conducta y... porque además no es justo. De modo que tales filósofos vendrían a decir que una acción es correcta si me proporciona felicidad, pero la felicidad bien entendida es inconcebible sin justicia. Es decir, una acción manifiestamente injusta no puede ser conveniente para ser feliz. Este es el planteamiento general, si no recuerdo mal, del libro de Savater Ética para Amador.
Paralelamente a esta concepción ética, que se da sobre todo en el mundo griego y romano, se desarrollan otros modos de pensar la ética que cambian la prioridad. Son las éticas deontológicas. Acerquémonos un poco a ellas.
La ética, para estos filósofos, sobre todo debe buscar la acción correcta, es decir, la acción justa. ¿Y qué pasa con la felicidad? Es asunto secundario. Lo importante no es tanto la felicidad como corresponder con el deber. Se debe actuar correctamente, con justicia, independientemente de que esta acción nos proporcione felicidad. Más importante que la felicidad es la dignidad, en el sentido de hacernos merecedores de la felicidad. No renunciar a nuestros principios: lo que creemos íntimamente que debemos hacer, porque es lo correcto. En algún sentido, traicionar estos principios daña mi propia dignidad.
En estos planteamientos éticos las consecuencias de la acción tiene igualmente un valor secundario. El fin no justifica los medios. Insistimos en que más importante que la felicidad o los beneficios individuales o colectivos que se derivasen de la acción está la dignidad, mantener la integridad, alcanzar cierta perfección espiritual, si se quiere. Y todo esto se debilita si dejo de cumplir lo que considero justo: mis principios y convicciones.
De dos formas reafirmamos nuestra dignidad: si somos coherentes con nuestros principios (las normas que consideramos correctas) y si somos consecuentes con ellos en nuestra acción.
Dejamos de ser coherentes si nos contradecimos en lo que afirmamos que se debe hacer. Pierdo la coherencia si, por ejemplo, digo que no se debe robar y a la vez estoy diciendo de algún modo, explícitamente o con cierto disimulo, que se puede hacer. Somos inconsecuentes si decimos una cosa, incluso la recomendamos vivamente, y hacemos otra. Es decir, si digo que no se debe robar y yo mismo robo. La incoherencia y la conducta inconsecuente merman nuestra perfección ética y dignidad.
Si perdemos la coherencia o somos inconsecuentes de un modo descarado y explícito, sin intención de engañar, incurrimos en el vicio moral del cinismo. Y este cinismo no es evidentemente el de la escuela perruna, aunque ambos tengan alguna cosa en común. Un individuo que admitiese públicamente que se debe robar y a la vez admitiese públicamente, con cierta ironía, que no se debe robar o robase explícitamente delante de todos, sería cínico. El cínico suele ser irónico o sarcástico. Pero no siempre la ironía implica cinismo.
Si perdemos la coherencia o somos inconsecuentes de un modo disimulado, intentando ocultar nuestra incoherencia o inconsecuencia para engañar a los otros, nos comportamos con hipocresía. Otro vicio moral. La palabra hipócrita deriva del término griego que significa actor, comediante. Si el ladrón anterior dijese en público que no se debe robar, pero pensase en privado lo contrario o robase evitando ser descubierto por los demás, sería hipócrita.
La diferencia fundamental entre el cínico y el hipócrita es el grado de descaro que exhibe en su discurso incoherente o en su conducta inconsecuente. El hipócrita que es descubierto se avergüenza. El cínico, no. El hipócrita es también más gregario que el cínico. Admite los convencionalismos sociales y no pretende destruirlos, aunque en su oculta trasgresión de ellos intente sacar algún beneficio. A este respecto es pertinente la famosa frase del moralista francés del siglo XVII Francois de La Rochefoucauld: “La hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud”. El cínico es, sin embargo, crítico, individualista y descreído. Con su discurso y conducta intenta destruir, por la base, todo convencionalismo social, a menudo plagado de falsedades y mentiras.

Un pacifista que admitiese que la paz es un valor irrenunciable y que a la vez defendiese públicamente esta o aquella guerra, o en su vida cotidiana usase a menudo la violencia para alcanzar sus fines, sería cínico. Un pacifista que defendiese públicamente sus ideas de paz, pero a escondidas actuase promoviendo la guerra y la violencia, sería hipócrita. Para que el pacifista en cuestión mantuviese su dignidad ética debería ser coherente y consecuente. Un ejemplo histórico de un verdadero pacifista es Gandhi. El líder indio, dijo: “No hay camino para la paz, la paz es el camino”, y lo cumplió. Gandhi fue capaz de doblegar al Imperio británico con el único arma de su no violencia. Pero ojo, si no hubiese ganado esta batalla su dignidad se habría mantenido intacta. La dignidad tiene que ver con el espíritu y no tanto con las consecuencias de la acción. Afirmando su dignidad y rechazando toda hipocresía y cinismo Sócrates dijo una vez: “Prefiero estar de acuerdo conmigo mismo, aunque todos estén en mi contra, que todos estén de acuerdo conmigo y yo mismo en mi contra”, con ello denuncia todo discurso incoherente. Y también dijo: “Prefiero padecer una injusticia que cometerla”. Evidentemente, cometer una injusticia muestra una conducta inconsecuente donde lo que piensas que se debe hacer y lo que haces se contradicen. Sócrates era taxativo en esto, cometer injusticia nos hace indignos y no merecedores de la felicidad.

Jesús Palomar Vozmediano

lunes, junio 26, 2006

EL FIN Y LOS MEDIOS (o del conflicto ético)



Kant pretende ajustarse a unas normas que se consideran correctas independientemente de las consecuencias que se deriven de la acción. Un idílico ser que actuase siempre por el respeto al imperativo categórico constataría desde luego una voluntad santa, pero su santidad no garantizaría en absoluto una mejora del mundo en términos de menor sufrimiento o mayor justicia. Y lejos de asegurar una mejora en este sentido, a menudo, por muy contradictorio que resulte, puede significar un claro empeoramiento. Es de sobra conocida la paradoja que plantea a este respecto el rigorismo kantiano y la interesante polémica que, a propósito, mantuvieron Kant y Benjamin Constant: un hombre da cobijo en su casa a un amigo inocente e injustamente perseguido por una banda de malhechores. La banda llega a casa y le pregunta por su paradero. El hombre, obligado a no mentir por respeto a su más íntimo deber, finalmente revela el lugar donde se esconde su amigo. ¿Obró bien? Según Kant, sí. Según Constant, no. No obstante, el inocente descubierto sufrirá inmerecidamente.

Desde la ética de Kant el resultado de la acción es algo secundario y, si se sigue de algún mal en forma de dolor o injusticia, la respuesta que cabe esperar es que se trata de la responsabilidad de los otros que, por pura maldad o estupidez, no fueron capaces de respetar la ley moral a la que debían ajustarse.

La ética utilitarista viene a ser el negativo de la kantiana, pues tiene en cuenta las consecuencias probables de la acción. De modo que una acción es preferible a otra en la medida en que se pueda prever que producirá mejores consecuencias. El utilitarismo considera más conveniente aquella conducta que sea capaz de aportar más felicidad al mayor número de personas y, en cierto sentido, obvia la cuestión de los principios.

Desde la ética de Kant se busca la integridad personal, la dignidad. En tal empeño el fin nunca justifica los medios. Sin embargo, la ética utilitarista pretende la mejora del mundo y, a menudo, los medios son justificados por el fin. Un kantiano radical optaría por salvar a un inocente, aunque la consecuencia fuese la destrucción del mundo, y un utilitarista radical optaría por salvar al mundo, aunque para ello tuviese que perecer un inocente.

El problema que subyace en este enfrentamiento entre estos dos puntos de vista éticos antagónicos fue tratado muy inteligentemente por el filósofo alemán Max Weber. En su obra El político y el científico habla de la ética de la convicción, cuyo mejor representante es la ética kantiana, y de la ética de la responsabilidad, que es en líneas generales lo que entendemos por utilitarismo. Weber insiste en que son dos tipos ideales que muy raramente se dan en la práctica, pues toda ética asume ciertas convicciones irrenunciables y tiene en cuenta las consecuencias de la acción hasta cierto punto. Según Weber, se trata de un problema de máximos y mínimos, no de blanco o negro. ¿Es preferible una ética de la convicción (con un mínimo de responsabilidad) o una ética de la responsabilidad (con un mínimo de convicciones irrenunciables)? Para Weber ambas éticas tienen su valor, y si en ciertas circunstancias es admirable una ética de la convicción, quizá en otras es preferible asumir una ética de la responsabilidad. Gandhi renuncia a la violencia por principio, sean cuales fueren sus consecuencias. Su postura nos suele parecer admirable. Pero un gobernante pacifista que renunciase unilateralmente a su ejército aun sabiendo que la nación vecina espera el momento oportuno para atacar, nos resulta más bien un insensato. Quizá la virtud fundamental vuelve a ser, como señalaban tantas escuelas éticas de la Antigüedad, la prudencia. Pensar. No actuar como un autómata, sino reflexionar previamente. No obstante, el problema no está ni mucho menos resuelto.

Solemos ser comprensivos con las mentiras piadosas, o con aquel que engaña a un hombre cruel o injusto si hay un beneficio evidente para un número indeterminado de personas (su familia, si es un padre psicópata que tortura a su mujer y a sus hijos; o sus súbditos, si es un tirano, por ejemplo). También nos suele ser simpático Robin Hood, el que roba a los ricos para instaurar una situación más justa después; pero quien actúa así, mintiendo, engañando o robando para conseguir un fin bueno, está manifestando que el fin justifica los medios. Y en esencia actúa de la misma forma que quien admite la guerra si el fin es una mejora del mundo; pero, claro, con los que mantienen esta segunda opinión no solemos ser tan espontáneamente comprensivos. Sin embargo, quien no miente nunca y es sincero por principio, que suele ser reconocido como una persona íntegra y valerosa, no nos suele parecer tan simpático cuando delata a un amigo inocente que se esconde en su casa cuando una banda de mafiosos le pregunta sobre su paradero. No obstante, el principio que le rige es el mismo: el fin no justifica los medios, y mentir está siempre mal. Pero entonces, ¿debemos ser kantianos o utilitaristas?

Una persona sin principios que solo se fije en las consecuencias de su acción, o una persona con muchos principios que nunca tenga en cuenta las consecuencias de su acción, puede desarrollar en algún caso conductas extremas que nos hagan dudar del acierto de su postura ética. Pero esto solo nos puede llevar a seguir pensando en el problema con más ahínco y dedicación para intentar solucionarlo. Y sólo constata que el mundo es complejo y no hay soluciones simples para grandes cuestiones. Si reconocemos el problema ya hemos avanzado algo en la cuestión. Sigamos pensando pues.


Jesús Palomar Vozmediano.

jueves, junio 22, 2006

PARANOIA VASCA (o de ETA)


Él se llamaba Joseba, ella Anne, y el niño, de unos ocho años, Aitor. Eran de Guipúzcoa y pasaban las vacaciones de verano en la costa alicantina. Conversaban con otra pareja. Yo estaba en una mesa contigua y no pude evitar escucharles. Joseba insistía en que el pueblo vasco estaba oprimido por el Estado español y que ETA luchaba por la liberación. Intenté averiguar en qué consistía tan brutal opresión. No lo conseguí. En su caso no parecía ser económica, tomaban unos refrescos apaciblemente mientras disfrutaban del sol y de la playa (en cualquier caso, el País Vasco tiene la mayor renta per capita de España); ni social, no había ningún tipo de marginación por su identidad nacional aquí ni allá (más bien eran los que se declaraban no nacionalistas los que tenían terribles consecuencias sociales allá); ni cultural, pues Aitor iba a una ikastola, los documentos oficiales se publicaban en euskera, veían siempre euskaltelebista en casa… En fin, Joseba se sentía oprimido en su tierra por la E de España en las matrículas de los coches, por la visión de un policía nacional de uniforme o porque algún cándido comerciante tuviese la poca delicadeza de saludarle en español cuando iba a hacer la compra. Entonces comprendí. El asunto no era político, sino psiquiátrico.
La psicosis paranoica es un trastorno mental grave cuyo síntoma fundamental es el delirio, que se constituye siempre a partir de una idea obsesiva. La obsesión se asume como un axioma infalible, y todo hecho o proposición que pretenda cuestionarla se engarza en el delirio reforzándola aún más. El delirio es sistemático e irrefutable desde la argumentación lógica. Para un hombre que padece una paranoia de celos, ningún hecho podrá hacer que desista de la idea obsesiva de que su mujer le engaña. Si la mujer mira a otros hombres, la obsesión se refuerza; si no lo hace, igualmente se refuerza, pues en la mente del paranoico tanto recato en su pareja sólo se puede explicar por el disimulo de sus deseos de infidelidad y por el afán de ocultar su consumado adulterio. El paranoico se siente víctima y a menudo perseguido, y se convierte, no pocas veces, en verdugo y perseguidor.
El pueblo vasco, el espíritu colectivo que le dota de identidad, está oprimido por una nación tiránica y cruel, he ahí la obsesión. Veamos parte del delirio. Decía Hegel que el Espíritu Absoluto, Dios mismo, se encarnó en César o en Napoleón realizando hazañas asombrosas que comprometieron a toda la Humanidad. Del mismo modo, el espíritu del pueblo vasco, quizá piensen Joseba y Anne, se encarna en algunos miembros de la nación en virtud de una especie de gracia inexplicable, exigiéndoles gestas o sacrificios de acuerdo con el recóndito destino colectivo por cumplir. Surge así el héroe o caudillo que, en nombre del pueblo (de su espíritu), se propone entonces liberar a sus compatriotas. El libertador, héroe o caudillo es sordo a la voluntad expresada de su pueblo, y sólo atiende a la demanda enigmática del Espíritu del Pueblo, con el cual está unido, in mysterio, como lo está el Papa con el Espíritu Santo. Si la mayoría del pueblo consiente en su hazaña liberadora, refuerza su misión. Pero si la mayoría no consiente y explícitamente dice no querer ser liberado, igualmente la refuerza. ¿Cómo? Por medio del mecanismo racionalizador que se despliega en dos formas distintas: a) si el ciudadano vasco en cuestión no es eukaldún, o no es nacido en Euskadi, o no tiene ancestros vascos, entonces no hay duda. Es un extranjero que dice, mentirosamente, ser vasco. Lo que procede es la limpieza étnica, es decir, muerte o expulsión. b)si reúne todas y cada una de las características anteriores es vasco, pero está en contra de su propio pueblo (del Espíritu del Pueblo). Se trata entonces de un malvado traidor o de un ignorante manipulado maquiavélicamente por la nación opresora. En el primer caso deberá ser ejecutado, ejemplarmente, sin considerar la gracia del exilio. En el segundo caso deberá ser reeducado y redimido de sus pecaminosos actos. Ahora bien, ¿qué ocurre si, por ejemplo, el guerrillero liberador, experto en el coche bomba y el tiro en la nuca, se apellida Pérez o López, o sus padres son de fuera? Es vasco, sin duda. En virtud de la sincera vocación o por la gracia del Espíritu del Pueblo que milagrosamente ha procurado la conversión. Conclusión: es vasco, es decir; un buen vasco, todo aquel que se declara nacionalista vasco. Más allá de esto sólo hay maketos, traidores o ignorantes. Tertium non datur.
Delirio o ideología, idea obsesiva o axioma, tanto monta. Para Hannah Arendt, que la ideología se constituya a partir de una idea indemostrada tenida por infalible que acaba por invadir todos los estratos de la realidad es algo propio de los regímenes totalitarios: «La presunción de una conspiración mundial judía fue trasformada por la propaganda totalitaria, pasando de ser una cuestión objetiva y discutible a elemento principal de la realidad nazi; lo cierto es que los nazis actuaban como si el mundo estuviera dominado por los judíos y precisara de una contraconspiración para defenderse a sí mismo. Para ellos el racismo ya no era una discutible teoría de dudoso valor científico, sino que estaba siendo realizado cada día en el funcionamiento jerárquico de una organización política en cuyo marco hubiera resultado muy "irrealista" ponerlo en duda (…) En la Alemania nazi poner en tela de juicio la validez del racismo y el antisemitismo (…), era como poner en tela de juicio la existencia del mundo»
Héroes libertadores, caudillos, eusko gudariak… Nada nuevo, pues. Verdugos que se sienten víctimas. Perseguidores que se creen perseguidos. Psicosis paranoica y delirio irrefutable por la argumentación lógica.

Nota: la cita de Hannah Arendt es de su obra "Los orígenes del totalitarismos". Obra del todo imprescincible para entender el horror político en (a partir de) el siglo XX.

Jesús Palomar Vozmediano

martes, junio 20, 2006

MOROS Y CRISTIANOS. Y GRIEGOS ( o del choque de civilizaciones)


Los antiguos griegos consideraban que las ideas estaban para ser discutidas; que la razón servía para pensar libremente; que el mundo era un hermoso enigma por resolver, una especie de reto para la inteligencia. También los griegos tenían una religión, pero sus dioses eran cercanos a los hombres, carecían de Iglesia que articulara las creencias en un dogma férreo, y los sacerdotes y las pitonisas habitaban en los oráculos y en los templos, no en los palacios de los gobernantes. Para los griegos los muertos viajaban al Hades donde, sin cuerpo y sin memoria, vagaban eternamente como sombras. De modo que nada había después de la muerte y, precisamente por ello, la vida era valiosa. Algo hermoso, alegre.Llegaron después los cristianos.
Los cristianos pensaban que las ideas verdaderas eran vertidas por Dios a los hombres, a través de la iluminación o de las Escrituras Sagradas; que las ideas estaban para ser proclamadas desde el púlpito y, finalmente, impuestas sin discusión; que el mundo era un inmenso misterio que había que respetar, pero en ningún caso un enigma por resolver. Porque la manzana del conocimiento era un ardid de la maldita serpiente, y la inevitable consecuencia de su ingestión era siempre la expulsión de algún paraíso. Para los cristianos la razón era sospechosa de connivencia con el demonio y, justo por ello, debía subordinarse siempre a la fe. De modo que el razonamiento sólo era válido si coincidía con la verdad revelada (precisamente por la coincidencia, no por ser correcta deducción). Para los cristianos sólo había un Dios, trascendente y alejado de los hombres y, en su honor, crearon una Iglesia. Articularon un dogma férreo que procuraron imponer, por su propio bien, a los otros: los paganos, los ateos; en definitiva, todos aquellos que estaban errados.

Durante mucho tiempo la Iglesia habitó en los palacios de los gobernantes, y la Iglesia y el poder fueron una misma cosa.

Volvieron los griegos.


Fue en el Renacimiento. Se volvió a ver el mundo como un hermoso enigma que había que resolver. Y el pensamiento volvió a ser libre, y las ideas se volvieron a discutir. Y la verdad dejó de ser palabra susurrada por Dios al oído de sus predilectos, para ser, de nuevo, tarea lúdica de la razón. Pero a los cristianos, que aún habitaban en los palacios de los gobernantes, nada de esto les pareció bien. Y persiguieron a Kepler, y condenaron a Galileo. Y arrojaron a las llamas purificadoras a Miguel Servet y a Giordano Bruno, y a otros muchos valientes griegos: griegos alemanes, griegos españoles, griegos italianos...
Eppure si muove. El mundo. A pesar del Papa y de la Iglesia. Y también continuó moviéndose la Historia. Nada fue ya igual después de esta batalla. Los cristianos, que se veían a sí mismos como piadosos corderos, supieron desde entonces que en el interior de cada uno de sus feligreses dormitaba un lobo, un peligroso lobo con los colmillos de la razón bien afilados, es decir, un griego. Sospecharon que había demasiados griegos vestidos de cristiano. Al fin y al cabo, lobos con piel de cordero. Y consideraron que era de vital importancia no despertar al griego que cada cual llevaba dentro. Desde entonces, fueron algo más sutiles y diplomáticos. También los griegos aprendieron la lección. Supieron del verdadero poder de los cristianos y, temerosos, continuaron ejerciendo de griegos sólo por las noches, conspirando en la oscuridad. Quizá esperando tiempos mejores.

Y, poco a poco, los griegos fueron dejándose ver, y volvió el libre pensamiento y la emocionante búsqueda de la verdad. Y el siglo en el que todo esto sucedió, se iluminó.

Y llegó al fin la gran batalla. Fue en Francia, a finales del Siglo de las Luces. Europa tembló. El Terror fue un ángel exterminador. La tierra se inundó de sangre de cristianos y de griegos. Mucha de esa sangre fue inocente. Lo sé. Siempre hay demasiada sangre inocente en las batallas (quizá siempre hay demasiadas batallas). Pero, tímidamente, fue abriéndose el día. La Iglesia dejó de habitar en los palacios de los gobernantes. Y el mundo fue de nuevo un hermoso enigma que había que resolver, y la verdad algo por descubrir. Y el libre pensamiento volvió a ser alabada virtud.

La disyuntiva fundamental no es pertenecer a la cultura occidental o a la oriental, no es ser cristiano o musulmán. Lo verdaderamente importante, viva usted en la cultura que viva, es si es griego o no lo es. Si es usted griego y vive en Occidente quizá se sienta amenazado por los musulmanes fundamentalistas de Oriente que se asoman por su televisor. Pero también se verá ocasionalmente enfrentado con los cristianos de casa, la mayoría de las veces un enfrentamiento cordial, casi amistoso, otras veces menos cordial, porque también aquí hay cristianos fundamentalistas que intentan salvar a toda la Humanidad. En cualquier caso sin graves consecuencias, porque afortunadamente ninguna Iglesia habita ya en el Poder. Pero si es usted griego y vive en un país musulmán la cuestión es otra. En demasiados países orientales la Iglesia islámica aún no ha salido de los palacios de los gobernantes, y los secretos del mundo siguen siendo manzanas prohibidas que no se deben conocer, y la razón continúa recibiendo miradas de recelo, sospechosa de ser arma sutil del demonio. Y, a menudo, desconocidos galileos siguen siendo perseguidos y condenados tan sólo por decir libremente lo que piensan.

Mi solidaridad con los griegos del mundo, pero muy especialmente con los que viven en los países musulmanes más radicales, sufriendo en silencio a sus gobernantes, ejerciendo de griegos a escondidas, de noche, sin que nadie los vea.

Jesús Palomar Vozmediano


Un saludo. Iré publicando artículos próximamente. Espero vuestros comentarios.

lunes, junio 19, 2006

TIEMPO DE ESPERANZA (o de la tregua de ETA)


Quien torna la prudencia en astucia y tiene el poder de afectar a muchos con sus amenazas y promesas, tiene el verdadero poder. Modulando adecuadamente el miedo y la esperanza podrá conseguir sus fines. Ningún poder tendría de hecho aquel gobernante que obligado a ser prudente delegara de ello, por debilidad o ignorancia. Y pudiendo contrarrestar la amenaza y el miedo con seguridad, y la promesa y la esperanza con sensatez, no lo hiciera. Los primeros juegan con emociones. El segundo debería jugar con la razón. Que es tanto como decir que, en este juego, las reglas son el Estado de Derecho.
Miedo y esperanza no son virtudes. Nada bueno evocan ni significan. Tampoco vicios. Les falta la constancia. Son pasiones, envueltas siempre en la neblina de la duda. Caras de la misma moneda, tan inseparables como el dolor de cabeza y la aspirina. Policía malo y policía bueno que se manejan bien en los suburbios del alma donde apenas llega la luz de la razón. La dosificación del doble instrumento dependerá de la astucia de quien lo utiliza. Tras la amenaza, el miedo surge ante un fantaseado mal, posible pero no real. Tras la promesa, la esperanza brota de un vislumbrado bien proyectado en el futuro. Imaginación pues. Ni razón ni entendimiento. Si la esperanza es, como quizá dijo Aristóteles, ese soñar despierto, lo mismo el miedo. Plácido el primero e insufrible pesadilla el segundo. Tanto da. Onírica ficción al fin donde debería haber vigilia. Disparatada fantasía que anula toda lucidez racional. Ensueño. Y epidemia, pues coinciden con el bostezo en su carácter contagioso al que muy pocos se resisten. Suministrada la dosis es pues sólo una cuestión de tiempo el que miedo o esperanza se propaguen. Y cuando afectan a una sociedad en mimético bostezo colectivo, es el momento de que los astutos cirujanos intervengan. Suministrada la anestesia es la hora de la operación.
El miedo es más efectivo en sociedades de esclavos. En sociedades de hombres libres suele funcionar mejor la esperanza. Eso nos dice Spinoza. Aumentar la dosis de miedo en el esclavo que perdió ya su dignidad sólo puede acentuar su obediencia. Sin embargo, en una sociedad de hombres libres el miedo requiere dosificación. Más de lo apropiado podría despertar al sonámbulo, hacerle consciente de su dignidad y tornarlo súbitamente en valiente. Llegado a cierto límite, es preferible la esperanza.
Durante muchos años la sociedad española vivió con miedo. Se rozó el límite con el asesinato del joven concejal Miguel Ángel Blanco. Los ciudadanos recuperaron su dignidad y valientemente salieron a la calle a proclamarlo. ETA temió haber rebasado la dosis y haber despertado al durmiente. Los atentados del 11 de marzo nos hicieron a todos insomnes impenitentes. Si se hubiese confirmado que era ETA, hubiese sido el final de la banda terrorista. Ellos lo saben.
Tras el comunicado etarra es el turno de la esperanza. Suministrada en adecuada dosis, los cirujanos continúan con la operación. La misma operación. Alto el fuego permanente, dicen. Los ojos anhelantes aumentan desproporcionadamente la palabra ‘permanente’. Sin querer caer en la cuenta de que, en la elemental semántica de guerra, el alto el fuego es siempre ocasional. Tiempo muerto para recuperar fuerzas o atender a los heridos. Contradicción en los términos imposible de evidenciar para quien se empeña en escuchar música donde hay significantes, palabras que denotan conceptos. Hay más. Se equipara País Vasco y Euskal Herria. Lo primero es el nombre de una comunidad autónoma, lo segundo un país míticamente reconstruido en la mente de los terroristas. Territorialmente no coinciden. Navarra e Iparralde, el llamado País Vasco francés, son también Euskal Herria. Reconocer “los derechos que como pueblo nos corresponden” no puede significar otra cosa que reconocer que el pueblo vasco es nación y, por ende, tiene derecho de autodeterminación. Reconocido este derecho, deberá ser ejercido, pues “al final de ese proceso los ciudadanos vascos deben tener la palabra y la decisión sobre su futuro”. Y si pudiese haber alguna duda, recalcan: “Los Estados español y francés deben reconocer los resultados de dicho proceso democrático, sin ningún tipo de limitaciones”. Donde proceso democrático, si ha de significar algo, ha de ser referéndum, claro. ¿Qué debe hacer el Estado de Derecho mientras? Dejar “a un lado la represión”. Es decir, dejar de ejercer justicia. ¿A qué viene tanto eufemismo? La esperanza necesita palabras espejo donde proyectar sus propios deseos. ETA lo sabe. Y entre tanto bostezo nadie está en disposición de escuchar lo obvio. Nación vasca y autodeterminación es tanto como romper la Constitución y acabar con la soberanía de la nación española. Sólo eso.
Pocos saben si ETA está agonizante o pletórica. Si tiene repóquer de ases o va de farol. Sabemos lo que dice. No sabemos aún lo que está dispuesto a conceder el gobierno de España. Lo ocurrido hasta ahora en relación con Cataluña no es tranquilizador. Y en nada ayuda la esperanza.
Jesús Palomar Vozmediano

MUERA ENTONCES LA FILOSOFÍA (o de la LOE)


El Gobierno planea la supresión de la Ética y la reducción de clases de Filosofía en la Enseñanza Secundaria. Soy profesor de Filosofía y hace algunos días que compruebo que muchos de mis colegas no paran de lamentarse. Pero no se preocupe, señora ministra. No, no le voy a dar más el tostón. Todo lo contrario. Es que no llego a entender a qué viene tanto pesimismo. He pensado un poco. Y he llegado a reveladoras conclusiones que demuestran lo injustificado de estos llantos.
Prescindir de la Filosofía en Secundaria es cosa buena. Al fin y al cabo todos sabemos que la Filosofía no sirve para nada. Lo había escuchado muchas veces sin querer admitirlo, pero estaba equivocado. Esta misma mañana lo he constatado empíricamente. Se me averió el coche. Puse la Crítica de la Razón Pura con sobrada fe racional encima del capó, y nada. Seguía averiado, o peor. Al contacto del libro con la chapa, se cayó el retrovisor. No es útil la Filosofía, muera entonces.
Pero como soy un impenitente pecador he seguido pensando, a mi pesar. Y he llegado a la conclusión de que Arte, Literatura, Lengua y otras disciplinas de la misma calaña tampoco sirven. El coche no arrancaba con El Quijote ni con una reproducción muy presentable de Las Meninas. La Lengua es la peor. Esta manía de multiplicar significantes y crear significados utilizando el lacaniano procedimiento de la metáfora y la metonimia es un intolerable derroche. Con onomatopeyas nos iría de maravilla. ¿Y los conceptos abstractos?, un horror. Inútiles, desde luego. Y además nocivos. ¡Cuánto sufrimiento aportan al alma! El lenguaje es la semilla de nuestros dolores más profundos. Recuperemos la salud del perro, mejorando a Diógenes. Si un perro no puede estar loco es porque sabiamente decide no utilizar palabras. Le basta con mover la cola para decir que está contento o enseñar los dientes para decirnos que si te acercas te muerdo. Quedémonos ahí. Ese lenguaje sí es útil. Y sirve, ya lo creo. Mamá agua, mamá frío, papá quiero un móvil. Y pare usted de contar. ¿Y la ortografía? Pos eso. Ke +dá, = mese hentiende. No hablaré mucho del griego y el latín. Demostrar su inutilidad, huelga. ¿A qué retorcido espíritu se le puede ocurrir estudiar y pretender enseñar una lengua muerta? Por Dios, si ya es mala la viva, la muerta ni le cuento. Pero en el pecado llevan la penitencia, señora ministra. Estos expertos de la muerte que maliciaban los espíritus de nuestros chicos con enrevesadas declinaciones y extraños vocablos hace tiempo que pululan macilentos por los institutos como sombras por el Hades. Usted tranquila. Ya casi ningún alumno estudia griego ni latín.
Tras estas revelaciones creí que todo estaba claro. Pero no. Mi pensamiento se embaló. Sin mi permiso, claro. Y seguí pensando. Pasmao quedé. Pues descubrí que las otras, esas otras asignaturas que todos creíamos útiles, tampoco sirven para nada. Si se trata de formar buenos y felices ciudadanos, entonces, a ver, ¿para qué le sirve a un buen ciudadano saber integrales? Con las cuatro reglas bien aprendidas para sumar lo que hay que pagar a Hacienda, le sobra. ¿Y la Química? ¿Para qué puñetas sirve saber que el agua es H2O? En un desierto querría verle con este imprescindible conocimiento. Lo que se necesita saber es que el agua calma la sed. Hasta ahí debería llegar la clase de Química. Lo demás es ganas de enredar.
Por mor de una educación de verdadera calidad lo más apropiado sería que la Enseñanza Secundaria fuese una reiteración incesante de los conocimientos impartidos en Primaria. Aunque no sé, no sé. Quizá tendríamos que simplificarlos un poco. Me temo que allí hay también alguna excrecencia. Más allá de cortar y pegar, y la tabla de multiplicar cantada (si no, no vale), resulta todo demasiado sospechoso. Repitiendo esas dos o tres cosillas útiles machaconamente desde los cinco años hasta los dieciocho nos aseguraríamos de que han aprendido lo esencial y tendríamos perfectos y felices ciudadanos. Pero... ¿no podríamos traumatizarlos con tanto esfuerzo?
Nada, nada. Definitivamente propongo que la Enseñanza Secundaria sea explícitamente lo que ya casi es de hecho: una especie de casino de pueblo para jóvenes, a modo de jardín de infancia o centro social de la tercera edad. La LOE casi es sincera, pero aún le sobra un poco de moralina rancia. Propongo que elaboremos una nueva ley que se exprese sin tapujos. Por ejemplo, en lugar de hablar de institutos de secundaria, hablemos de aparcaniños o centros de ocio obligatorio. Con estas dos ligeras modificaciones, en la Enseñanza y en la Ley, habremos matado dos pájaros de un tiro. Además de mejorar la hedukazion nos habremos mejorado todos moralmente suprimiendo ese horrible vicio de la hipocresía.
Antes de concluir he de confesarle otro pecadillo, señora ministra. Sí, yo era de esos que consideraban que toda educación debía conllevar esfuerzo, que repetir curso era conveniente para el alumno si había suspendido algunas asignaturas, que un estudiante que escupe a un profesor o muerde el tobillo de un compañero debería recibir una pequeña sanción que le hiciese comprender que eso no se hace. Incluso llegué a considerar, pervertido por un tal Freud, que sin un mínimo de autoridad y disciplina no había educación ni socialización posible. Ese loco vienés me lió con uno de sus libros: El malestar en la cultura. Venía a decir que sin la represión de ciertos deseos no surge la conciencia moral. Total, que me puso en un dilema pedagógico: la incomodidad de ser hombre o una ufana animalidad. Quizá por veleidad romántica opté por lo primero. Yo quería ayudar a que se formasen como personas. Ahora sé que estaba equivocado. Qué disparate. Sin duda es mejor educar en la animalidad satisfecha. Todos sabemos ya que Freud era un reprimido sexual y un resentido. Y por eso decía esas cosas. Además era un facha. Con tanta represión y eso.
Por último, me referiré a las quejas gremiales de mis colegas. Sinceramente, no las entiendo. Es cierto que si se cumple la LOE sobramos más de la mitad de los profesores de Filosofía. Pero la hedukazion, así planteada: sin Filosofía, sin esfuerzo, y sin muchas otras cosas que han caído y que irán cayendo, es una tarea titánica para selectos espíritus y robustos cuerpos. Yo sólo soy un humilde profesor de espíritu normalito y más bien enclenque. Y no nos engañemos, la mayoría de los colegas que conozco, también. La excelencia nunca es abundante. Tampoco en nuestro gremio. De modo que agradezco que me releguen de esta ardua y heroica tarea. Pues sólo un héroe puede soportar la sistemática falta de respeto de criaturas de doce, trece o quince años, cuando no el insulto o la agresión. Sólo verdaderos héroes altruistas y geniales están preparados para ello. Hace diez u once años había muchos héroes de esos. Imbuidos de fuerza e ilusión por la LOGSE. Perfectos pedagogos llenos de vocación. Pero se marcharon todos, con el mayor de los pesares (bien lo sabe Dios), a realizar tareas más ingratas. Así están las cosas. Nosotros nos quedamos huérfanos y ellos, nuestros añorados héroes; o están recluidos en departamentos de orientación desde donde apenas pueden dar clases, los pobres (con orientar tienen bastante); o están ocupados en defender nuestros derechos en sufridos sindicatos; o bien trabajan intensivamente desde fríos despachos dependientes del Ministerio de Educación o consejerías autonómicas. Lástima, siempre se van los mejores. Así que espero con ilusión una nueva tarea en el Instituto. Igual de digna, desde luego, pero menos heroica, más acorde con mi sencilla naturaleza. Quizá jardinero. Quizá conserje. Quizá bibliotecario. Será un placer.

(Publicado en el diario ABC del sábado 28 de Mayo de 2005)

Jesús Palomar Vozmediano

Filosofía desde el Palomar


Un saludo. Iré publicando más artículos próximamente. Espero vuestros comentarios.