viernes, diciembre 14, 2018

COSNTITUCIÓN Y LIBERTAD

En los siglos XVI y XVII las estructuras estatales de los principales países europeos están ya claramente definidas y los reyes han dejado de ser garantes del disperso derecho previamente existente para convertirse en monarcas absolutos y creadores de leyes. Jean Bodin y posteriormente Thomas Hobbes emplean entonces los términos soberanía y soberano. El soberano es el sujeto que posee el supremo poder. En las monarquías absolutas el rey es el soberano: juez, gobernador y legislador por encima del cual no hay hombre ni ley alguna. La soberanía del rey es inalienable, indivisible e irrepresentable. Su poder se fundamenta en Dios y se trasmite por herencia genética de una generación a otra.

 Durante el siglo XVIII el titular de la soberanía es cuestionado. Si Bodin y Hobbes utilizaron el término referido fundamentalmente al rey, será Rousseau el primero en afirmar que el pueblo es o debe ser el soberano. Un poder popular a imagen y semejanza del antiguo poder del rey: inalienable, indivisible e irrepresentable. Las revoluciones norteamericana y francesa ponen en práctica la idea roussoniana de la soberanía popular, aunque con una importante modificación: el carácter representativo de la Asamblea Nacional. Entra entonces en juego el principio democrático que pretende sustituir al principio monárquico del antiguo régimen. Es en este contexto donde tiene pleno sentido el término Constitución. En EE.UU y Francia son las asambleas nacionales las que elaboran una Constitución. Pero, ¿qué es lo que constituyen las constituciones? No desde luego los estados ni la Ley, pues los estados monárquicos estaban ya constituidos y tenían su propia ley. Tampoco los pueblos o las naciones ya constituidos en los límites territoriales de los estados. Constituyen entonces las garantías de los derechos fundamentales y la independencia de los poderes del Estado. Así, el poder soberano del pueblo pone limite al poder político convirtiéndose en un poder constituyente. Y los planteamientos democráticos de Rousseau se complementan con los principios liberales de Locke y Montesquieu. 

Los derechos fundamentales son los derechos políticos y civiles. Los primeros posibilitan la participación del pueblo en la elaboración de las leyes, y los segundos garantizan las libertades individuales; entre ellas, la libertad de expresión, de manifestación, de asociación, de circulación, de propiedad y de comercio. Para hacer más efectiva la garantía de estos derechos es ineludible que ejecutivo, legislativo y judicial no dependan unos de otros y que el ejecutivo se convierta en un poder constituido, es decir, limitado por la propia Constitución y enfrentado al legislativo. No es pues retórico el articulo XVI de los derechos del hombre y el ciudadano proclamados por la Asamblea Nacional francesa en 1789: Toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de Constitución. 

Tenemos entonces que, en puridad, una verdadera Constitución tiene tres rasgos ineludibles: el principio democrático de su origen, la garantía de los derechos fundamentales y la independencia de los poderes del Estado. Una Constitución no es pues cualquier cosa y no es desde luego una mera Carta de Leyes, posibilita el juego político; o más propiamente, la política. Atendiendo a la distinción que el insigne pensador Dalmacio Negro propone, lo político es inherente a las sociedades humanas en la medida en que éstas van acompañadas de un poder coactivo que mantiene el orden social, pero la política es el reino de la libertad. Sin libertad de pensamiento y expresión que posibilita el debate abierto, y sin el resto de libertades políticas e individuales, no hay pues política. Y si somos escrupulosos al respecto, diríamos que si tales libertades son concedidas y no conquistadas por el pueblo, tampoco; pues extrañas libertades son aquellas que pueden ser eliminadas al margen del la voluntad de la ciudadanía: lo que es concedido graciosamente puede ser graciosamente arrebatado. 

Una verdadera Constitución propone entonces unas reglas de juego, mera estructura formal sin abundar en contenidos explícitamente ideológicos. Por eso los llamados derechos de segunda generación o derechos sociales pueden o no incluirse en el texto constitucional, pero no son en puridad Constitución, sino leyes de la Constitución, como afirma Carl Schmitt en la obra fundadora del constitucionalismo moderno Teoría de la Constitución. 

Los asuntos sociales son obviamente importantes y es el juego político que la Constitución inaugura el que tendrá que determinar su presencia. Los partidos y asociaciones surgidos de la sociedad civil ofertarán diferentes modelos ideológicos y serán los ciudadanos los que habrán de tener la última palabra por medio del debate abierto y el sufragio. Más impuestos y más servicios públicos o menos impuestos y menos servicios, más libertad y autonomía para el ciudadano o más seguridad y dependencia del Estado son los polos elementales en los que el juego político se mueve en toda sociedad abierta, plural y regida por una verdadera Constitución. 

Hay leyes más acá de toda Constitución, y el Parlamento, poder constituido, tiene licencia para promulgarlas. La regla básica es no contradecir la Constitución misma, que es tanto como decir no saltarse las reglas del juego. 

La libertad política se aprende ejerciéndola y tener miedo a la libertad es la constatación palmaria de que no se es libre del todo. Quizá ha llegado el momento de pensar en un periodo de libertad constituyente. 

Publicado en Disidentia el 8 de diciembre de 2018

miércoles, noviembre 14, 2018

EL FASCISMO DEL ANTIFASCISMO

(El antifascismo y la trivialización del Mal)

Los ángeles custodios de las causas justas no paran de inventarse enemigos o resucitarlos del pasado. Necesitan relatos heroicos en los que aparecer como resistentes a regímenes racistas, heteropatriarcales y totalitarios que solo conocen por el cine o la televisión. Son batallas ganadas antes de empezar, combates sin riesgo que, sin embargo, proporcionan a nuestros héroes un impagable beneficio: saberse del lado del Bien. 


Demasiado tiempo sin guerras. Demasiado tiempo sin conflictos verdaderamente serios. Demasiado aburrimiento, quizá. El paraíso socialdemócrata carece de épica. Y por eso hay que inventarla, aunque resulte al fin ñoña, cacofónica y de malísima calidad: caballeros de cartón piedra contra dragones de papel. 


Pero hoy nada escapa a la producción en serie, tampoco la épica. Los nuevos misioneros antifascistas y, por ende, antibelicistas, anticapitalistas, antimachistas, antirracistas y partidarios de todo lo bueno, reparten el Mal en latas con apertura de anilla y perfectamente etiquetadas, sin cafeína ni calorías para mayor gloria del consumidor: sentarse con las piernas abiertas es una imperdonable ofensa contra las mujeres; la bandera de España es de fachas; decir que en Cataluña se intentó dar un golpe de Estado es crispar; y manifestarse en Alsasua por la libertad y en solidaridad con los guardias civiles que fueron agredidos, es una intolerable provocación. 


No hay que confundirse: el Mal es ese (solamente ese), y no otro. Lo repiten una y otra vez, con semblante serio en los informativos o entre carcajadas en los programas de humor. 


Como el pícaro curandero que induce la enfermedad y nos vende el remedio, la vanguardia revolucionaria de la bondad universal no solo empaqueta, etiqueta y distribuyen el Mal, también lo combate: 


Ortega Lara, que estuvo secuestrado por ETA casi dos años, es recibido por un grupo de manifestantes en Murcia con la frase "que vuelva al zulo". Los antisistema con chalet de lujo han decidido que necesitamos esos dos minutos de odio que Orwell nos presentó en su imprescindible novela 1984. Y quien dice dos minutos dice dos horas, dos días, dos años... Convertir el odio en hábito lejos de ser un vicio es la nueva virtud. Los santos nuevos rectifican así a los antiguos: odia y haz lo que quieras. 


Un ciudadano es multado por un poema. El verso más polémico tiene solo dos palabras: “inquieta bragueta”. Si vislumbras en el rítmico escrito cierto ingenio o gracejo, eres un machista potencialmente peligroso. En un futuro cercano hablar bien del Mal se convertirá en delito y la metáfora y la metonimia estarán definitivamente proscritas. 


Antiespecistas crispados se manifiesta a las puertas de un famoso bar de Madrid con el lema “no es jamón, es cerdo muerto”: los mataderos municipales son campos de exterminio; sus trabajadores, torturadores nazis; y los que comemos carne, cómplices del asesinato en masa. 


La guerra de guerrillas continúa. Mañana habrá más valerosos actos de la resistencia, aderezados con múltiples velitas encendidas y con el Imagine de John Lennon sonando de fondo. 


El Bien es imparable, pronto será obligatorio. El Mal está a punto de desaparecer. Pero... ¿y si el Mal no fuera ese? 
Jesús Palomar
Publicado en Disidentia el 21 de noviembre de 2018

viernes, octubre 19, 2018

EL "BUENISMO", UNA NUEVA RELIGIÓN

El rito sacrificial está en el origen de la civilización y, por ende, de prácticamente todas las religiones. Las más arcaicas sacrificaban a una persona que era considerada siempre culpable. El rito devolvía así la paz a una comunidad ocasionalmente crispada. Según René Girard, escritor y antropólogo francés, el critianismo cambió el guión de este viejo drama: un único sacrificado al que todos reconocieron como víctima inocente acabó con todos los sacrificios. Desde entonces, al menos en Occidente, fue suficiente con recordarlo periódicamente de forma simbólica. Para Girard esto supuso un avance civilizatorio.
Cuando hay un único sacrificado que es reconocido como inocente, la Humanidad se hermana: el Cordero de Dios quita el pecado del mundo; y no solo de un grupo, de una comunidad o de una nación. Todos somos inocentes porque todos somos culpables. Sin embargo, cuando alguien se considera víctima inocente en virtud de su pertenencia a un grupo, la Humanidad se fragmenta: unos son los malos y otros son los buenos. En nombre del progreso se produce un regreso, y la política se convierte en una religión primitiva que no sabe que lo es.

Los modernos pseudoilustrados que pretenden reinventar la Humanidad vuelven así sin saberlo a las pulsiones más elementales que están en el origen de todos los ritos arcaicos: en nombre de los grupos inocentes, los grupos designados como culpables han de ser sacrificados, siquiera simbólicamante en el altar de los medios de comunicación. Pero ¿quiénes son los inocentes?
Tengo una amiga a la que le molesta mucho que las madres suban al autobús con su niño en un carrito, pero es muy comprensiva con los ciegos que suben con un perro. Y no es por un amor desinteresado a los ciegos, sino a los perros.
Hace unas semanas el Ayuntamiento de Ciudad Real aprobó la parada bajo demanda para mujeres que viajan solas en los autobuses que circulan por la noche. Un concejal de la oposición pidió que se incluyesen entre los beneficiarios a personas mayores y discapacitadas, pero el pleno se opuso. El motivo no confesado para esta extraña negativa es fácil de adivinar: las mujeres son inocentes, pero los ancianos y discapacitados no.
Adoradores de la madre Tierra, animalistas, neofeministas, elegetebistas, secesionistas frustrados… son los nuevos inocentes de la nueva “arcaica religión”, y su mera presencia o su afectado testimonio nos convierten a todos los demás en presuntos culpables. La exaltación del inocente del buenismo imperante no deja de ser un cristianismo enloquecido, por más que la mayoría de sus miembros se declaren ateos.
En la nueva religión la dialéctica gregaria de los perseguidos y los perseguidores, intensificada por la pasión mimética que diría René Girard, se superpone a cualquier intento de reflexión. El lenguaje está finiquitado y la razón ha caducado. El rostro entristecido de la “víctima inocente” pululando por las redes sociales y por la televisión es la nueva verdad. Todo el que tenga ojos lo verá. Para atender a las palabras hay al menos que saber leer. Para pensar, hay que saber razonar un poco. Pero las imágenes hablan a todos por sí mismas con abrumadora objetividad.
En esta tensión soterrada, guerra silenciosa al fin, gana quien más pena da. Y como la pena es un inobservable, es la conducta que a ella se asocia lo que vale: ojos húmedos, cejas arqueadas, llanto y lágrimas. Estas son las nuevas armas de los grupos autodenominados víctimas. La imagen lo es todo, prueba indiscutible y fundadora de “nuevos derechos”. Las palabras ya solo importan a unos pocos. Leer o escribir es pasatiempo de cuatro gatos.
Si Marx viviese en nuestra época aprendería a ser un excelente actor y un experto fotógrafo. Tantos libros escritos, y tan gordos, ¿para qué? La frase de nuestro Marx moderno diría: “¡quejicas y llorones del mundo, uníos!” Cabe en un tuit y puede acompañarse con un meme. Tan solo estas palabras, subtitulando la foto del barbudo Marx sumido en un llanto inconsolable y vestido de drag queen, podrían cambiar el rumbo de la Historia.
No queremos ya razones, queremos emociones, incluso sensaciones (cuanto más básicas, mejor). Un político aparece por televisión y alguien ufanamente exclama: “qué asco me da, no lo puedo soportar”, y se acabó la reflexión. Pensar requiere esfuerzo y los argumentos pueden ser discutidos; pero degustar y oler es fácil, y los sabores y los olores no son refutables. Hoy el asco es estructural, no depende de la persona: joven o viejo, guapo o feo; si no defiende con suficiente vehemencia a las autoproclamadas víctimas, “que asco me da”. Los inocentes agradan y provocan empatía, los culpables tan solo dan asco. Pero como dan asco tras ser etiquetados previamente como culpables por los infatigables y mediáticos defensores de los inocentes, no hay forma de salir del círculo. Regresamos entonces al mundo emocional y sensitivo de la primera infancia. Hay cosas que nos agradan como un postre almibarado y otras muchas que nos repugnan como el pescado podrido: la política se ha convertido en cuestión de olores y sabores; y el asco, en su principal categoría.
Las plantas y los animales son inocentes. Los homosexuales son inocentes. Todas las mujeres son inocentes, y por eso son seres de luz incapaces de mentir o de cometer un crimen. Sin embargo, hay muchas personas culpables en virtud de algún pecado original. Los pecados son múltiples y variados: ser blanco y occidental (y no fustigarse por ello), haber nacido hombre, ser heterosexual, ser aficionado a los toros, celebrar la Navidad o no adorar con suficiente devoción a Ernesto Che Guevara. Algunos son pintorescos; otros, aparentemente insignificantes y simplones. Tanto da, todos son igualmente pecados y ninguno ha de ser perdonando. El buenismo alimenta el odio como la gasolina al fuego y necesita siempre identificar a los malísimos que, obviamente, siempre son los otros… y dan mucho asco.
Apunto estamos de eliminar las fronteras y abolir el ejército. El mundo es un paraíso porque la gente es inocente y buena; pero ojo, no vaya usted a quedar fuera de “la gente”. Disentir es confesión de culpabilidad. Si usted lo hace será el indeseable aguafiestas de la reunión, la personificación del mal, el mismo Hitler resucitado: en definitiva, el asco en persona. Se convertirá entonces en el candidato idóneo para el sacrifico laico de los nuevos tiempos: el linchamiento inmisericorde en las redes sociales y la acusación pública desde los medios de comunicación. Alégrese por ello, de momento “los inocentes” no le clavarán un puñal en el altar.
Jesús Palomar
Publicado en Disidentia el 5 de septiembre de 2018

jueves, septiembre 06, 2018

LA CULTURA AUDIOVISUAL, ¿PROGRESO O REGRESO?

La escritura alfabética resulta algo muy contingente. No parece haber ninguna predisposición evolutiva para su aparición. El lenguaje alfabético es un artificio muy complejo y, para lograrlo, nuestra especie libró una dura batalla. De hecho, siempre se logra a través de una dura batalla que se lleva a cabo en el cerebro de cada niño. Si la escritura alfabética no se hubiese dado seguiríamos siendo humanos, desde luego; pero muy probablemente no seríamos lo mismo.
En una obra excepcional sobre la Antigua Grecia, “Prefacio a Platón”; Eric Havelock, profesor de literatura clásica, estudió el tránsito de la cultura oral a la cultura escrita. Según Havelock, este tránsito implicaba cambios cognitivos, sociales y políticos, que no habían sido considerados antes por ningún otro estudioso del tema. Para Havelock en una cultura ágrafa prima la imagen y la memoria. Lo importante es recordar conocimientos básicos a través de ritos y narraciones míticas que posibiliten la supervivencia y fomenten la cohesión del grupo.
Pero en una cultura donde existe la escritura y la mayoría de la población sabe leer, la memoria pasa a un segundo plano, pues está almacenada en libros o papiros. Prima entonces el entendimiento, nos hacemos más conscientes de nuestra individualidad y pensamos y hablamos de una manera esencialmente distinta. Es este tipo de lenguaje, y el modo en que modifica nuestro modo de pensar y hablar, lo que nos inclina al diálogo con nosotros mismos y, por ende, al diálogo con los otros.
Del discurso vertical desde el altar pasamos a la conversación horizontal en el ágora: surge la actitud crítica. Para Havelock no es casualidad que las culturas prealfabéticas sean culturas míticas y sólo en culturas alfabéticas se dé la posibilidad de la ciencia, la filosofía y la democracia. A tenor de lo que nos dice Havelock, enseñar a leer y a escribir, y convertirlo en un hábito, sería pues la tarea educativa más importante. Asimismo, el deterioro de la escritura y la eliminación de la lectura nos devolvería a épocas pretéritas, también en lo social y en lo político. Si Havelock está en lo cierto, la responsabilidad de los maestros es enorme. 
Hoy vivimos la revolución la imagen. Nuestra sociedad no se entendería sin televisión, aparatos informáticos y sofisticados teléfonos móviles. Obviamente, hay cosas muy positivas en todo esto. La imagen es un medio más para adquirir información y, dada su capacidad de seducción, un elemento motivador de primer orden.
Para personas formadas, con un dominio más o menos aceptable de la escritura y habituadas a la lectura, la red y los medios audiovisuales son algo extraordinario. Pensemos en las posibilidades que se abren para un investigador o para cualquier ciudadano curioso que quiere ampliar sus conocimientos. ¿Pero es igualmente conveniente para un niño que apenas sabe leer o para un adolescente en formación con un nivel de lectura precario?, ¿es siempre inocuo sustituir el medio escrito por el medio audiovisual
Marshall McLuhan dijo que el medio es el mensaje. Quizá exageraba, pero atemperando su máxima podemos atrevernos a decir que el medio influye en el mensaje, y mucho más en edades tempranas. El cerebro humano, y más el de los niños, se encuentra en una constante búsqueda de nuevos estímulos. Si la estimulación es moderada, el nivel de atención aumenta; si es excesiva, la capacidad se satura y la atención disminuye. La televisión y la red saturan fácilmente esta capacidad.
Es por tanto natural que hoy los niños y adolescentes tengan rangos de atención más cortos. La interacción con las pantallas (redes sociales, juegos y aplicaciones) parece fomentar una conducta más compulsiva en detrimento de otra algo más reflexiva. La red es una fuente casi infinita de información, pero estar delante del ordenador, ese juguete tan entretenido, es resistirse continuamente a la dispersión: leer diez páginas seguidas en la pantalla es una actividad que pocos resistimos.
Si a todo esto le añadimos que el hábito de la lectura va perdiendo adeptos, que escritura y lectura están siendo paulatinamente sustituidos por lo digital en los colegios y que desde instancias políticas insisten en imponernos el llamado “lenguaje inclusivo”, tan erosivo para la comunicación y el pensamiento; los ciudadanos del futuro podrían ser muy distintos a los actuales.
En 2014 el profesor de filosofía Raúl Gómez Díaz defendió una interesante tesis doctoral: Comunicación y tecnología: efectos sobre la moralidad. Tras la exposición de un dilema ético, alumnos de secundaria debían responder un test. Entre las respuestas posibles había algunas compatibles entre sí y otras excluyentes. Cuando los alumnos contestaban con el ratón tras contemplar la pantalla en la que se exponía el dilema explicado por un dibujo animado, las incoherencias eran mayores que cuando leían el mismo dilema en un papel y señalaban las respuestas con un bolígrafo. Como la mayoría de los jóvenes actuales, los alumnos se manejaban bien en el mundo digital y no eran lectores habituales.
Por primera vez desde el nacimiento de la cultura alfabética la tecnología propicia cambios sociales que, en cierto sentido, se oponen a ella. Hoy cultura digital y cultura alfabética coexisten. Que esta coexistencia se afiance como una convivencia bien avenida o que lo digital anule de facto lo alfabético depende en gran medida de nosotros. El asunto es importante. Si la lectura y la escritura desapareciesen de hecho y el profesor Havelock tuviese razón, ¿volveríamos a la tribu?, ¿tendríamos una sociedad más emocional, reactiva y manipulable?
Publicado en Disidentia el 16 de junio de 2018

viernes, agosto 03, 2018

LA DIFICULTAD PARA PENSAR AUGURA EL FIN DE LA LIBERTAD

En los últimos años de la República alemana de Weimar (1918-1933) la sociedad estaba muy ideologizada y los partidos decían proporcionar a sus seguidores la “correcta” concepción del mundo. Cada partido era una totalidad perfecta, cerrada en sí misma, por lo que converger entre ellos en algún punto resultaba prácticamente imposible: la relación entre las personas con diferentes ideas políticas se fue haciendo cada vez más complicada.
En este contexto de ruptura social el nazismo se fue convirtiendo en la ideología dominante. Pronto el ambiente empezó a ser asfixiante para los disidentes: si no eras nazi, eras sospechoso de ser comunista; o quizá algo peor, judío. Pensar comenzó a ser incómodo, y conversar libremente no estaba exento de sanciones sociales. Si un ciudadano no quería problemas con su vecino, callaba o le daba la razón. Pero la disonancia termina por ser insoportable: fueron muchos los que, acostumbrados a decir lo que no pensaban, acabaron al fin creyendo lo que a todas horas decían.
La reflexión moral implica un diálogo continuo con nosotros mismos y un distanciamiento emocional del asunto juzgado. Se trata de ponernos en la situación de los otros e intentar pensar desde posiciones diferentes. Finalmente, emitimos una opinión razonada que está siempre sometida a debate público. Sin este debate, que se debe producir primero en nuestra cabeza y después con los otros, no hay sociedad civil. No obstante, pensar sobre cuestiones morales es una actividad ingrata, pues pocas veces llega a ser tan concluyente como un razonamiento técnico, científico o matemático. Conlleva, por tanto, cierto desasosiego.
Además, opinar públicamente puede traer consecuencias incómodas, hay gente que te empieza a mirar mal si no piensas como ella. Quizá por eso la tentación de abdicar del pensamiento crítico está siempre presente, siquiera inconscientemente. Más aun cuando la ideología dominante acecha. ¿Por qué hacerse preguntas inquietantes cuando hay tantas respuestas reconfortantes al alcance de la mano?

Muchos alemanes corrientes que en un principio no simpatizaban con el nazismo, decidieron dejar de hacerse preguntas inquietantes: el juicio ponderado fue sustituido por la opinión irreflexiva inducida por la propaganda o por la presión de grupo. El diálogo interno desapareció y, consiguientemente, el debate público se pervirtió: ya no se trataba de razonar con el otro, sino de imponer mi verdad al otro. Según Hannah Arendt fue precisamente esta incapacidad de pensar de una parte importante de la población de Alemanía la que, en gran medida, posibilitó el triunfo del nazismo.
La Historia se suele repetir, aunque nunca exactamente igual. Hoy la ideología dominante no es el nazismo; pero, como en los últimos años de la República de Weimar, hablar libremente resulta cada vez más complicado. La verdad de lo políticamente correcto no admite matices, discusión ni deliberación reflexiva. Si el debate es entre amigos o familiares y asoma la mínima discordia, el amigo puede convertirse en enemigo y el pariente puede retirarte la palabra.
En la calle, y sobre todo en las televisiones, el mensaje es inequívoco: en nombre de la nueva verdad los disidentes deben ser señalados, vigilados y apartados. El linchamiento en las redes sociales es práctica habitual.
Hoy la ideología dominante es el feminismo supremacista y el elegetebismo. Pero no nos engañemos, podría ser cualquier otra. Lo importante no es la ideología que se dice defender, sino lo que a través de ella se pretende conseguir: sabemos, gracias a las cínicas declaraciones de un ministro que, en España, reeducar a los jueces es prioritario. Sin embargo, el ataque a la Justicia es solo un escalón. Hacer de la vida privada asunto político, acabar con lo que queda de la Civilización occidental e instaurar el Paraíso en la Tierra son los últimos peldaños de la escalera.
La verdad política se llama libertad, y su garante es el Estado de Derecho. Cuando en nombre de otra verdad se sacrifica la libertad, el resultado es siempre el mismo: un régimen totalitario donde reina la mentira. Ocurrió y, por lo tanto, es posible. David Russet, escritor francés víctima de las atrocidades nazis, decía que el hombre normal no sabe que todo es posible. Hoy sus palabras, fruto de un ponderado juicio en una época donde mucha gente lo perdió, deberían entenderse como un nuevo imperativo moral: ¡no se debe ser un hombre normal!
Publicado en Disidentia el 7 de mayo del 2018

miércoles, julio 18, 2018

DEL ESTADO DEL BIENESTAR AL ESTADO DEL MALESTAR

Con la independencia de EE.UU y la Revolución francesa surge el Estado liberal. A partir de 1833 nos referimos a él como Estado de Derecho. en virtud de la expresión acuñada por el jurista alemán Robert Von Mohl. El Estado tenía una presencia mínima y limitada en la sociedad civil, y las libertades individuales y la igualdad ante la ley eran los valores incuestionables que se debían proteger.

A finales del siglo XIX, en la Alemania de Bismarck, el Estado interviene en la sociedad aplicando criterios de justicia social. No obstante, esta intervención se intensifica en la República de Weimar durante la década de los veinte del pasado siglo. Fue en ese período cuando Hermann Heller, otro eminente jurista germano, utiliza por primera vez la expresión Estado social de Derecho.

Tras la Segunda Guerra Mundial la intervención del Estado en asuntos sociales aumenta significativamente en Europa occidental. El Estado social de Derecho pasa a denominarse entonces Estado del Bienestar. Los parias de la tierra, antaño famélica legión, se convirtieron en próspera clase media con escasas veleidades revolucionarias. Los principios básicos del originario Estado liberal, aunque continuamente cuestionados por influyentes minorías estatistas, eran más o menos respetados por todos. Hoy la situación es distinta.

La última crisis ha logrado empobrecer a gran parte de la clase media. No obstante, los oficialmente necesitados de ayudas han dejado de ser los económicamente más débiles. Nuevos colectivos, designados previamente como inocentes víctimas por sus progresistas mentores, son ahora los que deben ser protegidos independientemente de su nivel de ingresos.




Del Estado del Bienestar hemos pasado al Estado de Malestar
Foto Josh Wilburne

La administración no es capaz de subvencionar un empaste dental a un trabajador desempleado, pero es sumamente generosa con organizaciones neofeministas y elegetebistas que hacen del activismo y de las ayudas públicas su modus vivendi. La clase política es cada vez más corrupta y está desacreditada; pero el Estado, conducido por esa misma clase política corrupta y desacreditada, es paradójicamente el nuevo dios objeto de nuestras plegarias

La reflexión racional es sustituida por la empatía; por lo que el legislador no necesita ya un juicio ponderado, solo un buen corazón: en nombre de los buenos sentimiento se cuestiona la presunción de inocencia, se impone la discriminación positiva y se consagra la desigualdad ante la ley. Cualquier deseo es susceptible de convertirse en derecho, basta con que sea insistentemente reclamado en los medios de comunicación y en la plaza del pueblo.

En la sociedad todo se politiza y, en consecuencia, se genera continuamente conflicto, desconfianza y resentimiento: ceder el paso a una mujer o regalar una muñeca a una niña levanta sospechas; discutir con la novia, roza la ilegalidad. Si tales sucesos ocurren en el espacio público te convierten en objeto de inquisitivas miradas que pueden acabar en delación. Quizá usted no se había dado cuenta todavía, pero el viejo Estado del Bienestar es ya de facto un Estado del Malestar.


¿Hemos tocado fondo? Los antiguos griegos decían que hace falta llegar a lo pésimo para que comience lo óptimo, pero la lógica del picador nos dice otra cosa bien distinta: tocar fondo nunca está garantizado y siempre se puede cavar un poco más.

Reconocer que un frondoso paisaje natural es un bien digno de ser protegido no debería implicar que las plantas tengan derechos. Pero por ese camino vamos. A este respecto Dave Foreman, cofundador de Earth First!, llegó a decir: «La Tierra tiene cáncer, y ese cáncer es el hombre». Mutatis mutandis con los movimientos animalistas en boga. Pasaremos de asumir que no debemos maltratar a los animales, a considerar asesino al conductor que atropella una ardilla que cruza inesperadamente la calzada.

Entretanto, los lobbies ecologistas y animalistas también habrán de ser alimentados por el Erario Público. De modo que es muy probable que el Estado siga engordando a costa de nuestra hacienda y de nuestras libertades. Y no es en absoluto descartable que el Estado mismo, en un acto de suprema justicia, bondad y empatía, llegue a decretar la aniquilación de la Humanidad por el bien del Universo.

Bertrand de Jouvenel advertía en Sobre el poder, una de sus obras más representativas, que el Estado en Occidente tiene una peligrosa tendencia a cristalizar en un Estado Minotauro: poderosa máquina de legislar que, como el Minotauro mítico, exige continuamente sacrificios humanos.

Si no logramos salir del laberinto es inevitable que se cumplan los peores pronósticos: en nombre del  bien, la igualdad, los nuevos derechos y la opinión de moda un nuevo totalitarismo con rostro amable conseguirá finalmente convertirnos en esclavos voluntarios. Pero todo esto será probablemente mañana. Afortunadamente lo pésimo no ha llegado todavía. Ergo, disfrutemos mientras podamos del Estado del … Malestar.

Publicado en Disidentia el 23 de abril de 2018

martes, mayo 22, 2018

EL SENTIMENTALISMO POLÍTICO: GENERADOR DE ENEMIGOS



El sentimentalismo político: generador de enemigos
Los individuos propensos a asumir riesgos en beneficio de los otros no son premiados por la evolución. Su número descenderá progresivamente, pues un alto porcentaje morirá joven y sin descendencia. Sin embargo, las tribus con más miembros capaces de sacrificarse por sus compañeros aumentarán las posibilidades de sobrevivir, expandirse y crecer.

Según la teoría de la evolución esta selección grupal vendría a explicar la existencia del sentimiento altruista en la especie humana. El científico Richard Dawkins elaboró en los años setenta una argumentación más detallada apelando al gen egoísta. Que los padres sean capaces de dar la vida por los hijos es una actitud generosa y desinteresada, pero un biólogo evolutivo solo verá en ello la salvaguarda de la carga genética presente en los progenitores; es decir, un egoísmo de grupo

Resulta entonces que nuestro natural sentimiento altruista es directamente proporcional a la proximidad en el parentesco. En condiciones primitivas los humanos somos muy altruistas con los parientes cercanos, menos con los lejanos y nada con las otras tribus. No obstante, las tribus vecinas no nos son indiferentes. En realidad sentimos hacia los otros una instintiva hostilidad que viene a ser el inevitable reverso del apego hacia los nuestros. De modo que los sentimientos morales cálidos, que parecen tener una base biológica, tienen también su sombra: los extraños, dentro o fuera de la tribu, son una peligrosa amenaza de la que conviene defenderse.
Dado el potencial destructivo que conlleva la aparición de la inteligencia humana, fue imprescindible un ardid evolutivo capaz de paliar esta tendencia al conflicto que ponía en peligro a la especie. Apareció entonces el chivo expiatorio: un individuo designado previamente como causa de todos los males era ritualmente sacrificado. El luctuoso acontecimiento actuaba como una eficaz vacuna contra la violencia mimética, que diría René Girard. El beneficio era grande: se apaciguaba el malestar colectivo y se cohesionaba afectivamente la tribu. El grupo se mostraba entonces mejor preparado para posibles combates contra el enemigo exterior. Cuando las comunidades se hicieron más grandes y complejas la cohesión emocional entre sus miembros se debilitó, y el papel apaciguador del rito sacrificial fue sustituido por el Derecho generado por la costumbre y por el compromiso de respetar los pactos con las comunidades vecinas. El último capítulo de este proceso de enfriamiento sentimental de la política fue la creación del moderno Estado de Derecho y el Derecho internacional.
En las sociedades abiertas actuales apelar a los sentimientos desde la política resulta entonces una regresión no exenta de peligros. Utilizar estrategias primitivas para situaciones nuevas suele producir malas consecuencias. Amar a los miembros de la familia o de la tribu es normal, pues el verdadero amor hacia los otros es siempre el amor a los cercanos. Pero cuando un político proclama un amor desinteresado a muchos, incluidos los lejanos; es otra cosa distinta al amor mismo. ¡Cuánto mejor el político que respeta verdaderamente a los ciudadanos más allá de efusivas proclamas amorosas! No se puede amar cálidamente a un extenso colectivo cuya mayoría de miembros no conocemos personalmente; y cuando un líder político lo proclama con manifiesta afectación, evidencia su impostura y nos acerca un poco más al infierno. Sentimientos y política son el cóctel perfecto para la tragedia.
Si cierto es que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones, no menos cierto es que en tiempos modernos demasiadas veces los cálidos sentimientos han sido excusas para las peores matanzas. El amor de Robespierre a los virtuosos citoyens inauguró el Terror que guillotinó a miles de sospechosos conspiradores, el amor a la Humanidad de los bolcheviques resultó inseparable del hostigamiento a los designados como burgueses y el amor a la raza aria que Hitler profesó, fue proporcional al esfuerzo por aniquilar a los judíos. En todos los casos los verdugos se definieron a sí mismos como víctimas y, en todos los casos, la ancestral y oscura necesidad del chivo expiatorio apareció secularizada en forma de crimen colectivo. En las tribus primitivas la víctima sacrificada actuaba como un fármaco curativo y apaciguador; pero, como bien sabían los antiguos griegos, el pharmakon se puede convertir fácilmente en veneno. Tan solo depende de cuánto, cuándo y cómo se suministre.
Hoy la emotividad política es epidemia, y gran parte de la tarea política es identificar a las victimas que, por decreto, habrán de ser merecedoras de nuestra compasión ―también de una parte significativa de nuestros impuestos―: una pléyade de políticos, periodistas y opinadores las exhiben diariamente desde los medios de comunicación; por lo que, a estas alturas, nadie ignora ya quienes son. Pero identificadas las víctimas quedan identificados también los enemigos: chivos expiatorios colectivos y desacralizados dispuestos a ser sacrificados por sus bondadosos e inocentes verdugos
¿Quiénes son estos enemigos candidatos al sacrificio en el altar de lo políticamente correcto? Quizá la pregunta produzca cierta desazón entre mis lectores. Y alguno habrá que se diga a sí mismo: ¿seré acaso yo? Tranquilícese; si usted no se considera español, no tiene aspecto caucásico, no es católico, hombre, ni heterosexual no tiene motivos para preocuparse.

Publicado en Disidentia el 22 de mayo de 2018