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Epicuro fue un filósofo griego que vivió entre los siglos IV y III a.C. A los 35 años se estableció en Atenas, donde fundó su propia escuela de filosofía conocida con el nombre de El Jardín, famoso no sólo por la enseñanza de la filosofía, sino también por el cultivo de la amistad y por la participación, no sólo de hombres (como era normal en otras escuelas de filosofía en Grecia) sino también de mujeres. Epicuro tenía una visión hedonista de la vida. La palabra “hedonista” procede del vocablo griego hedoné, que significa placer. Y, efectivamente, para Epicuro la felicidad se reducía al placer y a la ausencia de dolor. Y es que, según Epicuro, todos los seres humanos buscan mediante sus acciones lo mismo: evitar el dolor y alcanzar el placer. La prueba de que algo es bueno es que produzca placer, y la prueba de que algo es malo es que produzca dolor. Sin embargo, Epicuro reconocía que esto no era tan sencillo, pues hay cosas o acciones, como por ejemplo una borrachera, que pueden producir un placer inmediato, pero luego la resaca pueden producir un dolor mayor. Igualmente hay cosas, como por ejemplo preparar un examen de matemáticas un domingo por la tarde, que pueden suponer dolor o sacrificio, pero que son necesarias para alcanzar un placer o un bienestar mayor y más duradero (la satisfacción de aprobar, por ejemplo, o la posibilidad de estudiar la carrera que deseo). En estos casos, ¿qué es lo que debemos elegir? Epicuro lo tenía bastante claro: hay que elegir siempre aquellas acciones que nos reporten un placer mayor y más duradero y que nos eviten la mayor cantidad posible de dolor. El secreto de la felicidad está entonces en el sabio cálculo de las consecuencias que se siguen de nuestras acciones, de cara a evitar la mayor cantidad posible de dolor y alcanzar el placer más duradero. Hay que insistir en que, para Epicuro, tan importante para la felicidad era alcanzar el placer como evitar el dolor. De ahí que, según él, ni banquetes ni juergas constantes dan la felicidad, si no van acompañados de la prudencia que no es otra cosa que el sabio cálculo de las consecuencias que se siguen de cada acción.
Cuando
Epicuro hablaba del placer no se refería exclusivamente a los placeres
materiales o del cuerpo, sino también a los placeres espirituales o del
alma, tales como los que se siguen del cultivo de la amistad o de la
práctica de la filosofía, que eran placeres más duraderos y por tanto
más deseables que los placeres del gusto, del tacto o de la vista.
Cuentan, por ejemplo, que en su lecho de muerte y en medio de fuertes
dolores, Epicuro tuvo aún fuerzas para escribir a uno de sus discípulos
las siguientes palabras: «Te escribo estas líneas en este día feliz que
es, sin embargo, el último día de mi vida. Los dolores de estómago y de
riñón me asaltan continuamente, pero son compensados ampliamente por el
placer del alma al recordar nuestras pasadas conversaciones
filosóficas». Igualmente, al hablar de la ausencia de dolor, Epicuro
pensaba no sólo en el dolor físico (una enfermedad o un castigo físico),
sino también en el dolor espiritual o afectivo que nace de todas
aquellas cosas que alteran la paz del alma y nos hacen vivir
intranquilos o insatisfechos. De ahí que para Epicuro la felicidad
consistía fundamentalmente en alcanzar un estado de placer reposado y
duradero donde las penas y las preocupaciones que perturban nuestra paz
quedasen diluidas. Por supuesto que eso no quería decir que hubiera que
renunciar a los placeres de la buena mesa, del buen vino, etc., pero sí
era necesario ordenarlos y supeditarlos al máximo placer: el bienestar
físico y espiritual duradero. Epicuro usó una extraña palabra para
referirse a ese estado de paz y felicidad: ataraxia. La ataraxia de la
que hablaba no era ni más ni menos que un estado duradero de equilibrio,
tranquilidad y serenidad del alma, de bienestar físico y espiritual
basado en un placer estable y tranquilo, lejos de toda preocupación e
inquietud.
Alcanzar
la ataraxia era alcanzar la verdadera felicidad. Pero ¿cómo lograrlo?
Epicuro puso la filosofía al servicio de ese fin con el objetivo de
eliminar los miedos y los temores que perturban el alma de los hombres y
nos impiden vivir felices y tranquilos.
Los
miedos fundamentales, según Epicuro, eran cuatro: a la muerte, al dolor
físico, al destino y a los dioses. Para evitar estos temores Epicuro
propone el cuádruple remedio, el tetrafarmakon. Veamos en qué consiste:
Epicuro trató de combatir el miedo a la muerte mediante un famoso
argumento filosófico: «A la muerte no hay que temerla, pues cuando
estamos vivos no tenemos sensación de la muerte y, por tanto, no la
sentimos. Y cuando estamos muertos, no tenemos sensación alguna y, por
tanto, tampoco la sentimos». No hay que temer al dolor corporal. Cuando
es intenso dura poco y cuando dura más tiempo es menos intenso. En ambos
casos es soportable. Si el dolor fuese muy intenso y duradero
moriríamos. Pero a la muerte, fin de todo dolor, no hay que temerla como
ya vimos anteriormente. No debemos temer el futuro. Nuestro destino no
está "escrito", y si lo estuviera, no podríamos saber qué sucederá. El
cuarto miedo que Epicuro combatió fue el miedo a los dioses, a sus
enfados, castigos y represalias. Para ello, Epicuro trató de convencer a
la gente de que los dioses, en el supuesto de que existan (pues Epicuro
lo pone en duda), deberían de ser tan perfectos que no se preocuparían
por los insignificantes asuntos humanos. Y mucho menos para castigarnos.
Epicuro
recomendaba asimismo apartarse de la política. La vida privada,
tranquila, sin excesos, sin participar en la agitación de la vida
pública, dará las mejores condiciones para alcanzar la felicidad. Así,
la vida moral es fundamentalmente individual y la única relación que se
debe apreciar entre los individuos es la de la amistad, una relación
libre y natural. Tampoco era Epicuro muy partidario del matrimonio.
Sin
embargo, el secreto más importante para alcanzar la felicidad consistía
en reducir nuestros deseos y nuestras necesidades a lo indispensable,
con el fin de alcanzar la autosuficiencia y evitar todas las
preocupaciones e inquietudes que nacen en el alma cuando deseamos poseer
o disfrutar aquello que no tenemos o que cuesta trabajo y sufrimiento
alcanzar. En realidad, pensaba Epicuro, el ser humano necesita muy pocas
cosas para ser feliz, pues sus verdaderas necesidades son escasas:
comida, vestido, calzado, un techo bajo el que cobijarse y afecto
sincero. Epicuro lo tenía claro: no es más feliz el que más tiene, sino
el que menos cosas necesita.
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