martes, junio 20, 2006
MOROS Y CRISTIANOS. Y GRIEGOS ( o del choque de civilizaciones)
Los antiguos griegos consideraban que las ideas estaban para ser discutidas; que la razón servía para pensar libremente; que el mundo era un hermoso enigma por resolver, una especie de reto para la inteligencia. También los griegos tenían una religión, pero sus dioses eran cercanos a los hombres, carecían de Iglesia que articulara las creencias en un dogma férreo, y los sacerdotes y las pitonisas habitaban en los oráculos y en los templos, no en los palacios de los gobernantes. Para los griegos los muertos viajaban al Hades donde, sin cuerpo y sin memoria, vagaban eternamente como sombras. De modo que nada había después de la muerte y, precisamente por ello, la vida era valiosa. Algo hermoso, alegre.Llegaron después los cristianos.
Los cristianos pensaban que las ideas verdaderas eran vertidas por Dios a los hombres, a través de la iluminación o de las Escrituras Sagradas; que las ideas estaban para ser proclamadas desde el púlpito y, finalmente, impuestas sin discusión; que el mundo era un inmenso misterio que había que respetar, pero en ningún caso un enigma por resolver. Porque la manzana del conocimiento era un ardid de la maldita serpiente, y la inevitable consecuencia de su ingestión era siempre la expulsión de algún paraíso. Para los cristianos la razón era sospechosa de connivencia con el demonio y, justo por ello, debía subordinarse siempre a la fe. De modo que el razonamiento sólo era válido si coincidía con la verdad revelada (precisamente por la coincidencia, no por ser correcta deducción). Para los cristianos sólo había un Dios, trascendente y alejado de los hombres y, en su honor, crearon una Iglesia. Articularon un dogma férreo que procuraron imponer, por su propio bien, a los otros: los paganos, los ateos; en definitiva, todos aquellos que estaban errados.
Durante mucho tiempo la Iglesia habitó en los palacios de los gobernantes, y la Iglesia y el poder fueron una misma cosa.
Volvieron los griegos.
Fue en el Renacimiento. Se volvió a ver el mundo como un hermoso enigma que había que resolver. Y el pensamiento volvió a ser libre, y las ideas se volvieron a discutir. Y la verdad dejó de ser palabra susurrada por Dios al oído de sus predilectos, para ser, de nuevo, tarea lúdica de la razón. Pero a los cristianos, que aún habitaban en los palacios de los gobernantes, nada de esto les pareció bien. Y persiguieron a Kepler, y condenaron a Galileo. Y arrojaron a las llamas purificadoras a Miguel Servet y a Giordano Bruno, y a otros muchos valientes griegos: griegos alemanes, griegos españoles, griegos italianos... Eppure si muove. El mundo. A pesar del Papa y de la Iglesia. Y también continuó moviéndose la Historia. Nada fue ya igual después de esta batalla. Los cristianos, que se veían a sí mismos como piadosos corderos, supieron desde entonces que en el interior de cada uno de sus feligreses dormitaba un lobo, un peligroso lobo con los colmillos de la razón bien afilados, es decir, un griego. Sospecharon que había demasiados griegos vestidos de cristiano. Al fin y al cabo, lobos con piel de cordero. Y consideraron que era de vital importancia no despertar al griego que cada cual llevaba dentro. Desde entonces, fueron algo más sutiles y diplomáticos. También los griegos aprendieron la lección. Supieron del verdadero poder de los cristianos y, temerosos, continuaron ejerciendo de griegos sólo por las noches, conspirando en la oscuridad. Quizá esperando tiempos mejores.
Y, poco a poco, los griegos fueron dejándose ver, y volvió el libre pensamiento y la emocionante búsqueda de la verdad. Y el siglo en el que todo esto sucedió, se iluminó.
Y llegó al fin la gran batalla. Fue en Francia, a finales del Siglo de las Luces. Europa tembló. El Terror fue un ángel exterminador. La tierra se inundó de sangre de cristianos y de griegos. Mucha de esa sangre fue inocente. Lo sé. Siempre hay demasiada sangre inocente en las batallas (quizá siempre hay demasiadas batallas). Pero, tímidamente, fue abriéndose el día. La Iglesia dejó de habitar en los palacios de los gobernantes. Y el mundo fue de nuevo un hermoso enigma que había que resolver, y la verdad algo por descubrir. Y el libre pensamiento volvió a ser alabada virtud.
La disyuntiva fundamental no es pertenecer a la cultura occidental o a la oriental, no es ser cristiano o musulmán. Lo verdaderamente importante, viva usted en la cultura que viva, es si es griego o no lo es. Si es usted griego y vive en Occidente quizá se sienta amenazado por los musulmanes fundamentalistas de Oriente que se asoman por su televisor. Pero también se verá ocasionalmente enfrentado con los cristianos de casa, la mayoría de las veces un enfrentamiento cordial, casi amistoso, otras veces menos cordial, porque también aquí hay cristianos fundamentalistas que intentan salvar a toda la Humanidad. En cualquier caso sin graves consecuencias, porque afortunadamente ninguna Iglesia habita ya en el Poder. Pero si es usted griego y vive en un país musulmán la cuestión es otra. En demasiados países orientales la Iglesia islámica aún no ha salido de los palacios de los gobernantes, y los secretos del mundo siguen siendo manzanas prohibidas que no se deben conocer, y la razón continúa recibiendo miradas de recelo, sospechosa de ser arma sutil del demonio. Y, a menudo, desconocidos galileos siguen siendo perseguidos y condenados tan sólo por decir libremente lo que piensan.
Mi solidaridad con los griegos del mundo, pero muy especialmente con los que viven en los países musulmanes más radicales, sufriendo en silencio a sus gobernantes, ejerciendo de griegos a escondidas, de noche, sin que nadie los vea.
Jesús Palomar Vozmediano
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Publicado por
Jesús Palomar
Etiquetas:
política
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3 comentarios:
Hola:
He buscado tu correo electrónico, sin encontrarlo. El mío es v.torres@ono.com
Saludos
TE MANDO ESTE ARTÍCULO TUYO PARA QUE HAGAS EL FAVOR DE COLGARLO Y ASÍ LO PUEDA CITAR YO
Nacionalismo e izquierda
JESÚS PALOMAR VOZMEDIANO
Puede ser usted nacionalista, si quiere. Puede ser usted marxista, si le parece bien. Pero lo que no puede ser usted, por más que se empeñe, es nacionalista y marxista a la vez. Sé que es elemental, de perogrullo. Tan evidente y sabido que casi da vergüenza escribirlo. Y, sin embargo, nunca está de más recordar lo que parece olvidarse continuamente, quizá alevosamente. Nicolás Redondo Terreros es demasiado sospechoso para la progresía de su propio partido, pues no entiende como siendo socialista es tan beligerante contra el nacionalismo vasco. IU hace alarde de su izquierdismo precisamente por su explícita complicidad con la causa vasca. ETA se define a sí misma como izquierda abertzale. Y aquí y allá estoy cansado de escuchar cómo conciudadanos que se autodenominan de izquierdas (progresistas, socialistas o comunistas), elaboran, sin ningún pudor, discursos nacionalistas más o menos radicales. El nacionalismo y el marxismo, ideologías antagónicas, se proclaman ambas emancipadoras del pueblo. Pero lo que entienden por pueblo, respectivamente, es totalmente distinto. Así pues, diciendo idénticas palabras, unos y otros se refieren a cosas radicalmente diferentes, opuestas y excluyentes.
Para los nacionalistas el pueblo es la nación. El término nación viene del verbo latino «nascor», que indica nacimiento, en el sentido de brote o generación. De modo que el conjunto de personas que constituyen una nación es vivido por los nacionalistas como una realidad que brota o se genera, dotada de naturaleza. Es decir, dotado de un modo de ser inamovible que la define, la identifica y la diferencia de otras naciones. Los rasgos comunes que aportan esta identidad no son accidentales. Son esenciales. Por consiguiente, también hay diferencias esenciales entre las personas de distintas naciones. Sin embargo, los marxistas interpretan el término pueblo más bien como población de un territorio, y más precisamente como la masa obrera, la población que constituye mayoría y está explotada por una clase minoritaria. Para los marxistas las diferencias entre individuos son siempre accidentales. No hay pueblos esencialmente distintos a otros. Pues si admitiesen esta diferencia esencial deberían admitir que cada pueblo podría llegar a normas y leyes peculiares que reflejasen, a su vez, una idea de justicia totalmente opuesta. La nación, en cuanto que es una realidad natural que nace, es semejante a un organismo vivo. Pero esta idea está en liza con el ideal igualitario de los marxistas. Considerar la nación como un organismo es aceptar, implícitamente al menos, que pueden existir distintas clases o estratos en su seno, con distintas misiones por realizar, análogamente a lo que ocurre en un cuerpo donde la cabeza, la mano o el riñon, aunque persiguen el mismo fin, hacen cosas diferentes. Desde luego, esta idea no es incompatible con la división de la sociedad en trabajadores y burgueses. Y está a años luz de una visión igualitaria, no ya de la humanidad o de la sociedad, sino incluso entre los individuos de la misma nación.
Para el nacionalista el mundo está constituido por diferentes naciones con similares afanes de
hegemonía. El mal supremo es la pérdida de identidad, y el único que puede realizarlo es otra nación más poderosa. Por tanto, el enemigo natural de una nación es otra nación, y la historia es la guerra entre naciones. Para el marxista el supremo mal es la injusticia social. Y la minoría opresora, dueña de los medios de producción, el principal enemigo. En consecuencia, la única lucha que cabe concebir es la de clases. El marxismo es
internacionalista. Para el nacionalista la nación tiene que ver con sentimientos y emociones
exaltadas y está íntimamente relacionada con términos como heroísmo, destino glorioso y otros de similar catadura. En cambio, el marxismo es racionalista y la intervención de los hombres en la historia debe estar orientada por el conocimiento de las dialécticas del devenir. La acción es reflexiva y científica, y está encaminada a una sociedad sin clases.
La nación posee un espíritu colectivo o «Volkgeist», es decir, un espíritu del pueblo. Para el nacionalismo, no exento de religiosidad, el espíritu es más importante que el cuerpo, «ergo» el espíritu del pueblo es más importante que el pueblo mismo. Los marxistas son materialistas y sólo pueden ver en los discursos demasiado espirituales un instrumento de alienación ideológica al servicio de La clase dominante. En lugar de espíritu del pueblo el «Volkgeist» sólo puede ser, como la religión misma, el opio del pueblo.
SÍ A LA TECNOLOGÍA¡¡¡
Acabo de leer tu entrada, estimado lector. Supongo que vives en Alicante, pues el artículo se publicó en el diario INFORMACIÓN. El artículo en cuestión ya está publicado en este blog. Le he modificado el título. Ahora se titula NACIONALISMO Y MARXISMO (O DE LA TEORÍA). También lo he reformado un poco, intentando obviar la coyuntura política del momento de su publicación.
Gracias por tu atención, y un saludo a mis amigos y compañeros de Alicante.
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