martes, octubre 26, 2010
SUJETOS DESEANTES
Para Platón el hombre está constituido por dos partes: cuerpo y alma. El alma a su vez se divide en tres partes. Una parte racional, otra irascible (voluntad) y otra concupiscible (instinto). Cada parte del alma tiene varias funciones propias. La parte racional tiene la función propia de la sabiduría, la prudencia y el gobierno de las otras dos partes. La parte irascible tiene la función propia de la fuerza y la sumisión a la parte racional, y la parte concupiscible tiene la función propia de la templanza o moderación en la expresión de sus deseos y la sumisión a la parte racional. Cuando cada parte del alma cumple sus funciones propias alcanza así su virtud. Cuando las tres partes cumplen su función propia se produce, entonces, la virtud más importante: la justicia, una especie de armonía interior.
La tesis es que el ser humano es un ser fundamentalmente racional, dotado tangencialmente de deseos e inclinaciones. Hay conflicto intrasíquico, sí, pero la razón puede ganar esta batalla poniendo de su lado a la voluntad: nuestro verdadero yo. Al planteamiento de Platón se le sumó Aristóteles con su zoon politikon.
La visión impolutamente racional del ser humano ha estado vigente durante toda la historia de Occidente. Y el Siglo de las Luces fue su apoteosis. Sin embargo empieza a flaquear con las agudas reflexiones del irreverente Schopenhauer y su insigne discípulo Nietzsche. Pero será Freud el gran revulsivo. Freud nos advierte del riesgo de menospreciar el aspecto deseante del ser humano. No es algo meramente tangencial, sino constitutivo. Deseamos más de lo que la razón sospecha, y a menudo seguimos deseando cuando creemos pensar racionalmente. Freud llama a este desear sin saberlo racionalizar, algo distinto al mero razonar. Casi siempre la razón es subsidiaria de nuestros deseos, aunque la propia razón no lo sospeche. El inconsciente es el ardid que el deseo utiliza para dominar nuestra voluntad. Veinte años después de que Freud diese a luz su segunda tópica, la racional y sensata Europa se destruía en una cruenta guerra a la sombra de dos regímenes totalitarios. ¿Le daba esto la razón?
Los parámetros para intentar comprender la economía, la sociedad y la política en la primera mitad del XX seguían sin embargo reposando en los mismos cimientos: la racionalidad humana. Y consiguientemente despreciando la brecha abierta definitivamente por Freud: el deseo y, más precisamente, el deseo inconsciente. Los economistas seguían apelando a sus precisas leyes racionales de la oferta y la demanda; los sociólogos al factor económico, si eran marxistas, o a la ideología entendida como un conjunto de ideas explicativas y coherentes, si eran idealistas. Y la democracia representativa a los principios morales-racionales de sus representados; por ende considerados responsables votantes.
En los años cincuenta Edward Bernays, el sobrino de Freud, lleva el diván de su tío al salón de los publicistas. Se trata de utilizar el conocimiento freudiano para hacer más eficaz el mercado. La cuestión no es la oferta y la demanda. Al menos no solo eso. El objetivo es descubrir el deseo inconsciente de los consumidores. Los consumidores son más propensos a comprar lo que desean que lo que necesitan. ¿Pero qué desean? Bernays y sus psico-publicistas se ocuparán de descubrirlo. Y si no, de crearlo. La publicidad y los hábitos de consumo sufren entonces una revolución. El poder político tardó en darse cuenta de la efectividad de tal hallazgo. En los años 80 la política norteamericana y británica sucumbió a la irresistible tentación. Si me votas satisfaré tus deseos. La aduladora máxima que se repetirá desde entonces a la ciudadanía es simple: la libertad es hacer lo que deseamos. De una u otra forma, la máxima fue seguida tanto por liberales como por socialdemócratas. En mi opinión esto marcó dos hechos muy significativos: la consolidación de una casta política desligada cínicamente del bien común y la adquisición de una flamante buena conciencia del nuevo ciudadano-deseante. Heidegger definía al ser inauténtico como aquel que se mueve constantemente por la avidez de novedades para no afrontar su propio vacío. En fin, en esto creo que el cuestionado Heidegger hizo una descripción acertada de un tipo de ser que todos conocemos (quien esté libre de pecado que tire la primera piedra). No obstante, este nuevo tipo de ser parece el nuevo ideal que al menos de facto se nos impone. Como docente no me resisto a dar testimonio de que la onda expansiva ha llegado también a la Educación. O más precisamente, sobre todo a la Educación.
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Jesús Palomar
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política,
Psicología
viernes, octubre 08, 2010
VEN AQUÍ BOBO QUE TE ESPABILO (un cuento)
Es obvio que la enseñanza ha cambiado. El cuento que a continuación os dejo es un retazo de mi infancia. Todo lo que se narra en él es verídico, y ocurrió (ocurría) en un barrio de la periferia de Madrid allá por los años sesenta o principios de los setenta.
VEN AQUÍ BOBO QUE TE ESPABILO
Recuerdo el colegio donde estudié cuando era niño como un mundo paralelo al de casa que resultaba ser familiar y extraño a la vez. A primera hora formábamos filas en el patio, y rezábamos. Luego íbamos entrando muy ordenadamente. En clase, justo encima del encerado, colgaba un retrato del Generalísimo vestido de militar, con el rostro muy serio. También recuerdo que durante un curso o dos repartían botellitas de leche en el recreo. Algunos se llevaban Colacao y lo mezclaban. Yo no. Me gustaba mucho la leche así, sin nada. Creo que la leche era una ayuda americana. Una especie de Plan Marshall trasnochado, sólo para España. Pero entonces no lo sabía. El director advertía que sólo podíamos coger una botella, y que si alguien tomaba más, le castigaría. El director siempre estaba castigando. Por correr por los pasillos, por bajar deslizándote por la barandilla de la escalera o por reírte fuerte. Cuando entraba en clase, todos nos levantábamos y le saludábamos a coro: «Buenos días señor director», y nos sentábamos solamente cuando nos daba permiso. Cuando se marchaba se repetía el mismo ritual. Nos levantábamos y le despedíamos a coro: «Que lo pase bien». El director tenía un aire marcial, y venía siempre a final de curso a darnos las notas. Se sentaba en la silla del maestro, nos iba nombrando y, tras repasar el boletín, nos felicitaba o nos reprendía. A los que tenían buenas notas les ponía a su derecha y a los que tenían malas los enviaba a su izquierda tras arrearles una colleja o una patada en el culo. Al pelotón de los torpes, decía. Desde nuestra mirada infantil el colegio era como un pueblo del salvaje oeste y clasificábamos a los adultos en dos grandes grupos: los malos y los buenos. Sin medias tintas. El director era malo. Le llamábamos el Cejas, porque tenía las cejas muy anchas y pobladas. El conserje también era malo y, como era muy oscuro de piel, le llamábamos Zambo. Pero entre los maestros había de todo. Aunque todos pegaban. O casi todos. Quiero decir que el hecho de pegar no nos parecía entonces algo determinante para designar el grado de bondad de los maestros. Pegar era lo normal.
Don Porfirio, por ejemplo, era de los buenos. Regordete, calvo, con boina y medio puro siempre entre los dientes. Tenía un palo corto que se había fabricado a partir de una escoba vieja. Don Porfirio era risueño y algo bromista y, como estudiaba Derecho, en el palo había escrito algunas leyes. Llamaba a su palo el código. Nunca se separaba de él. Si le pedíamos permiso para ir al servicio nos lo daba, pero con pasaporte. El pasaporte era un golpe muy fuerte en la mano con el código. Tras recibirlo, nos doblábamos de dolor, pero íbamos contentos al servicio. Y la mayoría de las veces sin tener ganas de mear. Que tiene su mérito. Algunas calurosas tardes de mayo don Porfirio se quedaba traspuesto en clase. Entonces nos escapábamos como ladrones furtivos. Uno a uno. Sigilosamente. En una ocasión que la siesta de don Porfirio duró más de lo normal, la mitad de la clase estaba ya fuera, jugueteando por los pasillos. Don Porfirio se despertó y salió a por nosotros. Nos metió a todos en clase otra vez. Con ayuda del código. Aquella vez don Porfirio se enfadó de verdad. Y los golpes que nos dio en las nalgas, los dio con verdadera mala uva. Y eso era raro. Porque esa afectación era lo propio de los maestros malos, pero don Porfirio era bueno. Lo que pasa es que debía de tener muy mal despertar. Ahora de mayor me hago cargo, porque yo mismo tengo muy mal despertar.
Cada maestro tenía su estilo. Don Otilio era más bajito, más calvo y más regordete que don Porfirio. Pero mucho más viejo. A nosotros nos parecía que tenía mil años. Era muy miope, con gafas de culo de vaso, y caminaba muy despacio y arrastrando los pies. Como apenas veía tenía que acercase mucho para reconocernos. No nos pegaba con un código como don Porfirio, sino con una regla vieja. Con la mano izquierda nos agarraba el hombro, y luego con la mano derecha, que empuñaba la regla, nos iba tanteando el brazo hasta llegar a la mano. Entonces se aseguraba de que la mano estaba abierta, en buena posición; y elevaba la regla. Ese era el momento cumbre. Don Otilio exclamaba su frase preferida: «Oye, ven aquí bobo que te espabilo». Y nos daba un reglazo. Si no tenía la regla nos soltaba un bofetón. Cuando nos corregía las cuentas del cuaderno bajaba mucho la cabeza y casi lo rozaba con la punta de la nariz. La mayoría de las veces la ceniza del cigarro caía entre las hojas y dejaba el cuaderno como un estercolero. Fumaba Celtas Cortos y en ocasiones tiraba la colilla aún encendida al suelo. Manu y Maqueda, los más gamberretes de clase, se abalanzaban sobre ella para dar dos o tres caladas. Para un niño fumar ya era un atrevimiento. Pero hacerlo en clase y con una pava de don Otilio era una hazaña increíble. Una verdadera trasgresión. Por el riesgo a que te pillasen, pero también por las babas. En clase no nos podíamos levantar sin permiso. Un día que Manu se levantó de su sitio para coger la colilla, don Otilio se dio cuenta. Don Otilio era como un murciélago. No veía, pero captaba los movimientos cercanos. Manu, que era como una ardilla, se fue rápido a su sitio. Don Otilio se acercó a donde estaba Manu. Pasito a pasito y arrastrando los pies. Pero como era medio ciego se confundió y, en lugar de pegar a Manu, pegó a Maqueda, su compañero de pupitre. Oye, ven aquí bobo que te espabilo, y le soltó un bofetón. Manu se reía maliciosamente mientras que Maqueda se frotaba la cara marcada con los dedos regordetes de don Otilio. Don Otilio se equivocaba muchas veces. Pegaba al que no era o no atinaba a dar con la regla en la mano, y daba a la mesa. Los más avispados se quejaban y se retorcían simulando dolor como si hubiesen recibido el castigo, y don Otilio se quedaba tan satisfecho. Eso te pasa por bobo, oye; decía.
Don Otilio no era de los buenos, pero era demasiado viejo para considerarlo de los malos. Don Agapito sí era de los malos. Era pequeño, pero muy estirao. Siempre iba con traje y sonreía de modo sarcástico. Se parecía a Bogart, el actor, pero más bajito, más cínico y con mucha más mala leche. Con algunos alumnos a veces parecía bromear, y esto era un raro privilegio, porque nunca sabías si al final su mano se acercaba a la cara para dar una palmadita amistosa o para soltar un bofetón. Jaramillo era uno de esos alumnos con los que don Agapito parecía siempre bromear.
—Ay Jaramillo, Jaramillo —decía don Agapito sonriendo y moviendo un poco la cabeza al estilo de Manolo Escobar.
Jaramillo se reía, pero lo hacía con la risa floja y por puro mimetismo. Jaramillo conocía ese tono de don Agapito y andaba mosca.
—A ver, Jaramillo, ¿qué toca hoy?
—Hoy toca matracas, don Agapito.
Don Agapito levantó a Jaramillo del pupitre tirándole de las patillas. Y le sacó del aula con patadas y golpes.
—Para mañana, copia mil veces: no llamaré matracas a la clase de ciencias matemáticas —sentenció don Agapito.
Al día siguiente Jaramillo le dio la copia, pero con trampas. En el primer renglón Jaramillo escribió la frase, pero en los siguientes novecientos noventa y nueve renglones sólo escribió comillas. No sé si lo hizo por candidez o como gracia. Pero a don Agapito no le hizo ni pizca. Le arreó una torta de antología. Y al día siguiente tuvo que traer escrita la frase de marras dos mil veces, con letra muy grande y clarita. Sin comillas.
Un día que don Agapito se ausentó de clase, empezamos a jugar y a montar escándalo. Cuando regresó, don Agapito se enfadó mucho con nosotros. De modo que nos ordenó que nos colocásemos pegados a las paredes de la clase, en disposición para recibir tortas. Manu se situó el primero, en el extremo más cercano a don Agapito. Luego me dijo que lo hizo porque prefería recibir pronto, que lo malo era ver como iba pegando a los otros hasta que le llegase el turno. Pero la verdad es que ese razonamiento dejaba mucho que desear. Porque al principio don Agapito estaba muy fresco y daba las bofetadas muy fuertes. Yo diría que incluso con entusiasmo. Sin embargo luego se fue cansando y eran un poco más flojas. Yo me puse de los últimos. A los últimos ya no nos daba tortas porque le dolía la mano. Tenía la palma roja e inflamada de tanto repartir. Nos propinaba un capón o nos tiraba de las patillas. A mí me tocó capón. No sé si fue más o menos doloroso que la torta que recibió Manu. Pero me dolió muchísimo. Me salió un chichón que me duró cuatro días.
En el colegio éramos casi todos chicos, pero en mi curso había una clase con chicos y chicas. Fue un capricho de doña Blanca, la única maestra que recuerdo bien. En primero de EGB hizo una clase a su medida. Una ricura de clase. Escogió a los niños que parecían más modositos y los juntó con las pocas chicas que ingresaron ese año en el colegio. La selección no estaba exenta de cierto racismo, pues si eras muy alto o desgarbao o muy pequeño o regordete, no valías. Para nosotros esa clase era de ñoños, y la nuestra de machotes. En la clase de doña Blanca todos eran más o menos igual de listos, igual de buenos, igual de altos e igual de delgados. Pero en mi clase había muy listos y muy tontos, muy gordos y muy flacos, muy buenos y muy malos, muy altos y muy bajos. Según me contaban algunos amigos de la otra clase, allí los maestros pegaban menos.
Durante los dos primeros cursos Robertito Gutiérrez, Pedro el Moñas y Juan Tolillo estuvieron en la clase de doña Blanca, pero luego los cambiaron a la mía. Al parecer, en la clase de doña Blanca el Moñas se pasaba el día levantando la falda a las chicas y Tolillo solía robar lápices y rotuladores cuando encontraba ocasión. Tales perversiones debieron de desentonar demasiado en la utópica republica de doña Blanca. De modo que fueron desterrados, digámoslo así. Sin embargo lo de Robertito no se entendía. No robaba ni levantaba faldas. Era muy buen chico. Quizá fue desterrado porque tenía gafas. O porque era delgaducho. O por el soplo, no lo sé.
Cuando Robertito vino a clase, don Porfirio nos dijo que teníamos que tratarlo bien porque tenía un soplo en el corazón. En verano un soplo en el cogote te podía dar gustito. Un soplo en un ojo irritado por el humo podía aliviar un poco. Quizá un soplo en los riñones o en el hígado te podía doler. No sé. Pero un soplo en el corazón era harina de otro costal. Si uno no se cuidaba mucho te podía matar de un día para otro. Al menos esa fue la conclusión que saqué yo de la explicación de don Porfirio.
Todos tratábamos muy bien a Robertito. Cuando en el recreo jugábamos al fútbol no le dejábamos ser delantero. Siempre le asignábamos el puesto de defensa, y no le permitíamos correr. Por el soplo. Si alguno de otra clase molestaba a Robertito, cualquiera de nosotros iba a defenderlo. Con razón o sin ella, como la legión, que para eso éramos de la clase de los machotes. Los maestros también lo trataban bien. Don Porfirio siempre le daba permiso para ir al servicio sin pasaporte. Don Agapito nunca le arreó un capón ni le tiró de las patillas ni le dio un bofetón. Ni siquiera el día en el que nos fue atizando uno a uno por armar escándalo. Cuando llegó a Robertito esbozó su risa sarcástica y meneó la cabeza como Manolo Escobar: «Ay Robertito, Robertito», comentó. Luego le dio una palmadita en la cara, casi una caricia, y pasó al siguiente. El siguiente era Pedro el Moñas, y todos notamos que le dio un bofetón más fuerte, para compensar. Pedro el Moñas pertenecía a ese grupo imaginario que al parecer de la mayoría de los maestros siempre tenía motivos para cobrar. Una especie de barra libre de golpes y patadas. Además, de vez en cuando venía su madre y aconsejaba a los maestros. Usted, si se porta mal, dele bien. Y yo que oía el comentario, pensaba: pobre Moñas. Porque los maestros ya daban bien sin necesidad de ánimos maternos, que con madres así quién necesita madrastras de Blancanieves, me decía yo.
Don Otilio tampoco pegó nunca a Robertito, aunque un día estuvo a punto. Por confusión. Como era muy cegato se equivocó de víctima. Quería pegar a Manu, que no sé qué había hecho esa vez, pero atrapó a Robertito. Don Otilio le tomó el brazo y le palpó la mano. Ven aquí bobo que te espabilo, dijo mientras elevaba la regla y se disponía a ejecutar el castigo. Pero todos en la clase empezamos a gritar: «Que es Robertito, don Otilio, que es Robertito». Como también era un poco sordo, al principio don Otilio no entendió lo que decíamos, pero al oír el escándalo interrumpió su acción. Manu, en un acto heroico, se entregó a la justicia: «He sido yo don Otilio». Y Manu recibió el castigo. Manu ganó muchos puntos para el resto de la clase con aquel gesto.
En el mes de marzo don Porfirio se puso enfermo y mandaron a un sustituto. El nuevo maestro era un poco esmirriao y tenía las orejas de soplillo. Su entrada en clase ya nos impactó. Estábamos atentos a sus palabras, pero había una contención nerviosa que se palpaba en el ambiente.
—Me... me... lla... lla... mo don Nicéforo. Y seré vuestro ma... maestro hasta que... que don Por... firio se pon... ga bueno.
Tras la presentación hubo un silencio que duró apenas dos segundos. Luego la clase estalló en una carcajada. Don Nicéforo cambió de expresión y, esta vez sin tartamudear, soltó una frase lapidaria con un tono y gravedad propias de un jefe sioux.
—A quien se vuelva a reír le voy a dar un bofetón que va a seguir acordándose de don Nicéforo con sesenta años.
Se hizo el silencio. Durante cinco segundos nos miramos unos a otros, desconcertados. Pero luego, volvimos a reír. Con mayor intensidad y nerviosismo que antes. Don Nicéforo no dijo nada. Se acercó un poco más a la primera fila y le arreó una estruendosa bofetada a Robertito. Todos nos callamos. El único sonido que escuchamos después fue el que provocaron las gafas de Robertito al chocar contra el cristal de la ventana. La expresión de Robertito era más de sorpresa que de dolor. Y la nuestra una mezcla de perplejidad y terror. Don Porfirio no se recuperó ese año de su enfermedad, de modo que don Nicéforo fue nuestro maestro durante el resto del curso. Después de aquello, don Nicéforo no volvió a gritar ni a pegar a nadie. No era necesario. Fuimos la clase más aplicada y obediente del mundo.
No sé qué habrá sido de Robertito Gutiérrez. Ignoro si vive, si se acuerda aún de don Nicéforo o si cuando cumpla sesenta años se acordará todavía de aquel día. Pero yo lo recuerdo como si hubiese sido ayer. Igual, igual que si hubiese sido ayer.
Jesús Palomar Vozmediano.
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