Me
imagino a los padres de la Constitución del 78: unos insistiendo en incluir la
palabra nación y otros aferrados a la palabra región. Ni para ti ni para mí,
pongamos nacionalidades, debió de decir algún iluminado. Y aquí seguimos, peleándonos
por las palabras. Cierto que nacionalidades no son regiones, pero no es menos
cierto que tampoco son naciones. Obviamente no es lo mismo decir tengo la nacionalidad
española que tengo la nación española, ¿verdad? Y eso deben pensar los
nacionalistas. De ahí el cansino empeño del PNV en la palabra nación. Y
ante tal empeño, el PSE
se muestra conciliador: denominemos nación a Euskadi con ocasión de la futura reforma
del Estatuto de Gernika.
Total, solo se trata de palabras. ¿Vamos a discutir por eso?
Para
ilustrados y liberales del siglo XIX la nación la componían los habitantes del
Estado que tenían conciencia política. En cambio los románticos la entendieron
siempre como el conjunto de individuos que poseen costumbres y tradiciones
comunes. Hoy a la primera la llamamos nación política y coincide con los ciudadanos
del territorio de un Estado. La segunda es la nación cultural y suele estar
repartida en distintos estados o pertenecer, junto a otras regiones, a un solo Estado. Nación
política tiene un claro significado jurídico, pero nación cultural es una
expresión con sentido sociológico. Mutatis mutandis con el término
Estado. California es denominada Estado, pero sin soberanía; equivalente a una
comunidad autónoma o a una región. Pero EE.UU o España son estados soberanos.
El
PSE admite el término nación en su acepción cultural y es de suponer, acorde
con su planteamiento federalista, que no tendría ningún problema en asumir
también que Euskadi y Cataluña fuesen denominados estados. Siquiera al modo en
que lo son California y los Länder alemanes: estados sin soberanía. Pero
si no pretenden cambiar sustancialmente la realidad, ¿tiene algún sentido
cambiar las palabras? Pirrón, el filósofo escéptico, solía decir que entre la
vida y la muerte no había ninguna diferencia. Un avispado crítico le espetó:
¿por qué no te mueres entonces? Y Pirrón contestó de forma contundente: por
eso, porque no hay ninguna diferencia. Ante la demanda de nuevos significantes
para las mismas realidades deberíamos de ser igual de contundente: si no hay
sustancial diferencia, ¿por qué cambiar? Pero la cuestión es que los que
insisten en sustituirr las palabras sí que piensan que hay diferencias. De ahí
su empeño. Quebrada la lealtad constitucional de los partidos nacionalistas,
toda negociación al respecto esconde siempre una segunda derivada. ¿Soy
demasiado susceptible? Conseguida la denominación de nación para
Cataluña y País Vasco es obvio que será más fácil reclamar que son una nación
política. Y aceptar la palabra Estado al modo en que lo es California para
reclamar después soberanía, al modo en que son soberanos el Estado Español o
EE.UU, es una consecuencia fácilmente deducible. Palabra a palabra hasta el objetivo
final.
Antaño
las batallas se ganaban con las armas. Pero hoy se ganan primero en el
lenguaje. El pensamiento y los hechos son meras consecuencias. El materialismo
histórico de Marx y el idealismo de Hegel están pasados de moda. La Historia no
la mueve la infraestructura económica y tampoco el pensamiento. La mueven las
palabras. Son las palabras mismas, mondas y lirondas, en su función conativa,
las que cambian la realidad y el pensamiento. Antes de significar algo o referirse
a algo, las palabras son mantras con poder hipnótico, recipientes de profundas
emociones, sonidos mágicos que me dicen si soy de los buenos o de los malos, si
quien las dice es de los míos o de los otros. Pobre de aquellos que subestimen
el valor de las palabras, aquellos que suelen decir: ¿total, vamos a discutir
por una palabra? Al
despreciar el valor de las palabras, empezamos diciendo lo que no pensamos y
acabamos haciendo lo que no queremos. Y es que las palabras nunca son inocentes
en boca de los políticos. Y mucho menos en las orwellianas sociedades
del siglo XXI. Pervertir el significado de los términos, imponer ciertos usos
lingüísticos y estigmatizar otros, abundar en la ambigüedad de vocablos
fetiches y dominar la red y los demás medios de comunicación con simples
consignas carentes de profundidad y consistencia es la tarea de la nueva
guerrilla. En el momento en el que nos acostumbremos a utilizar la palabra
nación para referirnos a Cataluña o al País Vasco y llamemos Estado a sus
instituciones, estaremos a un paso de escribirlo en un texto legal. Si esto
ocurriera la nación española, es decir, la nación política española, dejaría de
existir. Y España, o quizá Estepaís, se convertiría de facto en una
confederación de estados enredada en múltiples soberanías. Las palabras habrían
cambiado insidiosamente la realidad, y los prestidigitadores de las palabras
habrían ganado a fuerza de torturar el diccionario y banalizar el lenguaje. Y
lo habrían hecho sin heroicas batallas. Al modo en que solía ganar Cantinflas,
por aturdimiento lingüístico y volviendo completamente locos a sus adversarios
dialécticos.
Artículo publicado el 16 de Diciembre en el diario INFORMACION de Alicante.