lunes, diciembre 07, 2015

LA ÉTICA DE KANT 2/2 (Video-Postulados de la razón)





Si no has visto la primera parte, cliquea aquí
LOS POSTULADOS DE LA RAZÓN PRÁCTICA 
1. ¿Qué es un postulado? 
En matemáticas o en física se suelen admitir proposiciones sin comprobar su verdad. Esto es; se postulan y constituyen postulados. La razón de estos postulados es que si consideramos que son verdad, aunque no tengamos una certeza absoluta sobre ellos, todas las demás proposiciones de la teoría o el teorema en cuestión encajan en un todo unitario, y la explicación adquiere un cierto sentido y verosimilitud. Por ejemplo, en geometría es famoso el postulado de las paralelas: “Dos rectas que tienen todos sus puntos respectivos a la misma distancia no se cortarán jamás, o se cortarán en el infinito, al ser prolongadas indefinidamente”. En física relativista existe otro postulado famoso: “La velocidad de la luz es constante independientemente de la fuente de emisión”. En rigor no se ha comprobado que las rectas paralelas no se corten nunca. Tampoco Einstein hizo experimentos para demostrar la constancia de la velocidad de la luz. ¿Por qué se admiten entonces? Si consideramos verdaderas estas proposiciones la geometría y la física adquieren más sentido y verosimilitud. Digamos que todo se hace más comprensible, lógico y armonioso. La admisión de un postulado no es un acto de fe pura, pero tampoco es una certeza científica al uso. Podríamos considerarlo como algo intermedio, una cierta fe racional. Kant, desde las exigencias de la razón práctica, propone tres postulados que se deben admitir: la libertad humana, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios. 

2.Postulado de la libertad humana. 
Si un ser no es libre no puede ser moral.El hombre, en algún sentido, no es moral ni por tanto libre. Si nos tiramos por la ventana nuestro cuerpo está determinado, como los minerales, por las leyes de la física. Una vez en el aire no somos libres de caer o no caer. Desde que nacemos desarrollamos, crecemos, mudamos los dientes, etc. Estos procesos son “vegetativos” y se realizan como el crecimiento y desarrollo de una planta, sin nuestro permiso. También el hombre posee, como los animales, instinto. Cuando tenemos sueño, dormimos. Cuando tenemos hambre, comemos. En algún sentido estamos, como los animales, condicionados por nuestro instinto. No obstante, esto no es del todo cierto. La moralidad en el hombre, como hemos visto, es un hecho incuestionable. El hombre hace cosas buenas o malas, puede trascender el instinto y no comer aunque tenga hambre, por ejemplo en una huelga de hambre. Esto nos diferencia de los demás seres naturales. Por lo tanto si no queremos caer en el absurdo, en el sinsentido, debemos suponer que el hombre es libre. No tenemos una prueba absoluta de la libertad humana. Aun trascendiendo el instinto, nuestra acción podría estar determinada por otros factores desconocidos por nosotros o por un dios bromista que nos utilizase como piezas de ajedrez. Pero como estamos persuadidos de que el hombre es moral debemos admitir, postular, que es también libre. Si no fuese así ni las cárceles que castigan ni los premios literarios o científicos que reconocen una acción meritoria, tendrían sentido ¿Cabe premiar o castigar a alguien que no elige ni es responsable de lo que hace? La deducción de Kant es de este talante: como el hombre es moral debe de ser libre. La libertad humana es una exigencia de la razón práctica, aunque no haya certeza absoluta sobre ella. En algún sentido, dice Kant, somos fenómenos en el espacio y el tiempo y en este sentido corporal, vegetal y animal, somos seres determinados y no libres; pero en otro sentido podemos ser considerados como noúmenos pues poseemos una voluntad íntima independientemente del espacio y el tiempo y no sometida a leyes científicas. Somos en este sentido seres libres. 

 3.Postulados de la inmortalidad del alma y la existencia de Dios.
 Si nuestras acciones se realizan siempre por deber alcanzamos la virtud. Ahora bien, el hombre virtuoso merece la felicidad como recompensa, merece un premio. El hombre que no actúe por deber sino en contra de éste, perjudicando siempre a otras personas si fuese necesario, merece un castigo. Sin embargo el mundo no es como debe ser y en el mundo encontramos a menudo hombres virtuosos sumamente desgraciados y hombres no virtuosos que viven una existencia plácida y regalada. Aquello de “con lo bueno que es y lo mal que se han portado con él” o “con lo honrado que es y está encarcelado” o “sabemos que es un criminal, sin embargo es rico y disfruta de libertad, no hay derecho”. Estas injusticias se dice popularmente que “claman al cielo”, es decir, que estas injusticias exigen, de algún modo, que se solucionen; y por eso exigen un cielo, un más allá. Éste es el sentido que tiene la postulación de la existencia de Dios y la inmortalidad del alma por la razón práctica. No podemos demostrar ninguna de estas afirmaciones, pero podemos postular que deben ser verdaderas para que la armonía moral se restablezca; para que el malvado sea castigado y el virtuoso recompensado con la felicidad. Dios pues debe existir y debe existir también otra vida (el alma ha de ser inmortal) en la cual Dios, supremo juez, restablezca este orden y de felicidad a quien la merece y no la de al que no la merece. Kant considera que Dios, juez supremo, es además bueno y en un proceso infinito el alma humana, tras recibir premios y castigos correspondientes, tenderá a un ideal utópico de santidad. El cielo y el infierno que Dios propone tiene pues un sentido pedagógico. Todos tendemos en la eternidad del tiempo a perfeccionar nuestra alma y a consolidarla como una voluntad buena. En este ideal, nunca realizado en la tierra, el deber y el deseo, normalmente por distintos caminos, se reconcilian en un estado final de felicidad idílico. 

sábado, noviembre 28, 2015

SISTEMA ELECTORAL: ¿PROPORCIONAL O MAYORITARIO?

Reino Unido tiene un sistema electoral de mayorías y España tiene uno proporcional. ¿Qué sistema es más eficaz para evitar o disminuir el número de representantes políticos incapaces, insolventes o simplemente estúpidos? ¿Cuántos electores de Podemos habrían votado a esta señora si la hubieran conocido y no solo hubiese sido un nombre dentro de una lista con una firma ideológica? 


A menudo pensamos que el sistema electoral es baladí, que lo importante es designar a los diputados por medio de un voto y lo de menos es el modo. ¿Es cierto? Me he molestado en recopilar información del modelo Británico.  Y éste es el resultado. Juzguen ustedes mismos.

En Reino Unido cada candidato debe presentar su formulario de nominación firmado por diez votantes registrados de su distrito electoral, y debe pagar un depósito de £500, monto que le es reintegrado en caso de que el candidato obtenga por lo menos el 5% de los votos emitidos. El propósito del depósito es desalentar a candidatos frívolos.


      Cada distrito electoral elige a un miembro usando el sistema electoral de escrutinio uninominal mayoritario, bajo el cual el candidato con más votos gana (en Reino Unido es a una vuelta, pero en Francia es a dos vueltas)


     Cada circunscripción tiene entre 60.000 y 90.000 electores. Durante la campaña los candidatos visitan a sus electores, a menudo puerta a puerta para contarles su programa. No pueden presentar su candidatura los menores de edad, los lores, los presos, ni los discapacitados psíquicos.

    El candidato puede pertenecer a un partido político grande, pequeño o ser independiente. Si pertenece a un partido, son las bases (la militancia del partido) de ese distrito electoral la que elige al candidato. La dirección nacional debe aprobar esta elección. Ojo, debe aprobar o no. Suele aprobarlo, pues si no lo hiciese debería ser por una causa muy justificada. Cierto que el partido puede proponer un candidato, pero en cualquier caso debe ser admitido por las bases.

       Los grandes partidos políticos británicos, aunque con ciertas diferencias, cuentan con una estructura orgánica similar. Conservadores, laboristas y liberales concentran en una dirección nacional las decisiones políticas fundamentales, lo que da entidad política al partido: sus propuestas de política exterior o cuestiones importantes de política interior, es decir, las grandes líneas ideológicas y las propuestas concretas para la nación (algunas de estas cuestiones se traducirán en legislación o en acción ejecutiva del futuro gobierno) 

     Los partidos políticos carecen de un ordenamiento específico que regule sus actividades. La legislación electoral en el Reino Unido se refiere a los candidatos y electores, pero no a los partidos. Esta falta de reglamentación se ilustra con el hecho de que no fue sino hasta 1969 que se incluyó la filiación partidista de los candidatos en las boletas electorales.
 
     Salvo una pequeña compensación para las actividades parlamentarias, la financiación de los partidos es fundamentalmente privada. Las aportaciones sustantivas son producto de cuotas o donaciones de sus militantes, tanto individuales como corporativas a través de sus organizaciones afines. Por eso, en puridad, los partidos son asociaciones civiles, mientras que los partidos políticos españoles son asociaciones estatales (una vez que adquieren algo de poder, son subvencionados por el estado)

     El día de las elecciones el candidato que tiene más votos se convierte en Miembro del Parlamento, o “Member of Parlament” (MP). La tradición es que la Reina hable con los principales MPs y le encargue al que tiene un mayor respaldo (normalmente el líder del partido más votado) que forme gobierno. Él será el Primer Ministro. Éste no es el cabeza de lista (no hay listas), sino un MP que ha tenido que ganar en su circunscripción.


     Se podrá decir que de hecho los electores no votan a su MP, sino que votan al partido que quieren que gane. Quizás es cierto, pero cada MP tiene una oficina en su circunscripción, y parte de su trabajo, por el que cobra su sueldo, es estar en su oficina en la que todos sus electores tienen derecho a visitarle y pedirle cuentas. Los votantes votarán por intereses nacionales o por cuestiones de su distrito. Y, en algunos casos, por ambas cosas. A saber. Pero en cualquier caso votan a una persona (incluso cuando su motivo sea puramente ideológico o partidista).Y esta persona, no el partido, será la responsable de sus decisiones políticas.

     En el Parlamento los miembros del gobierno se sientan en el primer banco. Tras ellos se sientan los MPs más afines: los que forman parte de la estructura del partido. A los MPs que están menos ligados a la disciplina del partido se les llama “backbenchers”, porque se sientan en el “back bench”, o banco de detrás.

     Los backbenchers no desempeñan ningún cargo en el Gobierno (si son del partido gobernante;) o en el "gobierno en la sombra" (si son del partido en la oposición). Por ello no son tan dependientes de las consignas del partido como los frontbenchers. Los backbenchers rinden cuentas a su circunscripción electoral y a sus convicciones, y no tanto a los dirigentes de su partido. Los backbenchers pueden rebelarse contra su propia formación, como ocurrió con los laboristas en las votaciones sobre Irak, sobre la subida de tasas universitarias y sobre la insitución de hospitales-fundación. Es lo que le pasó a Margaret Thatcher cuando los “backbenchers” conservadores empezaron a sentir que el apoyo en su circunscripción desaparecía. A la dama de hierro no la derrotaron las elecciones, sino sus propios “backbenchers”. A Tony Blair le ocurrió algo parecido.

sábado, noviembre 21, 2015

ISLAMISMO, DESIGUALDAD E IDENTIDAD


No soy optimista en relación con el futuro del mundo. Tanto para los pobres sin esperanza como para los enfermos de identidad, Occidente es el enemigo a batir. Pero, ¿dónde ponemos la lupa del pesismismo y dónde colocamos la siempre perversa semilla de la esperanza? En fin, el riesgo de la desigualdad económica no es desprecieble, pero se paliaría con algo de justicia. Aquí nos movemos en parámetros racionales. Lo que se puede entender a veces se puede modificar. Sin pobreza y miseria el riego señalado desaparecería. Es improbable, pero posible. Ahí sitúo yo la esperanza. Me agarro a los datos sobre la pobreza del mundo. Hoy hay menos pobres en términos absolutos y relativos que hace 30 años. Pero asumiendo las contradicciones y los riesgos del liberalismo y la necesidad de afrontarlos, mis temores no son estos sino los que se oponen a él: fundamentalismos religiosos, nacionalismos, neomarxistas, neoecologistas, etc. Creo que en el fondo de todo ello está el sentido de pertenencia: la tribu, la necesidad de identidad. En definitiva, el complicado mundo emocional del homo sapiens.

De modo que el gran mal no es la diferencia, sino el puñetero sistema límbico y las emociones que suele generar: envidia, resentimiento, delirio persecutorio. Todo ello aderezado con astutos mecanismos de racionalización. Es decir, el hombre y su imperfecto mundo emocional. Para generar todas esas emociones basta una mínima diferencia. Lo que provoca la cascada de emociones negativas no es la gran diferencia, ni mucho menos la desigualdad económica, sino la diferencia sin más. El hombre es un ser deseante. Y el deseo es estructuralmente cosa de tres: dos sujetos y un objeto. Como decía Lacan, mi deseo es siempre el deseo del otro. Es decir, deseamos algo no porque haya objetos en sí mismo deseables. Sino porque hay objetos deseados real o imaginadamente por otros. Actos seguido la óptica emocional agranda la diferencia del objeto, o incluso la inventa. Así, copiando deseos e imitando, admirando y odiando a los que lo desean (de la admiración al odio hay tan solo un paso), fraguamos nuestra identidad. Si queremos contemplar la tragedia del mundo emocional del ser humano solo tenemos que contemplar la riña fraterna de dos gemelos por los juguetes regalados por papá. Papá tuvo especial cuidado en que los juguetes fuesen idénticos. Pero Pepito prefiere el de Juanito porque el de su hermano tiene una manchita que le hace diferente, es decir, mejor. A partir de aquí, la tormenta está servida. En un mundo próspero donde hubiésemos acabado con la miseria seguiría habiendo pepitos agraviados que odiarían a los juanitos.

No subestimemos el sistema límbico. Quienes se rebelarán contra Occidente no serán los pobres de la tierra, sino los que se sienten menospreciados y humillados paranoicamente en su sobrevalorada identidad.

La amenaza islamista, la nacionalista y otras similares no se producen por un déficit de justicia (problema difícil, pero atajable) sino por una herida narcisista en lo más oscuro y hondo del ser humano. El asunto es psicológico y no económico. Mi desesperanza deriva de que la psique humana es más compleja que la economía, y los psicólogos y psiquiatras me parecen unos pobres fracasados (apenas pseudocuras y enfermeros del alma), si los comparo con los gurús de la economía: ciencia difusa, pero ciencia al fin ¿Qué mueve el mundo, la economía o el espíritu? ¿Quién interpreta más correctamente la historia Marx, o quizá Hegel o Weber? Creo que Marx está considerado en exceso. No menospreciemos a los otros dos hermeneutas.

Finalizo esta reflexión con una cita de “El perdedor radical”, librito de Hans Magnus Eszensberger, autor preocupado por las injusticias sociales en muchos de sus escritos. Y sin embargo profundamente preocupado por otras cuestiones:


“Todas las explicaciones que incidan primeramente en la situación social de los actores criminales se quedan cortas. No sólo los jefes e ideólogos del terror provienen en su mayoría de familias influyentes y acomodadas, sino que incluso entre los ejecutores de los atentados los pobres están infrarepresentados. El Foreigh Policy Research Institute norteamericano ha publicado uno de los escasos análisis de clase sobre la cuestión... de los cuatrocientos militantes de Al Qaeda un 63% ha cursado el bachillerato y el 75% proviene del entorno de las clases media o alta; asimismo, hay entre ellos numerosas personas con estudios universitarios, como profesores, ingenieros, arquitectos y otros especialistas. De ningún modo se trata de los desheredados de la tierra”

martes, octubre 20, 2015

LA FILOSOFÍA DE HERÁCLITO (VIDEO)


             
HERÁCLITO DE ÉFESO (544 -484 a. de C.)

            Heráclito de Efeso quiere tomar partido por la afirmación del movimiento y el cambio, y en este sentido renuncia al camino de la razón lógica.

            Los sentidos me muestran que hay movimiento y cambio. “El movimiento existe”, esta será la primera gran afirmación de Heráclito. Ahora bien, ¿cuál es la verdadera naturaleza del  movimiento? Una observación ingenua de la Naturaleza me hace pensar que existen cosas que permanecen y  cosas y cualidades de cosas que cambian. Por ejemplo una flor cambia día a día, pero no de una forma radical. La flor que hoy tiene cincuenta pétalos mañana tiene cuarenta y nueve porque uno se le ha caído. Pero la flor permanece. La flor es hoy y mañana la misma flor, aunque se le haya caído un pétalo. Juan es rubio hoy y mañana se torna canoso. No obstante, Juan permanece siendo el mismo hoy y mañana. Juan es Juan en cada uno de los instantes de su vida. Aunque cambien algunas cualidades de Juan, Juan mismo no parece cambiar. La observación ingenua de los cambios naturales nos llevaría a afirmar que, aunque algo cambia, siempre hay algo que permanece. No obstante Heráclito abandona la observación ingenua de la Naturaleza y realiza una reflexión filosófica que la rectifica pretendiendo ser más fiel a los sentidos que los propios sentidos. La reflexión de Heráclito podría ser de este talante: ocurre a veces que las cosas cambian tan lentamente que tenemos la ilusión perceptiva de que en el fondo no cambian, que algo fundamental en ellas siempre permanece. Así pues, la flor y Juan, decimos, son siempre ellos mismos. Si una película rodara toda la vida de la flor y de Juan desde sus nacimientos a sus muertes y luego la pasáramos a cámara  rápida, esta ilusión se desvanecería. Nos percataríamos entonces de que la flor y Juan son un puro proceso y no hay nada que estuviese en el primer día de la flor o de Juan que continuase estando en el último. Efectivamente el Juan de 10 años es de aspecto rubio, menudo y de carácter alegre y el Juan de 50 es taciturno y algo más grueso. ¿Será la pura materialidad que constituye a Juan lo que permanece? Craso error, hoy sabemos que al cabo de 8 años ninguna célula de nuestro cuerpo se conserva ya. Las células se renuevan (quizá algunas neuronas permanecen, pero dado que son cuerpos vivos también padecen cambios, y lo mismo que decimos de Juan podríamos decir de cada una de las neuronas de nuestro cerebro) ¿Serán los recuerdos de Juan lo que define su identidad? Juan a los 30 años tuvo un accidente y perdió la memoria (en cualquier caso, todos sabemos lo poco fiables que son nuestros recuerdos. Inventamos escenas y olvidamos otras muchas). No decimos por ello que Juan ya no es Juan, sino que Juan perdió desgraciadamente la memoria. Pero si no permanece en Juan su carácter, su aspecto físico, su materia ni sus recuerdos, ¿qué permanece entonces? Heráclito lanza pues su segunda gran reflexión: todo cambia y nada permanece. Para explicar este concepto Heráclito recurre a una metáfora y dice que el arche es el fuego. Con ello no quería Heráclito competir con los filósofos jónicos. No quería decir realmente que la realidad fuese fuego, sino que la realidad es tan inestable, tan dinámica como el fuego. Aunque, ¿quién sabe? Quizá quería decir también que la realidad es fuego. En Heráclito, como veremos, no es incompatible este planteamiento dual de la cuestión.

            ¿Cómo expresamos ahora el fluir de la naturaleza admitiendo la no permanencia de algo en ese fluir? Volvamos a Juan. Si Juan a los 20 años es Juan y a los 50 es Juan, pero nada permanece en el Juan de los 50 de el de los 20, también podemos decir en cada momento que Juan no es Juan. Así pues Juan es Juan y no es Juan. La realidad es y no es. En cada momento podemos decir que existe eso que existe; pero como todo es fugaz, en el momento deja de existir y existe entonces lo que no existe. Heráclito expresa esta idea de continuo devenir y fluir de la realidad afirmando que nunca nos bañamos dos veces en el mismo río porque las aguas son siempre diferentes. Si el río son las aguas y las aguas son en todo momento distintas, el río nunca es el mismo. En este punto muchos de los presentes empezareis a entender porqué a Heráclito le llamaban el oscuro. La postura epistemológica de Heráclito le ha llevado a un lenguaje explicativo que en cierto sentido nos confunde. El discurso de Heráclito no es lógico, y si no hay razón lógica la comunicación de nuestro pensamiento se oscurece.
            Que Heráclito no sea lógico no quiere decir que no sea racional. Heráclito considera no obstante que la naturaleza, el cambio, se puede comprender en algún sentido. Es cierto que no hay una sustancia que permanezca en los cambios, pero los cambios no están regidos por el azar. Existe una ley necesaria  que rige todos los cambiosHeráclito la llama Logos y este logos nos da una cierta garantía de inteligibilidad del propio fluir.
          Heráclito acaba de inaugurar una nueva forma de razón que se expresa por oposiciones y contrarios y que nada tiene que ver con la razón lógica de lo permanente: la razón dialéctica. Hará falta llegar a Hegel, filósofo alemán del siglo XIX, para entender esta razón en un sentido más amplio.

El problema continúa con Parménides.

jueves, septiembre 24, 2015

LA REPÚBLICA CONSTITUCIONAL


Quinta y última parte (viene de el laberinto de las repúblicas )


   La cuarta forma republicana es la constitucional, la vigente hoy en los EE.UU. Su nombre está justificado por su paralelismo con la monarquía constitucional donde había cierto enfrentamiento y mutua vigilancia entre el poder ejecutivo y el parlamento. El nombre utilizado también es coherente con el artículo dieciséis de los derechos del hombre y el ciudadano proclamado por la asamblea francesa en 1789: Toda sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de los poderes determinada, no tiene Constitución, de lo que se deriva que un régimen constitucional lo es si consagra la división de poderes.
Cuando las colonias americanas lograron la independencia tras la guerra contra Inglaterra, surgió un nuevo problema de difícil solución: ¿qué forma de gobierno instaurar? Los padres fundadores, conocedores de la historia de Inglaterra y de los grandes pensadores políticos europeos, no tenían clara la respuesta. Aunque si tenían claras algunas cosas. El nuevo estado no podía asemejarse a la nación que la había despreciado y con la que acababa de enfrentarse en una cruenta guerra. Es decir, no podía ser una monarquía, ni el modelo a seguir el parlamentarismo inglés bendecido por Jorge III. Los padres fundadores, en especial Adams, Jefferson, Madisson y Hamilton, conocían bien la revolución inglesa. Esta se había producido fundamentalmente por la incapacidad de coexistencia entre dos poderes: el rey y el parlamento. Y se agravó especialmente con el reinado de Carlos I. Ambos creían tener un poder legítimo y los pactos políticos eran incumplidos por el rey, que íntimamente se consideraba único soberano más de lo que aconsejaba la prudencia. A su vez, el parlamento aprovechaba con astucia su parcela de poder para intentar contrarrestar el exceso. La tensión provocó dos guerras civiles, la ejecución de Carlos I, la instauración de la republica por Cromwells y la consiguiente dictadura. La restauración con Carlos II y la continuación dinástica de su hijo Jacobo II no mejoró las cosas. Los filósofos Hobbes, Locke y Harrington vivieron estos trágicos acontecimientos muy de cerca. Y la reflexión sobre cómo constituir un gobierno capaz de evitarlos en el futuro fue una de sus principales propósitos. El pesimista Hobbes optó por un gobierno omnímodo donde el soberano pudiese mantener a raya a sus súbditos. Si hay un poder muy grande frente a muchos pequeños y desconfiados entre sí, al menos tendremos paz. Pero Locke y Harrington, algo más optimistas, enfocaron el asuntos desde otra perspectiva. Un poder omnímodo capaz de atemorizar a todos podía, en el mejor de los casos, asegurar nuestras vidas en un contexto de paz, pero en absoluto podía garantizar los derechos de los ciudadanos. Por lo tanto la solución óptima no viene de un gran poder sino de cómo controlarlo para paliar sus posibles excesos. En la línea sugerida por Montesquieu, los ingleses Locke y Harrington vieron la solución en dividir el poder del Estado para que uno pudiese contrarrestar los posibles excesos del otro. Esto es, que el legislativo y el ejecutivo estuviesen enfrentados en mutua vigilancia. Ahora bien, en gran medida esto es lo que había intentado realizar la monarquía inglesa y no había funcionado. ¿Dónde estaba el fallo? Los ilustrados políticos americanos creyeron encontrar la respuesta. La clave estaba en la legitimidad del poder. En la monarquía inglesa rey y parlamento poseían una legitimidad de origen diferente, dinástica y nacional respectivamente. De modo que cada uno de ellos, en su fuero interno, desconfiaba de la legitimidad del otro. Y en esta situación los pactos acababan siendo papel mojado y la astucia o la fuerza militar resolvían la situación. Además, al coexistir dos legitimidades, no había la posibilidad de recurrir a un arbitro neutro que pudiese dirimir los conflictos. ¿Pero qué ocurriría si ambos poderes tuviesen la misma legitimidad original y fuesen mutuamente reconocidos sin reservas? Era previsible que los pactos se cumplirían y el uso de la fuerza y la íntima intención de engañar al otro se acabarían. El equilibrio de poder pensado por Montesquieu, Locke y Harrington sería entonces posible y los derechos de la ciudadanía estarían por fin garantizados. El pueblo americano elegiría a un monarca, es decir, a su presidente encargado del poder ejecutivo, y también elegiría a sus representantes encargados de elaborar las leyes. Las elecciones se harían en tiempos distintos y los responsables políticos ejercerían sus respectivas funciones durante un tiempo limitado, tras el cual habría otras elecciones. De tal modo, presidente y representantes tendrían idéntica legitimidad de origen: el pueblo americano, la única fuente de soberanía reconocida. Si ejecutivo y legislativo entraban en un conflicto irresoluble y paralizante, cada uno de ellos tenía la posibilidad de disolver las instituciones y convocar nuevas elecciones. En la monarquía inglesa, con dos legitimidades en liza, estos conflictos acababan en demasiadas ocasiones de modo violento. Pero en el nuevo sistema americano el pueblo actuaría como un arbitro neutro que evitaría la violencia y tendría la última palabra.
Además de estas reflexiones teóricas existían cuestiones prácticas que aconsejaban la solución apuntada. Las trece colonias americanas se habían convertido en estados con sus propios parlamentos y existía un peligro real de que la unión de todas ellas en una sola nación no llegase a producirse. Había que seducir a los representantes políticos de los estados. Y esto pasaba por seducir al mismo pueblo americano. Las antiguas colonias formaban una población homogénea con la misma religión donde los intereses de sus habitantes eran bastante coincidentes. La población estaba lejos de la desigual Europa, donde una clase social difería mucho de otra. Apelar al pueblo para legitimar el poder, y no a una minoría privilegiada, era la gran idea. El presidente lo era de todo el pueblo y se ocuparía fundamentalmente del poder ejecutivo, de la defensa y de mantener la unión. El congreso daría la posibilidad a todos los ciudadanos de estar representados y que sus intereses se tomaran en cuenta a la hora de elaborar las leyes; y el senado serviría para dirimir de forma razonada y pacífica las diferencias entre los estados federados. Dado que los estados del sur eran sobre todo cultivadores y los del norte más urbanos y comerciantes, el senado, que tenía que lidiar siempre en un difícil equilibrio, se convirtió en una institución clave para la unión.
       Madison, Hamilton y Jay fueron los que más empeño pusieron en seducir al pueblo. Se ocuparon de ilustrar a través de múltiples artículos periodísticos los incontables beneficios que este sistema de gobierno podría aportar. La Constitución donde tal ideal se plasmó fue aprobada el año 1789. No solo parecía convencer a la mayoría, sino que quizá era la única opción que podría lograr una unidad duradera con mínimas convulsiones internas. Como es bien sabido, a pesar de todo ello, en 1861  EE.UU no pudo evitar una cruenta guerra civil.

Coda: El propósito del escrito es intentar aclararme. Para ello lo primero que he hecho es eliminar la palabra democracia (está demasiado desgastada y significa demasiadas cosas, al menos en su uso). Lo segundo es relativizar los nombres. Los nombres no dejan de ser convenciones. Podemos sustituir monarquía absoluta, monarquía constitucional, monarquía partidocrática y monarquía parlamentaria por a, b, c, d, por ejemplo. Y república popular, república parlamentaria, república constitucional y república partidocrática por e,f, g, h. Lo que si me interesa es el concepto.
La polaridad monarquía versus república es una excusa. Me sirve para elaborar una pequeña taxonomía. Pero ser república o monarquía no constituye la diferencia fundamental de las formas políticas. Me explico. La monarquía parlamentaria y la república parlamentaria son de facto casi iguales. Sin embargo la diferencia entre monarquía absoluta y monarquía parlamentaria es abismal. 
Si tenemos más o menos clara estas ocho formas políticas el problema ciudadano no será si queremos una democracia o no (a saber qué entiende cada uno por democracia), sino: ¿cuál de las formas políticas expuestas te parece la más conveniente y por qué?

 

martes, septiembre 22, 2015

EL LABERINTO DE LAS REPÚBLICAS


Cuarta parte (viene de la monarquía partidocrática)


¿Qué es una república? La primera vez que se habla de república en la historia es en Roma. Al principio Roma era una monarquía. Los romanos se dieron cuenta de que el poder del rey, inmenso y concentrado, tendía a ser despótico y hacía a Roma vulnerable: la clase baja tenía poco que decir en las decisiones políticas y a menudo reyes etruscos accedian al poder romano y controlaban sin excesivos problemas a toda la población. Tras expulsar al último rey estrusco los romanos idearon una forma de gobierno que convirtió el poder en una especie de red sin una cabeza visible. Se trataba de que el poder político estuviese más controlado y repartido entre la población. La política no era ya una cosa particular, algo propio de un rey o un jefe carismático. Ahora era la res publica, la cosa de todos. En la república romana dos cónsules gobernarían Roma durante un período de un año, tras el cual serían sustituidos por otros. La antigua institución del senado, compuesta por la aristocracia agícola de los primeros habitantes de Roma (los patricios), actuaba ahora como consejera de las grandes decisiones. De hecho, ningún cónsul gobernó contra la opinión y el sabio consejo del senado. El resto de la población (la plebe), aunque tenía la ciudadanía romana, no tenía poder político. No obstante, esta situación duró poco. De acuerdo con el espíritu de la nueva forma de gobernar Roma la plebe fue adquiriendo muy pronto poderes políticos importantes. Se crean los tribunos, cargo durante un año que permitía a un representante de la plebe fiscalizar las decisiones políticas de los cónsules o del senado ejerciendo el derecho de veto. También se creó el plebiscito, la consulta al pueblo para aprobar una ley. 
      Así podemos resumir que la república romana surge para varios fines: controlar el poder, es decir, que unos poderes vigilen a otros; y que todos los ciudadanos participen del poder y no lo haga solo una élite privilegiada.
    En el lenguaje cotidiano los términos monarquía y republica se suelen definir de un modo simple, circular y negativo: monarquía es lo que no es república y viceversa. En la primera hay rey y no en la segunda. Quizá podríamos añadir otro rasgo que intuitivamente se suele pensar unido a estas dos palabras: en la monarquía el poder se hereda y en la república se elige. Sin embargo en la ciencia política se intenta dar definiciones positivas que desde luego resultarán algo más complejas que las anteriores. Si buscamos el denominador común de lo que Montesquieu, Locke y Rousseau entienden por república encontramos que se trata de una forma política donde el poder emana de abajo a arriba, desde el pueblo, la nación o la ciudadanía hasta el estado. Tal poder se manifiesta en una asamblea encargada de hacer las leyes. Esta asamblea estará formada por todos los ciudadanos o por sus representantes debidamente elegidos. Rousseau considera que solo es república si la asamblea está formada por todos los ciudadanos y no admite la representación. No obstante, aconsejó para Polonia una federación de condados con representantes elegidos por el pueblo, lo que nos hace pensar que no consideraba imprescindible su rígida exigencia para considerar un estado como república. En cualquier caso los tres pensadores tienen claro que un gobierno despótico, donde el poder se ejerce de modo arbitrario, o una monarquía absoluta no es una república. Sin traicionar en exceso lo que tan grandes pensadores dijeron, se ha dado en llamar república a cuatro formas políticas diferentes.

República parlamentaria sería un sistema político donde el poder deriva de un parlamento representativo. El parlamento hace las leyes y elige al ejecutivo. El rey, que en las monarquías parlamentarias tiene un poder simbólico, desaparece. Por lo demás, monarquía parlamentaria y república parlamentaria serían de facto prácticamente iguales.
            Del mismo modo, una república partidocrática sería equivalente a una monarquía partidocrática. La única diferencia es que en la primera el jefe del estado es un rey con cargo heredado y en la segunda el jefe del estado es elegido por el parlamento. En cualquier caso, lo verdaderamente importante es que no hay independencia entre el poder ejecutivo y el legislativo y no hay auténtica representación de la ciudadanía. La sociedad política está desligada de la sociedad civil. Todas las repúblicas europeas excepto las de Suiza y Francia son partidocráticas. La segunda república española también lo fue.
            En una república popular se pretende que sea el pueblo el encargado de elaborar las leyes y gobernar. No obstante, el pueblo se identifica con un grupo determinado. Puede ser una clase social como en las repúblicas comunistas: el pueblo no son los burgueses o aristócratas, sino los trabajadores o proletarios. A veces el pueblo es asimilado al concepto de nación. El pueblo entonces es la nación. La nación puede identificarse con una raza, como en el nazismo; otras veces con los portadores de una cultura y tradición que suelen exhibir una lengua propia como signo y prueba de su diferencia. Y en ocasiones con una religión.
El pueblo se organiza en una asociación o partido y toma el poder político. Lo puede hacer de modo legal, como lo hizo Hitler, o de modo revolucionario como los bolcheviques en la revolución soviética. En cualquier caso, tras  tomar el poder, se constituye una forma de Estado popular. La vanguardia del partido del pueblo conforma la sociedad política y se hace independiente de la sociedad civil. Las repúblicas populares son sistemas de partido único y por tanto no hay pluralismo político.
       En el ámbito occidental las repúblicas populares se sirven del concepto de soberanía. Hobbes habló extensamente de la soberanía del rey en las monarquías absolutas. El rey tenía el poder y estaba más allá de la ley moral. Podía cometer iniquidad, pero no injusticia. Su función era garantizar que los pactos y contratos se cumpliesen en la sociedad civil, es decir, era garante de la ley, pero no tenía por qué someterse a ella. Por eso era soberano. De él emanaba la ley y la acción política. Posteriormente Rousseau rectifica a Hobbes y proclama que la soberanía reside en el pueblo. En la revolución francesa, en gran medida inspirada en Rousseau, se proclama que la soberanía reside en la nación y, consiguientemente, son los representantes de la nación los que ejercen, por delegación, la soberanía. Este poder soberano es indivisible y absoluto.
      La cuarta forma republicana es la constitucional, la vigente hoy en los EE.UU. Su nombre está justificado por su paralelismo con la monarquía constitucional donde había cierto enfrentamiento y mutua vigilancia entre el poder ejecutivo y el legislativo. El nombre utilizado también es coherente con el artículo dieciséis de los derechos del hombre y el ciudadano proclamado por la asamblea francesa en 1789: Toda sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de los poderes determinada, no tiene Constitución, de lo que se deriva que un régimen constitucional lo es si consagra la división de poderes... 

Continúa en La república constitucional

domingo, agosto 30, 2015

LA MONARQUÍA PARTIDOCRÁTICA


Tercera parte (viene de El laberinto de las monarquías)

En la monarquía partidocrática el rey tiene el mismo poder simbólico que en la monarquía parlamentaria, es decir, reina pero no gobierna. Pero la representación ciudadana se enrarece de tal forma que muy bien podríamos decir que es una pseudorrepresentación; y el parlamento, un pseudoparlamento. 
      Los partidos políticos son asociaciones organizadas con un jefe que los dirige. Cuando uno de sus miembros llega al poder, el estado premia al partido, es decir al jefe, con una subvención. El partido deja de ser entonces una asociación civil, pues es alimentado con dinero del erario y convierte a sus miembros activos en una especie de clase funcionarial con distintos grados de poder político. Su estructura vertical se va reforzando cuanto más poder va adquiriendo. Siendo así, el concepto de representante y representado se difumina y mistifica. Del mismo modo que el rey Midas convierte en oro todo cuanto toca, el oro del erario convierte mecánicamente en estado a todo partido al que da su bendición electoral. Los candidatos son las ínfimas piezas del engranaje. Su jefe los puso allí y su jefe los puede quitar. Y gracias a su jefe obtienen privilegios y subvenciones (además de prebendas ilegales que generalmente son toleradas por el poder). Si el diputado rechaza la componenda, es expulsado del partido y del cargo. Y si la expulsión se resiste, desaparecerá de la lista en las siguientes elecciones. El sistema continúa. No es la inmoralidad del diputado individual el motor de la perversión. Es el sistema electoral proporcional de listas, donde los candidatos deben obediencia fáctica al jefe del partido, lo que hace imposible la verdadera representación. Estar en la lista depende del jefe del partido, no del ciudadano. De modo que el candidato debe obediencia a su jefe, y no al ciudadano. De la misma manera, cuando el ciudadano vota, vota al jefe, no al candidato. El diputado retóricamente dirá que representa a los ciudadanos, mientras los hecho y a veces las propias consignas del partido evidencian lo contrario, y retóricamente muchos ciudadanos dirán que eligen a sus representantes, a pesar de que la mayoría de los individuos que aparecen en la lista electoral le son ajenos y desconocidos. ¿Son entonces los diputados representantes? Lo son únicamente de sus jefes de partido. Obviamente esto es una boutade, pues si los partidos se representan a sí mismos y ya están en el poder, no representan a nadie. En todo caso realizan una especie de representación teatral o se presentan a sí mismos. No es hipérbole. El parlamento funcionaría igual si las reuniones políticas se hiciesen sin la presencia física de los diputados. Bastaría con que los jefes de los partidos se reuniesen en el bar de la esquina poniendo sobre la mesa su cuota electoral. De esta manera, a través del consenso entre los partidos, se constituye y se ejerce el poder. En el parlamento o en el bar, tanto da. Aunque el verdadero pacto se hace siempre en el bar, despreciando el principio de publicidad que debe regir todo acuerdo político. El consenso entre los partidos, al estar estos desligados de la sociedad civil, se hace siempre por intereses oligárquicos (sus propios intereses como grupos de poder). Es la forma en la que se mantienen en la cúspide estatal. En esta situación aumenta o disminuye su cuota de poder según el resultado de las elecciones y la habilidad para hacer pactos adecuados, pero nunca lo pierden salvo en raras excepciones (por ejemplo, un partido pequeño que pierda tras sucesivas elecciones todos sus representante nacionales, autonómicos y municipales).  Se produce así una especie de círculo autista donde los ciudadanos no pueden penetrar. Tan solo pueden refrendar periódicamente lo que los partidos han realizado y prometen realizar. Dado que no hay procedimiento para obligar a cumplir las promesas, los partidos incumplen una y otra vez. El voto del ciudadano se convierte así en un ritual impotente que solo sirve para dar algo de legitimidad a un sistema que no les otorga ninguna representación. Como la mosca encerrada en una botella, el ciudadano choca una y otra vez contra el cristal del sistema proporcional de elección que le impide acceder al estado. Puede ver el paisaje del poder con la ilusión de su cercanía, pero es tan inasequible como las flores y los pájaros que la mosca ve a través del cristal. El traslúcido recipiente donde habita la sociedad civil resulta entonces efectivo para que ésta no penetre en el la sociedad política. Incluso más que si la botella fuese totalmente opaca y el sufragio estuviera explícitamente prohibido; pues en este último caso la oscuridad, al menos, facilitaría tomar conciencia de la falta de libertad y enseñaría más fácilmente la salida luminosa anunciada a través del cuello de la botella. La prueba del nueve se evidencia en los hechos. En una monarquía partidocrática, a diferencia de una monarquía parlamentaria, es impensable que un diputado y el jefe del ejecutivo que pertenecen al mismo partido, se enfrenten en un debate, pues ambos representan los mismos intereses. La sociedad política, desligada de la sociedad civil, se identifica con el estado, y la sociedad civil (que somos todos nosotros) queda aislada y sin posibilidad de afectar la burbuja del poder político.
    España es el ejemplo más claro de monarquía partidocrática. El término partidocrático no es un término crítico ni peyorativo, es el concepto que el jurista alemán del pasado siglo Gerhard Leibholz utilizó para designar esta nueva forma de sistema político que se inaugura en Alemania y que se generaliza en Europa tras la segunda guerra mundial. Con sus palabras describía el sistema político de su propio país. Y de paso, el nuestro, pues el sistema español es una copia del alemán. En España la explica y la define el jurista don Manuel García-Pelayo en su obra “El Estado de partidos” (1986). Leibholz llegaría a ser el primer presidente del Tribunal Constitucional Federal de Bonn y García-Pelayo fue el primer Presidente del Tribunal Constitucional de España. Aunque el término y el concepto que denota se ha intentado omitir y difuminar por la clase política por considerarlo descalificador, no se trata de algo esotérico o despectivo, sino de su definición real. Los que se toman la molestia de explicarlo, que además de autoridad intelectual tienen autoridad política porque fueros presidentes de importantes tribunales, no hablan de representación sino de integración. Los diputados no representan entonces a los ciudadanos sino que los integran al estado. Los partidos políticos, en una especie de comunión mística con los ciudadanos, se convierten en una y la misma cosa. De este modo se pretende que el gobierno de los partidos sea el gobierno presente del pueblo mismo, y no el de sus  representantes. La referencia es Rousseau y la idea de que la soberanía no se puede representar. ¿Se trata entonces de una asamblea directa? Como ha puesto en evidencia una y otra vez el pensador español don Antonio García Trevijano, el concepto de partidocracia, tal como lo explican su mentores, revela una burda tomadura de pelo que ninguna mente atenta podría dejar de ver. Dos elementos separados y distintos: partido y pueblo, no pueden ser el mismo. No hace falta ser un ilustre jurista o un sesudo politólogo para reconocerlo. Basta con aplicar los más básicos principios del pensamiento lógico. Las evidentes paradojas de la explicación junto con el reconocimiento explícito de que en la partidocracia no existe representación, sino algo mejor todavía que es la integración, dota a los emisores de tal mensaje de un cinismo intolerable. Con este cinismo, acompañado con más o menos rubor, han cabalgado intelectuales y políticos alemanes desde las palabras del insigne Gerhard Leibholz. Y es precisamente ese mismo cinismo lo que ha hecho que en España se haya optado por ocultar la definición y asimilar la partidocracia al parlamentarismo. Aquí nos parece mejor la hipocresía. Quizá porque casa más con el poso católico de nuestras raíces hispanas que el cinismo; al fin y al cabo un vicio moral más afín a una cultura protestante. El engaño y hasta autoengaño de que vivimos en una monarquía parlamentaria donde los diputados nos representan, forma parte de lo que García Trevijano llama la Gran Mentira. Vigente en España, sin solución de continuidad, desde la Transición.
Continúa en el laberinto de las repúblicas


Libros recomendados:
 "Frente a la gran mentira"  A. García Trevijano

sábado, agosto 29, 2015

EL LABERINTO DE LAS MONARQUÍAS



Decimos que hay monarquía cuando gobierna un rey o si el jefe del estado es un rey. Esta primera disyuntiva viene a salvar la diferencia entre la Edad Media y la Edad Moderna, pues solo desde el siglo XV, con el pequeño Estado de Florencia, aparece el primer estado moderno.
 

Entendemos por estado un aparato de poder con un cuerpo jurídico, administrativo y diplomático; y un ejercito y sistema policial presente en todo el territorio. Dado que hay diferentes formas donde hay rey, deberemos clasificar y justificar la distinción.
 

En la monarquía limitada, propia de la Edad Media, el rey gobierna pero de acuerdo a derecho: conjunto de vínculos, convenciones, pactos, contratos y relaciones entre hombres y cosas que se dan en un lugar determinado y que cambian de lugar a lugar. Tal conglomerado, no homogéneo en todo el territorio donde el rey reina, emerge a un primer orden normativo a partir del siglo V después de Cristo tras la caída de la estructura política de los emperadores romanos de Occidente. A lo largo de la Edad Media se modifica paulatinamente a través de la praxis social. El rey no legisla, pero debe ejercer el poder para mantener la paz y la equidad en la comunidad política y actuar de juez supremo e interprete último de la ley. Es llamado legibus solutus porque ninguna voluntad particular puede mandarle ni está obligado a cumplir la ley. No obstante, dista mucho de poseer un poder absoluto: una acción arbitraria o despótica que negara los usos, costumbres y normas establecidas lo convertiría en tirano, y los estamentos privilegiados (señores feudales y eclesiásticos) podrían ejercer el legítimo derecho de resistencia. En Inglaterra, tras la Carta Magna en el reinado de Juan sin tierra, los principales estamentos estarán representados en el consilium regni. En un principio este consejo solo es convocado por el rey y funciona muy esporádicamente. Con el tiempo se unirán los lores y los comunes y se reunirá periódicamente: se conocerá como el parlamento Ingles. Históricamente esta delimitación del poder ha sido siempre causa de conflictos y nunca ha estado del todo clara. Sobre todo en Reino Unido. No obstante, y en líneas generales, el rey tenía potestad sobre la política exterior. Y por ende, sobre la defensa y el ejercito. Dado que mantener un ejercito cuesta dinero, el rey tenía potestad también sobre el cobro de impuestos. Asimismo, en el rey recaía la mayor parte del poder ejecutivo y el del juez supremo que interpreta la ley. Al parlamento le correspondía las cuestiones domésticas y era capaz de oponer resistencia a las demandas del rey, sobre todo en cuestiones de impuestos.

En el Renacimiento surgen los primeros estados modernos y el concepto de soberanía o poder total que se le atribuye al rey. En la monarquía absoluta propia del antiguo régimen la única soberanía reconocida y operante es la del rey. El rey anula o neutraliza el poder del parlamento. En el rey se reúnen entonces los tres poderes del estado: ejecuta la ley, hace la ley y juzga a sus súbditos. El paradigma de este tipo de monarquía es la de Luis XIV, y la frase que mejor la explica es la que la Historia ha atribuido al propio rey de Francia: “el Estado soy yo”. No obstante, aunque muchos reyes lo pretendían pocos llegaron a ser soberanos absolutos. La coexistencia de dos poderes, el rey y el parlamento, dificultaba tal pretensión. La monarquía inglesa después del reinado absoluto de Enrique VIII hasta la revolución Gloriosa que corona a Guillermo de Orange, si exceptuamos el periodo de la república de Cromwells y la dictadura posterior, es o pretende ser una monarquía absoluta sin conseguirlo de facto.

Para hablar con propiedad de la monarquía constitucional tenemos que ir a mediados del siglo XIX y atender al desarrollo teórico que realiza Julius Stahl. No obstante, la primera monarquía constitucional conocida fue la que proclamó el imperio alemán en 1871. Tras la unificación alemana el rey de Prusia Guillermo I es proclamado Kaiser emperador de Alemania. De acuerdo con la Constitución, el emperador nombra a los ministros y controla por tanto al ejecutivo. El legislativo está constituido por una cámara alta, donde hay representantes de los distintos estados de la federación; y una cámara baja, elegida por sufragio universal masculino. La soberanía está compartida de iure y de facto: el rey gobierna y el parlamento legisla.

En la monarquía parlamentaria se reconoce solo la soberanía del pueblo o la nación a través de sus representantes parlamentarios. Del parlamento emanan las leyes y el poder ejecutivo. El rey, que es el jefe del estado, posee un poder simbólico. Reina pero no gobierna, como expresó Adolphe Thiers en la primera mitad del siglo XIX. En Gran Bretaña desde la monarquía de Guillermo de Orange hasta la actualidad se mantiene una monarquía parlamentaria.

En la moderna monarquía parlamentaria de Reino Unido los representantes son elegidos a título personal por los representados. El candidato que más votos aglutina en cada distrito electoral es el representante de todo el distrito. Los candidatos a representantes suelen pertenecer a partidos políticos, pero los partidos son plataformas que emanan de la sociedad civil y los candidatos no deben obediencia al partido sino a sus votantes. El jefe del ejecutivo es elegido por los representantes en el parlamento. Ciertamente suele ser el líder del partido con más diputados, pero esto no anula por completo la independencia de ambos poderes, aunque sí la deja mal herida. Es común ver en el parlamento británico luchas dialécticas muy duras entre los diputados y el primer ministro que pertenecen al mismo partido. La tensión es comprensible. Si el primer ministro debe rendir cuentas a los parlamentarios y en especial a los que lo eligieron, los diputados lo deben hacer a los ciudadanos de su distrito y en especial a los que lo votaron. Digamos que tienen jefes distintos. En una monarquía parlamentaria la sociedad política emerge y depende de la sociedad civil.

Cien años después de la revolución Gloriosa de Guillermo de Orange la asamblea constituyente francesa pretendía una monarquía donde la asamblea, en nombre de la nación, se ocupara fundamentalmente de elaborar las leyes. Aunque la voz más sonante era la de Sieyès que apuntaba más a una monarquía parlamentaria, Mounier, más pegado a la realidad y viendo el poder efectivo que tenía aún la Corona, apuntaba más a conceder poderes ejecutivos al rey y era, por tato, más afín a una monarquía constitucional. Obviamente los acontecimientos se desbocaron y la revolución caminó por otros derroteros.


En la monarquía partidocrática el rey tiene el mismo poder simbólico que en la monarquía parlamentaria, es decir, reina pero no gobierna. Pero la representación ciudadana se enrarece de tal forma que muy bien podríamos decir que es una pseudorrepresentación; y el parlamento, un pseudoparlamento...

viernes, agosto 28, 2015

SOBERANÍA, SOCIEDAD POLÍTICA Y SOCIEDAD CIVIL


Parte primera.
Podemos discutir sobre el nombre que damos a las cosas, pero es inadmisible que se utilice el mismo nombre para distintas cosas. Cuando esto se produce en el lenguaje cotidiano hay confusión y enemistad; en la enseñanza, ignorancia; y en ciencia, ineficacia. Pero tolerarlo en política es el inicio de la peor de las tiranías. Enredados en las palabras acabaremos creyendo ser libres y prósperos viviendo en una cochambrosa chavola con manos y pies encadenados.

El estado es la expresión abstracta del poder: el que manda. El pueblo, la nación o la ciudadanía es la expresión abstracta de los individuos que soportan el poder del estado: los mandados. Pueblo, nación y ciudadanía no son sinónimos. Tienen sus rasgos particulares. El pueblo es el conjunto de los habitantes y la ciudadanía son solo los habitantes reconocidos con ciertos derechos civiles y políticos. El término nación es más controvertido. A lo largo de la historia se ha identificado a la nación con los miembros de una raza, de una religión, de una cultura o de una clase social. Aunque también se ha identificado a la nación con el pueblo y con la ciudadanía. El concepto nación tiene una connotación histórica o temporal de la que carece ciudadanía, aunque se trasluce a medias en pueblo. La nación nace en el tiempo y se hereda. De modo que nación no solo son las generaciones vivas, sino las pasadas que las precedieron. En algunas ocasiones el término pueblo se ha identificado con nación. Así, en la Alemania nazi el pueblo alemán, deutsches volk, era la raza aria, y quedaban fuera de él los judíos alemanes y otras minorías no arias. Entre el pueblo en la base y el estado en la cúspide encontramos otras dos instancias que, aunque siguen siendo abstractas, lo son menos: la sociedad civil y la sociedad política. El pueblo no es un conjunto de átomos. Los individuos conforman grupos y relaciones. Aparecen asociados en familias, en torno a un culto religiosos, para defender a los trabajadores, para proteger a la naturaleza o para cualquier otro fin. Estas asociaciones constituyen en conjunto la sociedad civil. Por otro lado, el estado está compuesto por hombres que tienen poder real. Estos hombres que dan carne al esqueleto estructural del estado, son la sociedad política. Una asociación de personas en la que sus miembros quieren entrar en el estado y formar parte de la sociedad política es lo que comúnmente llamamos partidos políticos. El adjetivo “político” en este caso no deja de ser controvertido. En realidad los partidos políticos deberían llamarse partidos civiles, pues es una asociación más de la sociedad civil. La condición básica para que desde la sociedad civil surjan asociaciones y se manifiesten públicamente es que previamente haya libertades civiles. Muy especialmente la libertad de expresión, de reunión, de asociación y de manifestación. De lo contrario solo se manifestaran públicamente las toleradas por el estado. Si existen partidos o asociaciones que dependen del estado no son sociedad civil, son estado. La única forma de recuperar los derechos civiles si no se tienen, o garantizarlos, si es que han sido concedidos graciosamente por el estado, es que la sociedad política brote naturalmente de la sociedad civil y dependa de ella.
Los tres poderes clásicos del estado son el ejecutivo, el legislativo y el judicial. El poder mismo es la soberanía. La soberanía se ejerce por presencia o por representación. En la antigua Atenas los ciudadanos ejercían el poder por presencia, sin representación, reuniéndose en asamblea. Podríamos decir entonces que tales ciudadanos eran soberanos o que la soberanía la tenían los ciudadanos. Pero más allá de las asambleas con participación directa, los que ejercen la soberanía de facto suelen decir a menudo que representan a Dios, al pueblo o a la nación. El rey considera que Dios le ha concedido representar su poder en la tierra y la forma en que este poder se trasmite es la herencia genética. Por eso el rey proclama que solo debe rendir cuentas a Dios. Sin embargo el parlamento considera que es la nación o el pueblo el que tiene el poder legítimo y ellos representan este poder gracias a la delegación voluntaria del pueblo a cada uno de sus representantes. Obviamente, los parlamentarios consideran que deben rendir cuentas a sus representados y no a Dios.
Si la soberanía es un poder no controlado por otro poder, aunque limitado por otros poderes exteriores, podemos decir entonces que el único inequívoco soberano es siempre el estado. El soberano está limitado en el exterior por otros soberanos, es decir, otros estados, pero hacia dentro, en relación con el pueblo, es el único poder real. Desde un punto de vista emic, es decir, desde sí mismos, el rey es representante de Dios, y el parlamento es el representante del pueblo; de lo que habría que colegir que para el rey el verdadero soberano es Dios y para los representantes, el pueblo. No obstante, desde un punto de vista etic, observando la acción efectiva del poder, los soberanos, es decir, los que mandan en cada caso, son el rey o el parlamento, sin más; siempre y cuando ninguno esté controlado por otro poder y puedan identificarse con el estado mismo. 

Continúa en parte segunda: El laberinto de las monarquías.

viernes, agosto 14, 2015

CAMBIOS CONSTITUCIONALES



 

 Kant proclamó el lema fundamental de la Ilustración: Sapere aude, hemos abandonado la autoculpable minoría de edad y ya somos adultos. Es decir, somos ciudadanos y no súbditos. Ahora bien, si nos atrevemos a saber, debemos exigir también que el poder no apague la luz ni lo llene todo de humo. Finiquitado el despotismo, el principio de publicidad es un requisito imprescindible para constituir un gobierno legítimo. Es pues inadmisible que los gobernantes urdan pactos oscuros y de dudosa legalidad al margen de la opinión pública.

El PP anuncia cambios constitucionales para la próxima legislatura y el PSOE insiste en una España federal. Pero ni unos ni otros concretan sus propuestas ni se refieren a los procesos legales necesarios para sus fines. Hablan de la Constitución en clave esotérica, como si se tratase de un saber iniciático que solo a ellos les concierne. Ganar las elecciones sirve para gobernar, pero no es suficiente para cambiar la Constitución. Y mucho menos para cambiarla en profundidad o crear otra nueva. Puesto que lo que están sugiriendo son cambios profundos deberíamos recordar el articulo 168 del Titulo X de la Constitución española. Una revisión total, o una parcial que toque los artículos esenciales, necesita la aprobación de dos tercios de cada cámara. Acto seguido se deberán disolver las cortes. En buena lógica, tras un tiempo suficiente para que los partidos y asociaciones publiciten sus propuestas de cambio constitucional, la ciudadanía deberá ser convocada a unas elecciones. Los diputados recién elegidos tendrán que ratificar la decisión de cambiar la Constitución y proceder al estudio del nuevo texto constitucional. Elaborada la nueva Constitución, deberá ser aprobada por dos tercios de ambas cámaras. Finalmente, deberá ser aprobada por la mayoría de los ciudadanos en referéndum.

Decir que en las próximas elecciones habrá cambios constitucionales profundos sin buscar el acuerdo de los dos tercios de ambas cámaras, disolver las cortes y convocar unas elecciones para este fin es, pues, una fragrante irregularidad. De llevarse a cabo, ilegalidad manifiesta. Sí, ya sé. Las condiciones legales son complicadas. Y si no somos ingenuos, los cambios propuestos por los partidos serán siempre, si llegan a explicitarlos, meramente cosméticos. Los partidos no tocarán nunca el sistema proporcional de elección ni la esencia del estado autonómico actual. Constituyen su pan y su sangre, y el origen de nuestros desvelos. ¿Pero si no lo harán ellos, quién entonces? Debemos ser nosotros.

Abrir un periodo explícito de libertad constituyente resulta a bote pronto tan complicado como que los partidos se propongan de verdad cambiar la constitución legalmente y en beneficio de todos. Pero la historia es imprevisible y también cayó el Muro de Berlín. En tiempos de confusión es la nación soberana, poder prejurídico y siempre latente, quien tiene la potestad de crear una nueva Constitución mediante sus representantes expresamente elegidos para este fin. A este respecto se asume como un principio dogmático lo establecido por la Constitución francesa de 1791: "La Asamblea Nacional Constituyente declara que la Nación tiene el derecho imprescriptible de cambiar su Constitución.", y la Nación somos todos nosotros.

La oscuridad de los partidos políticos se evidencia también en su uso del lenguaje. Para nuestros políticos las palabras no denotan conceptos, connotan emociones o intereses partidistas. Es decir, si los ciudadanos queremos entender, los políticos se empeñan en no ser entendidos. Quieren ser votados, aclamados y seguidos. ¿Qué quiere decir el PSOE cuando habla de estado federal?, ¿qué insinúan algunos socialistas catalanes que asumen la soberanía española y defienden a la vez que la autodeterminación de Cataluña debería ser legalizada? Desde el punto de vista lógico y conceptual, poca cosa. Propaganda entonces. Sugieren que no son tan “fachas” como el PP ni tan “obcecadamente radicales” como los nacionalistas. Eso es todo. Las palabras pretenden situarse en una estructura emocional e irreflexiva donde se vislumbre un centro imaginario en el que todos somos muy guays y tenemos buen rollito. La tibieza de la corrección política quiere evadir la semántica y tratarnos como a niños. Pero, a pesar de todo, los significantes tienen significado, y la ciencia política y la historia nos lo recuerdan.

            Si Cataluña tuviese derecho a decidir sobre su independencia (fuera cual fuera su decisión) no existiría la soberanía española. Existe la soberanía española, luego Cataluña no tiene derecho a decidir. Aquí no hay término medio porque obviamente no existen círculos cuadrados.
         ¿Estado autonómico o estado federal? Los estados autonómicos suelen tener un pasado centralista y el estado central ha ido otorgado funciones y competencias a las diversas regiones que los conforman. Así ocurrió en España. Las federaciones están conformadas por estados que originariamente eran soberanos e independientes. En un momento posterior cedieron su soberanía y algunas de sus atribuciones a una entidad supranacional o gran nación. Tal cesión es irreversible. Alemania y EE.UU son federaciones. ¿Dónde hay mayor autogobierno? En algunos estados federales hay mayor autogobierno que en algunos estados autonómicos. Sin embargo los Länder alemanes, por ejemplo, tienen menos autogobierno que Cataluña o el País Vasco. No hay regla fija. Si lo que pretende el PSOE es mayor autogobierno de las comunidades autónomas, no es pues necesario la federación. Por otro lado, si lo que se pretende es la asimetría, el estado autonómico da más posibilidades de asimetría que un estado federal. De hecho España ya es bastante asimétrica para desgracia de los que pensamos que todos los ciudadanos debemos ser iguales en derechos y servicios recibidos. ¿Para qué entonces una España federal?

          La diferencia fundamental entre un estado federal y otro autonómico está en su genealogía, no en su estructura. Juan tiene el pelo corto y Pedro lo tiene largo. Juan se deja crecer el pelo y Pedro se lo corta un poco. Ahora ambos tienen similar cabello. ¿Qué sentido tendría que Pedro quisiera tener el pelo como Juan? En cualquier caso, si pretendemos en serio que España sea una federación de estados, deberíamos primero convertir las autonomías en estados independientes. Luego, deberían unirse voluntariamente a la federación cediendo su soberanía recién adquirida. O sea, eliminar la soberanía española para después recuperarla. El problema es que el  único ente que puede legítimamente aniquilar la soberanía española es la propia soberanía española. Es decir, todos y cada uno de los ciudadanos españoles. Siendo así, es obvio que intentar convertir España en un estado federal, además de ser un rodeo complicado sin garantía de éxito, resulta una inmensa estupidez.