En este contexto de ruptura social el nazismo se fue convirtiendo en la ideología dominante. Pronto el ambiente empezó a ser asfixiante para los disidentes: si no eras nazi, eras sospechoso de ser comunista; o quizá algo peor, judío. Pensar comenzó a ser incómodo, y conversar libremente no estaba exento de sanciones sociales. Si un ciudadano no quería problemas con su vecino, callaba o le daba la razón. Pero la disonancia termina por ser insoportable: fueron muchos los que, acostumbrados a decir lo que no pensaban, acabaron al fin creyendo lo que a todas horas decían.
La reflexión moral implica un diálogo continuo con nosotros mismos y un distanciamiento emocional del asunto juzgado. Se trata de ponernos en la situación de los otros e intentar pensar desde posiciones diferentes. Finalmente, emitimos una opinión razonada que está siempre sometida a debate público. Sin este debate, que se debe producir primero en nuestra cabeza y después con los otros, no hay sociedad civil. No obstante, pensar sobre cuestiones morales es una actividad ingrata, pues pocas veces llega a ser tan concluyente como un razonamiento técnico, científico o matemático. Conlleva, por tanto, cierto desasosiego.
Además, opinar públicamente puede traer consecuencias incómodas, hay gente que te empieza a mirar mal si no piensas como ella. Quizá por eso la tentación de abdicar del pensamiento crítico está siempre presente, siquiera inconscientemente. Más aun cuando la ideología dominante acecha. ¿Por qué hacerse preguntas inquietantes cuando hay tantas respuestas reconfortantes al alcance de la mano?
Muchos alemanes corrientes que en un principio no simpatizaban con el nazismo, decidieron dejar de hacerse preguntas inquietantes: el juicio ponderado fue sustituido por la opinión irreflexiva inducida por la propaganda o por la presión de grupo. El diálogo interno desapareció y, consiguientemente, el debate público se pervirtió: ya no se trataba de razonar con el otro, sino de imponer mi verdad al otro. Según Hannah Arendt fue precisamente esta incapacidad de pensar de una parte importante de la población de Alemanía la que, en gran medida, posibilitó el triunfo del nazismo.
La Historia se suele repetir, aunque nunca exactamente igual. Hoy la ideología dominante no es el nazismo; pero, como en los últimos años de la República de Weimar, hablar libremente resulta cada vez más complicado. La verdad de lo políticamente correcto no admite matices, discusión ni deliberación reflexiva. Si el debate es entre amigos o familiares y asoma la mínima discordia, el amigo puede convertirse en enemigo y el pariente puede retirarte la palabra.
En la calle, y sobre todo en las televisiones, el mensaje es inequívoco: en nombre de la nueva verdad los disidentes deben ser señalados, vigilados y apartados. El linchamiento en las redes sociales es práctica habitual.
Hoy la ideología dominante es el feminismo supremacista y el elegetebismo. Pero no nos engañemos, podría ser cualquier otra. Lo importante no es la ideología que se dice defender, sino lo que a través de ella se pretende conseguir: sabemos, gracias a las cínicas declaraciones de un ministro que, en España, reeducar a los jueces es prioritario. Sin embargo, el ataque a la Justicia es solo un escalón. Hacer de la vida privada asunto político, acabar con lo que queda de la Civilización occidental e instaurar el Paraíso en la Tierra son los últimos peldaños de la escalera.
La verdad política se llama libertad, y su garante es el Estado de Derecho. Cuando en nombre de otra verdad se sacrifica la libertad, el resultado es siempre el mismo: un régimen totalitario donde reina la mentira. Ocurrió y, por lo tanto, es posible. David Russet, escritor francés víctima de las atrocidades nazis, decía que el hombre normal no sabe que todo es posible. Hoy sus palabras, fruto de un ponderado juicio en una época donde mucha gente lo perdió, deberían entenderse como un nuevo imperativo moral: ¡no se debe ser un hombre normal!
Publicado en Disidentia el 7 de mayo del 2018