martes, mayo 22, 2018

EL SENTIMENTALISMO POLÍTICO: GENERADOR DE ENEMIGOS



El sentimentalismo político: generador de enemigos
Los individuos propensos a asumir riesgos en beneficio de los otros no son premiados por la evolución. Su número descenderá progresivamente, pues un alto porcentaje morirá joven y sin descendencia. Sin embargo, las tribus con más miembros capaces de sacrificarse por sus compañeros aumentarán las posibilidades de sobrevivir, expandirse y crecer.

Según la teoría de la evolución esta selección grupal vendría a explicar la existencia del sentimiento altruista en la especie humana. El científico Richard Dawkins elaboró en los años setenta una argumentación más detallada apelando al gen egoísta. Que los padres sean capaces de dar la vida por los hijos es una actitud generosa y desinteresada, pero un biólogo evolutivo solo verá en ello la salvaguarda de la carga genética presente en los progenitores; es decir, un egoísmo de grupo

Resulta entonces que nuestro natural sentimiento altruista es directamente proporcional a la proximidad en el parentesco. En condiciones primitivas los humanos somos muy altruistas con los parientes cercanos, menos con los lejanos y nada con las otras tribus. No obstante, las tribus vecinas no nos son indiferentes. En realidad sentimos hacia los otros una instintiva hostilidad que viene a ser el inevitable reverso del apego hacia los nuestros. De modo que los sentimientos morales cálidos, que parecen tener una base biológica, tienen también su sombra: los extraños, dentro o fuera de la tribu, son una peligrosa amenaza de la que conviene defenderse.
Dado el potencial destructivo que conlleva la aparición de la inteligencia humana, fue imprescindible un ardid evolutivo capaz de paliar esta tendencia al conflicto que ponía en peligro a la especie. Apareció entonces el chivo expiatorio: un individuo designado previamente como causa de todos los males era ritualmente sacrificado. El luctuoso acontecimiento actuaba como una eficaz vacuna contra la violencia mimética, que diría René Girard. El beneficio era grande: se apaciguaba el malestar colectivo y se cohesionaba afectivamente la tribu. El grupo se mostraba entonces mejor preparado para posibles combates contra el enemigo exterior. Cuando las comunidades se hicieron más grandes y complejas la cohesión emocional entre sus miembros se debilitó, y el papel apaciguador del rito sacrificial fue sustituido por el Derecho generado por la costumbre y por el compromiso de respetar los pactos con las comunidades vecinas. El último capítulo de este proceso de enfriamiento sentimental de la política fue la creación del moderno Estado de Derecho y el Derecho internacional.
En las sociedades abiertas actuales apelar a los sentimientos desde la política resulta entonces una regresión no exenta de peligros. Utilizar estrategias primitivas para situaciones nuevas suele producir malas consecuencias. Amar a los miembros de la familia o de la tribu es normal, pues el verdadero amor hacia los otros es siempre el amor a los cercanos. Pero cuando un político proclama un amor desinteresado a muchos, incluidos los lejanos; es otra cosa distinta al amor mismo. ¡Cuánto mejor el político que respeta verdaderamente a los ciudadanos más allá de efusivas proclamas amorosas! No se puede amar cálidamente a un extenso colectivo cuya mayoría de miembros no conocemos personalmente; y cuando un líder político lo proclama con manifiesta afectación, evidencia su impostura y nos acerca un poco más al infierno. Sentimientos y política son el cóctel perfecto para la tragedia.
Si cierto es que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones, no menos cierto es que en tiempos modernos demasiadas veces los cálidos sentimientos han sido excusas para las peores matanzas. El amor de Robespierre a los virtuosos citoyens inauguró el Terror que guillotinó a miles de sospechosos conspiradores, el amor a la Humanidad de los bolcheviques resultó inseparable del hostigamiento a los designados como burgueses y el amor a la raza aria que Hitler profesó, fue proporcional al esfuerzo por aniquilar a los judíos. En todos los casos los verdugos se definieron a sí mismos como víctimas y, en todos los casos, la ancestral y oscura necesidad del chivo expiatorio apareció secularizada en forma de crimen colectivo. En las tribus primitivas la víctima sacrificada actuaba como un fármaco curativo y apaciguador; pero, como bien sabían los antiguos griegos, el pharmakon se puede convertir fácilmente en veneno. Tan solo depende de cuánto, cuándo y cómo se suministre.
Hoy la emotividad política es epidemia, y gran parte de la tarea política es identificar a las victimas que, por decreto, habrán de ser merecedoras de nuestra compasión ―también de una parte significativa de nuestros impuestos―: una pléyade de políticos, periodistas y opinadores las exhiben diariamente desde los medios de comunicación; por lo que, a estas alturas, nadie ignora ya quienes son. Pero identificadas las víctimas quedan identificados también los enemigos: chivos expiatorios colectivos y desacralizados dispuestos a ser sacrificados por sus bondadosos e inocentes verdugos
¿Quiénes son estos enemigos candidatos al sacrificio en el altar de lo políticamente correcto? Quizá la pregunta produzca cierta desazón entre mis lectores. Y alguno habrá que se diga a sí mismo: ¿seré acaso yo? Tranquilícese; si usted no se considera español, no tiene aspecto caucásico, no es católico, hombre, ni heterosexual no tiene motivos para preocuparse.

Publicado en Disidentia el 22 de mayo de 2018

sábado, mayo 12, 2018

HACIA LA UTOPÍA LIBERTICIDA A TRAVÉS DE LA INCOHERENCIA

Para Aristóteles el hombre es un zōon politikon: un animal social que vive en una comunidad regida por leyes que surgen de las palabras. Con las palabras dialogamos con nosotros mismos sobre lo que está bien o mal. Y también razonamos conjuntamente sobre lo que es justo y conveniente para la Ciudad. Aristóteles insiste en la diferencia: si bien los animales tiene voz, no tienen palabra. La voz comunica emociones, estados de ánimo o deseos; pero es incapaz de expresar la justicia o ser expresión de libertad. Por eso un hombre con voz, pero sin palabra; perdería su capacidad de juzgar y se alejaría de su propia humanidad.
En la antigua Atenas, Sócrates ponía en evidencia las contradicciones de sus adversarios dialécticos porque sabía las inevitables consecuencias: asumir una incoherencia es el primer paso para asumir las demás; y cuando la incoherencia se convierte en moda, la capacidad crítica cesa y la palabra desfallece. En griego el término barbaros significa balbuceante, alguien que emite sonidos incomprensibles. Sin palabras para conversar en el ágora y pensar con los otros sobre lo bueno y lo justo no habría ya ciudadanos, sino bárbaros: seres dotados de voz, pero sin juicio y sin logos.  

Hoy las voces apenas dejan oír las palabras, Sócrates está muerto y el pensamiento no goza de buena salud. El principio de no contradicción es abucheado mientras la incoherencia es aplaudida: estrellas de cine la reivindican, profesores universitarios la enseñan y un ejercito de opinadores mediáticos la repiten machaconamente en prensa, radio y televisión. Es obvio que va ganando, pero reconozcamos que juega con ventaja: partidos políticos y sindicatos la apadrinan. Durante mucho tiempo fue patrimonio del tonto del pueblo y era tolerada por la mayoría con compasiva condescendencia. Pero hoy está normalizada porque es ya de casi todos: oración matutina y pan nuestro de cada día.

Los hombres del siglo V no sabían que estaban viviendo el fin del Imperio romano. Tampoco yo sé gran cosa. En cualquier caso, por lo que pudiese ocurrir con lo que hemos dado en llamar Civilización occidental, me dispongo a dar testimonio. Como el rubio replicante de Blade Runner, extraordinaria película de  Ridley Scott, he visto cosas que vosotros no creeríais: he visto a marxistas internacionalistas y solidarios justificar la secesión de una de las regiones más ricas de España; a feministas que en nombre de la igualdad real entre los sexos defienden la real desigualdad legal entre hombres y mujeres; a amantes de los animales llamar asesino a un torero y tratar con exquisito respeto al imán que degüella un cordero en plena calle; a políticos catalanes que en aras de la civilización prohíben la tauromaquia y defienden el correbous; a ateos muy anticristianos amistosamente complacientes con el Islam.
He visto  a miembras y portavozas hablar con periodistas masculinos que sin embargo no eran periodistos, y a hombres con vulva defensores de la libertad de expresión que no toleran que alguien diga que los niños tienen pene. Y todas estas cosas no se perderán conmigo como lágrimas en la lluvia, porque son la misma lluvia que nos cala hasta los huesos. Mañana las seguiremos viendo y oyendo en entrevistas televisivas, en declaraciones publicas, en la peluquería del barrio y en el bar de la esquina. Nadie sabe hasta cuando. Luego vendrá una oscura Edad Media saturada de emoticonos… o quizá un luminoso Renacimiento. ¿Quién sabe? Todavía la decisión depende en algún grado de nosotros.
Para llevar razón hacen falta dos cosas: ser coherente y llevar razón. Quienes cabalgan contradicciones, abanderan la incoherencia y se placen en propagarla por la ciudad no llevan razón; pero tampoco la buscan. Les basta la fe en un nuevo hombre y en un nuevo mundo: la nueva vieja utopía de siempre. Los postmodernos profetas que la anuncian se inspiran en Gramsci, paradójico marxista que pensaba que la ideología podía modificar las relaciones de producción; pero siguen a pies juntillas las once reglas básicas de la propaganda de Goebbels.
Sentar en la misma mesa a Marx, Gramsci y Goebbels tiene algo de irónico y, en cierto modo, es una incongruencia; pero si el fin es la utopía todo está permitido y las incongruencias son especialmente bienvenidas. El plan es conocido: ahogar la palabra en un mar de contradicciones es lo primero ―en eso estamos ahora―. Identificar y neutralizar a los malos, lo segundo. Después, basta con que gobiernen los buenos para que florezca el cielo en la Tierra. El Estado es Dios, el mundo es simple y la solución fácil. Habrá paz, amor, sonrisas, flores, multitud de velitas encendidas y osos de peluche para todos.
Pero si vence la utopía habrá sido a costa de la palabra y, entonces, todo estará perdido. Porque, aunque abunden los osos de peluche, sin la palabra no hay libertad y tampoco podría haber justicia; y el aristotélico zōon politikon, expulsado del ágora y acomodado ya en su nuevo paraíso, se habrá convertido en un animal de rebaño.

Publicado el 12 de marzo de 2018 en Disidentia

domingo, mayo 06, 2018

EL ENEMIGO SE CONSTRUYE A TRAVÉS DEL LENGUAJE

Para Aristóteles la polis es una comunidad de amigos que debaten libremente en el ágora sobre cuestiones que incumben a todos. Una de las mayores representantes de la tradición que inaugura Aristóteles es la politóloga Hannah Arendt: allí donde no hay libertad de pensamiento ni de expresión, no hay política.
La libertad en Arendt sirve de fundamento a concepciones políticas parlamentarias o republicanas, pero Carl Schmitt es el referente de una tradición distinta que a veces desemboca en formas totalitarias. Para Schmitt lo político se define por la dualidad amigo-enemigo. No es una deliberación libre y amistosa, sino confrontación entre grupos antagónicos donde el acuerdo es sustituido por el poder y la decisión.
El enfrentamiento entre amigo y enemigo, y la consiguiente consagración del enemigo como categoría política, tuvo siempre una buena acogida entre los partidarios de Marx, a pesar de las veleidades que el propio Schmitt tuvo con el nazismo. En cualquier caso, es evidente que la lucha de clases encajaba bien en el esquema del jurista alemán. Sin embargo, con el auge de las clases medias y la caída del Muro de Berlín, las grandes batallas protagonizadas por la clase obrera comenzaron a parecer algo del pasado. Todo hacía pensar que el enemigo estaba abocado a morir en el próspero Estado del bienestar, pero logró sobrevivir. Fue Ernesto Laclau, cuyas ideas están hoy omnipresentes en los populismos de izquierdas de Hispanoamérica y España, quien más empeño puso en rehabilitarlo, señalarlo y reconstruirlo. En una de sus obras más conocidas, La razón populista, nos dio las instrucciones para ello.
Para Laclau el enemigo se construye a la par que se fomentan identidades real o imaginariamente agraviadas. Los grupos agraviados pueden ser incongruentes entre sí, pero eso importa poco: tal diversidad habrá de acomodarse en una totalidad a la que se denominará pueblo; y bajo el significante pueblo, todos los gatos son pardos. De modo que el pueblo no es una realidad dada; y no son, desde luego, los trabajadores o los proletarios del siglo XIX. Se articula desde el discurso ideológico incluyendo en él a grupos muy heterogéneos. La parte de la sociedad que se queda fuera del pueblo es el enemigo a batir. Vencido éste, será el momento de apropiarse del Estado: el cielo anhelado del poder que algunos quieren tomar por asalto.
El procedimiento para crear grupos agraviados es relativamente sencillo y tiene mucho que ver con el lenguaje, pero antes debemos asumir con Laclau que las palabras carecen de significado y el sentido común no existe. De modo que debemos prescindir de la semántica, aunque esto dificulte la comunicación. La cosa no va de comunicación ni de entendimiento mutuo, sino de hegemonía y poder. Para Laclau la verdadera política no se hace en el parlamento, sino en el campo de batalla—la calle y los medios de comunicación, fundamentalmente—; y no se busca persuadir, sino vencer. Por eso la erística sustituye a la dialéctica, y construir un relato resulta más importante que armar una buena argumentación.
Más allá de lo que diga el diccionario, todo significante está impregnado por connotaciones imaginarias y emocionales. Esto es lo que verdaderamente importa a la hora de transformar las palabras en armas de guerra. Imágenes y emociones hábilmente manipuladas se convertirán en el nuevo significado. A veces el significado puede incluir incoherencias manifiestas, pero esto no tiene por qué impedir que las palabras se usen con prodigalidad. No hacemos un análisis gramatical cada vez que pronunciamos una frase; y la mayoría de las pequeñas conversaciones que tenemos al cabo del día, en la familia o en el trabajo, están llenas de lugares comunes donde prima la socialización y la empatía: la coherencia lógica queda en un segundo plano cuando los sentimientos predominan.
En principio los nuevos significados muestran cierta resistencia a ser admitidos por la comunidad de hablantes. Y las palabras que los designan —en la jerga de Laclau, significantes flotantes o vacíos— están en una especie de tierra de nadie que ha de ser conquistada por el pueblo. En consecuencia, la política se convierte en una guerra por los vocablos y sus usos preferentes.
Hay muchas formas de promover la batalla:
Podemos tomar un significante con cierto prestigio y retorcer su semántica. Así se ha hecho con la palabra feminismo. Desde las primeras sufragistas su significado estuvo ligado a la lucha por la igualdad entre hombres y mujeres; pero ahora se asocia cada vez más a los que justifican la ley que discrimina positivamente a la mujer y que, en caso de litigio, convierte en presunto culpable al varón. La palabra feminismo resulta entonces un término ambiguo muy oportuno para crear discordia y designar un nuevo grupo enemigo: aquellos que salvaguardan la igualdad legal sin excepciones identitarias. Quienes se atreven a expresar esta opinión en público, son señalados por el grupo agraviado como retrógrados machistas o malévolos defensores del heteropatriarcado. Consecuentemente, dejan de pertenecer al pueblo. Son numerosas las palabras que sufren similares retorcimientos en la batalla lingüística cotidiana, pero hay especialmente dos de las que nadie quiere prescindir: democracia y libertad. Casi todos las defienden, pero casi nadie piensa lo mismo cuando las nombra.
Otra manera de crear grupos agraviados es recurrir a datos estadísticos, la mayoría de las veces sesgados tendenciosamente. Supongamos que los ciudadanos pelirrojos son el colectivo que más infracciones de tráfico acumula. Si proliferan asociaciones que en nombre de los pelirrojos no paran de denunciar a sus malvados perseguidores, si tales asociaciones disfrutan de amplia cobertura mediática, si se pone en circulación una expresión suficientemente atractiva para designar el odio a los pelirrojos; entonces es muy probable que mucha gente empiece a pensar que algunos ciudadanos son multados por el hecho de ser pelirrojos. La lógica de esta cadena de acontecimientos es disparatada, pero no podemos negar su eficacia. Hace algunos años nadie habría afirmado que siempre que un hombre agrede física o verbalmente a una mujer, lo hace por el hecho de ser mujer. Sin embargo, en la actualidad quien se atreve a poner en cuestión este reiterado mantra es condenado a la hoguera de la plaza pública por una horda de nuevos inquisidores.
En Alicia a través del espejo Lewis Carroll nos recuerda lo que es obvio en todo sistema totalitario; que no importa lo que signifiquen las palabras, sino quién es el que manda. Laclau, siguiendo la estela de Gramsci y su hegemonía cultural, invierte la ecuación: quien domina las palabras acaba por mandar. En cualquier caso, la relación entre poder y lenguaje es una evidencia histórica que no necesita descubridores. La antigua sofistica griega y la propaganda estalinista y nazi bastan para constatarla. Orwell lo ilustró literariamente en 1984 y Victor Klemperer, brillante filólogo perseguido por los nazis, lo hizo con más detalle y rigor en su magnífico libro La lengua del tercer Reich.
No se me ocurren estrategias mágicas para contrarrestar el deterioro del lenguaje y del pensamiento que lleva a cabo el populismo. Pero la opción de Sísifo me parece tan buena como cualquier otra: ante la voluntad de vaciar las palabras de significado, la voluntad clara de volver a llenarlas; ante el exceso de propaganda, exceso de razonamiento. A pesar de Laclau, el pueblo somos todos y el principio de no contradicción no es un invento del capitalismo.
Es un hecho que la perversión del lenguaje ha contribuido a la creación de muchos grupos agraviados que no cesan de señalar al enemigo. Y si esta perversión continúa, probablemente aparecerán más. Quizá en un futuro no muy lejano serán los antitaurinos frente a los aficionados a los toros, o los vegetarianos frente a los que comen carne, o los que nunca leen artículos como éste frente a quienes los leen e incluso los escriben. En fin, todos podemos formar parte del grupo enemigo, aunque seamos muy amistosos; porque ser enemigo depende del que te designa como tal, no del que recibe el calificativo. Así que tengan ustedes cuidado, no digan luego que no les he avisado.
Jesús Palomar. Publicado en Disidentia el 28 de enero de 2018