La ideología de género afirma que la sexualidad de la
mayoría de la gente no ha sido libremente elegida. La sociedad nos asigna
nuestra sexualidad cruel y despóticamente cada día de nuestra existencia. Todo
empieza con el desalmado pediatra que dice a la mamá embarazada que es un
niño porque en la ecografía ve un pene. El sexo es una construcción social.
De modo que debemos situarnos en un punto cero. Libres de influencias
culturales. Incluso de influencias biológicas. Y desde ese punto cero, elegir
nuestro objeto de deseo y nuestro modo de sentirnos. Sentirnos hombres con o
sin penes y mujeres con o sin vulvas. Y elegir desear a una mujer, a un hombre,
a un perro o a un gato. No solo es una opción, es nuestra identidad. Llamemos a
estas opciones identitarias géneros.
Si desarrollamos este
planteamiento son inevitables ciertas aporías y algunas perpeplejidades.
¿Elegimos lo que deseamos?
Resulta que la sexualidad está marcada fundamentalmente por el deseo mismo. Y a
poco que recapacitemos nos damos cuenta de que nunca elegimos el objeto de
nuestro deseo. Si acaso, es el objeto el que nos elige a nosotros. No elegimos
que nos gusten las lentejas o la paella. Solo podemos elegir si las comemos o
no, que no es poca cosa por cierto. E igual ocurre con el sexo. No es una
opción. No elegimos sentirnos atraídos por las mujeres, por los hombres, por
los zapatos de tacón o por los uniformes masculinos. Por cierto, tampoco un
hombre elige desear a otro hombre ni una mujer a otra mujer.
¿Somos lo que deseamos? Aun si
nos ponemos filosóficos y admitimos que no sabemos muy bien quienes somos, sí
sabemos que no somos lo que deseamos. Un mudo que desea ser cantante, no lo es.
Un hombre que desea ser un perro, no es un perro. Un sargento que desea ser Napoleón,
no es Napoleón.
Para liberarnos de las
tiránicas imposiciones sociales la ideología de genero nos da la solución
mágica. Hay que intervenir socialmente en colegios, en ayuntamientos, en la
publicidad. De distintos modos y maneras. Primero enseñando amablemente, luego
inculcando y, si es necesario, imponiendo. Todo sea para liberarnos del
tiránico constructo social que nos esclaviza. Hay que obligar a la gente a ser
libre. ¿Pero no estamos entonces como al principio? Resulta que nuestra identidad
sexual dependerá entonces de otra construcción social: la que propone la propia
ideología de género. Y es que si nos pasamos de listos volvemos a ser tontos.
Porque si damos un giro de 360º estamos obviamente en el mismo sitio.
De modo que la antropología que
la ideología de género nos propone resulta un galimatías. El ser humano
autentico, el que debe elegir todo lo demás, es un ente puro, no contaminado
por su biología ni por la sociedad. Una especie de punto imaginario en el
espacio vacío que desea y desea a lo largo del tiempo. No sabemos qué es lo que
le lleva a desear esto o aquello y, lo que es más curioso, ni siquiera sabemos
quién es el que desea. Un extraño ente sin biología, sin lenguaje, sin
historia, sin sociedad, sin identidad. En definitiva Nadie. Un nadie que desde
la absoluta nada elige, pues, tener un género y por ende una identidad sexual.
Pero resulta que si admitimos
esta conclusión, a pesar de las incongruencias que de ella se derivan, vamos a
chocar inevitablemente con la otra cara de la ideología de género. Aquella que
defiende la identidad femenina en virtud de la cual se practica una
discriminación positiva. En este caso ser hombre o mujer no es algo elegido.
Qué más quisiéramos. Los hombres nacemos hombres a nuestro pesar, y a nuestro
pesar somos agresivos y maltratadores, y por eso debemos ser castigados por el
Estado y la Ley más que las mujeres por idénticos hechos. ¿En qué quedamos
entonces?
Lo peor de la ideología de género no es que intente cambiar los usos y
costumbres desde planteamientos estatalistas con veleidades totalitarias. Lo
peor es que nos deja el cerebro hecho papilla si pretendemos entenderla o
buscar un poco de coherencia lógica en sus proclamas.