En una reciente entrevista televisiva el líder de IU,
Alberto Garzón, afirmó que un político que roba no es de izquierdas. La
presentadora quedó ojiplática esperando la sesuda fundamentación de tan rotundo
juicio. Pero el ufano político tan solo reiteró la frase como si se tratase de
un mantra exento de posible análisis. Aquella noche mi mente andaba un poco
embotada por tanto debate insustancial con que los medios nos suelen castigar
en períodos electorales. Y quizá buscando cierta evasión que me sacase del
hastío, me vino a la mente la escolástica medieval. Mi imaginación se puso a
fantasear. Imaginé entonces una distópica España donde la afirmación de Garzón,
cual dogma teológico medieval, se asumiese por fe, revelación de algún libro
sagrado o por la autoridad indiscutida de algún presunto sabio. ¿Qué nos diría
Garzon?
Tratándose de un escolástico
del siglo XXI no sería impensable que
el joven líder de IU recurriera entonces a una suerte de argumento
ontológico similar al de san Anselmo. El concepto “ser de izquierdas” es
equivalente a “ser moralmente perfecto”. Y siendo así, al pensar con
detenimiento en él, se da uno cuenta de que “ser honrado” está necesariamente
unido a su esencia. Es entonces inconcebible que alguien sea de izquierdas y
sea a la vez un ladrón. Negar esta evidencia no es cosa de malvados, sino de
insensatos que no entienden lo que piensan; como Anselmo decía de los ateos.
¿Recuerdan? Dios es un ser perfecto. La existencia real es una perfección. De
modo que basta pensar correctamente en Dios para evidenciar que existe.
Si la presentadora no acababa
convencida tras la clara exposición, el escolástico Garzón, bregado en la disputatio,
podría utilizar, como antaño, el resultón raciocinio silogístico. El ejemplo
más clásico y famoso del susodicho razonamiento aristotélico expresaba que todo
hombre es mortal y que también Sócrates lo es. El nuevo, calcado del anterior,
vendría a decir lo siguiente: Todo hombre de izquierdas es honrado. Juan es de
izquierdas. Luego, Juan es honrado. Pero, ¿qué pasaría en aquel mundo imaginado
si Juan, que es de izquierdas, roba? Pues que no es Juan, no es verdaderamente
de izquierdas o sencillamente no roba. La premisa mayor quedaría intacta.
Pensé más detenidamente en ese
mundo destilado por mi calenturienta mente y descubrí que, después de todo, no
era tan disparatado, pues tal escolástica política se aplicó profusamente en
los años setenta. Cada vez se hacía más evidente que la URSS era una cruenta
dictadura donde la élite gobernante no era igual que el resto de los mortales.
Sin embargo muchos no lo veían así. Recuerdo al pobre Solzhenitsyn por
televisión contando las penurias padecidas en su celda siberiana y denunciando
las perversiones del sistema soviético. Y cómo una hueste de intelectuales se
indignó por su mentiroso testimonio. El maltratado Solzhenitsyn se quedó
pasmado al constatar cómo tantas personas presuntamente inteligentes, que
incluso habían viajado a la URSS, negaban la evidencia. Es decir, que la URSS
seguía siendo un paraíso porque era comunista o, volviendo a nuestro primigenio
silogismo, que Juan no robaba porque era de izquierdas. De modo que la premisa
mayor: un país comunista es un paraíso, seguía estando vigente. A principios de
los ochenta algunos dejaron de afirmar que la URSS era un paraíso. Pero el
silogismo seguía funcionando. La URSS pasó a definirse como capitalismo de
estado. O sea, que finalmente resultó que Juan no era de izquierdas, pero el
comunismo seguía siendo un paraíso. ¡Acabásemos!
En los setenta y ochenta el
eficaz silogismo desprestigiaba mecánicamente a los malintencionados críticos.
Todos ellos filocapitalistas, contrarrevolucionarios, derechistas y fascistas.
Solzhenitsyn incluido. Y es que las cosas habían cambiado muy poco desde
Galileo, otra víctima del silogismo. El dogma medieval decía que todo cuerpo
celeste giraba alrededor de la Tierra. Galileo, que era heliocentrista y negaba
lo anterior, invitaba a sus adversarios a mirar los cielos a través del
telescopio. Pero los escolásticos no veían lo mismo que él. Para muchos los
satélites de Júpiter no existían. Para otros sí, pero sus órbitas alrededor del
gigantesco planeta eran una ilusión provocada por las lentes del endemoniado
aparato. Y entre la autoridad del sabio Aristóteles y los mentirosos cristales,
los escolásticos se quedaban, claro está, con lo primero.
La escolástica medieval acabó
por ceder ante el empirismo de Francis Bacon y el racionalismo cartesiano.
Bacon y Descartes advertían que el razonamiento silogístico servía para exponer
con claridad algo previamente asumido como verdad, pero resultaba inútil para
deducir una nueva verdad. O sea, que se trataba de un engañabobos. Pero,
¿podrían también desmontar la afirmación de Garzón? Bacon recomienda la
inducción empírica. Tras constatar por experiencia que Juan, Pedro y Javier son
de izquierdas y no roban, podríamos enunciar una ley, siempre provisional, que
afirmase que los políticos de izquierdas no roban. No obstante, bastaría un
caso particular que contradijese esa ley para echar abajo la verdad general del
enunciado. El puntilloso Descartes, algo más parco, subrayaría que el enunciado
en cuestión no es claro ni distinto. Y aun siendo considerado verdadero por fe,
revelación o autoridad no es desde luego cierto. Es decir, es dudable, pues no
es evidente per se ni se concluye tras sólido razonamiento. Motivos
suficientes para rechazarlo.
Obviamente el tema que se
dirime aquí no es si es mejor ser de izquierdas o de derechas. Cuestión
peliaguda que tan solo se podría responder tras arduas especulaciones
metafísicas. Tampoco tratamos de averiguar si efectivamente los políticos de
izquierdas no roban, bizantino problema que escapa a mi modesta capacidad. El
asunto más urgente, por básico y elemental, es de orden epistemológico: ¿es
mejor ser escolástico, empirista o racionalista? Usted, estimado lector, tiene
la última palabra.