El estado ofrece una escolarización gratuita hasta los
dieciocho años. Pretende con ello servir a los ciudadanos en dos sentidos: una
básica educación, que debemos entender como socialización y adquisición de
buenas costumbres, y una enseñanza e instrucción excelente. Ambos fines son
loables. Pero diferentes. Y, como veremos, hasta cierto punto incompatibles (no
se pueden llevar a cabo a la vez, en el mismo lugar, con los mismos alumnos y
con igual intensidad). Llamemos educación a lo primero y enseñanza a lo
segundo. Dado que una buena educación es básica para poder recibir una buena
enseñanza, es comprensible que el estado priorice la educación durante los
primeros años de escolarización y se esfuerce en la enseñanza de calidad en los
últimos. ¿Quiere decir esto que si educamos no enseñamos o si enseñamos no
educamos? No exactamente, quiere decir que en la primera etapa sobre todo se
educa y además se enseñará lo que se pueda. Se trata de llegar al menos a un
mínimo educativo e instructivo igual para todos. Como hablamos de niños, no es
extraño que este periodo de escolarización sea obligatorio. También en casa
obligamos a nuestro hijo a comer lentejas aunque no le gusten, porque son
nutritivas y buenas para la salud. Obviamente un niño debe ser tutelado. El
procedimiento educativo fundamental habrá de ser la equidad. Cada uno es
diferente, pero deben llegar a lo mismo. Los maestros deberán atender a las
peculiaridades individuales de cada niño en la medida de los posible. La
escuela debe estar atenta a muchos parámetros para que todos puedan llegar al
ansiado mínimo que se propone el estado. Por eso los profesionales deben tener
habilidades emocionales, conocimientos de psicopedagogía y hasta rasgos propios
de un trabajador social, y es secundario que sean especialistas en un sesudo
saber como la física o la matemática. Ahora bien, acabada esta fase de
escolarización la enseñanza que propone el estado debe ser voluntaria. Esto es,
debe ser un derecho. Y como todo derecho, el individuo en cuestión lo ejercerá o
no si tiene la voluntad de ejercerlo y la condición necesaria para acceder a él: una titulación básica de
su primer periodo de escolarización no es pedir mucho. No podemos llamar
derecho a la enseñanza si ésta es obligatoria. Nadie llamaba a la mili derecho,
sino obligación. Los profesionales deberán ser expertos en su área de
conocimiento. Una enseñanza de calidad requiere licenciados, doctores o
catedráticos. Esto es, especialistas en lengua, historia, física o matemáticas
que sepan combinar los conocimientos con buenas dotes para la comunicación.
Sustituimos entonces la equidad por la justicia. Los alumnos parten de lo mismo
y bajo las mismas condiciones y oportunidades llegarán a lugares diferentes.
Cada uno con su esfuerzo y capacidad.
De modo que tenemos dos cosas
muy bien diferenciadas. Por un lado obligatoriedad, equidad y educación
impartida por maestros, psicopedagogos y asistentes sociales. Por el otro,
libertad de elección, justicia y enseñanza impartida por profesores expertos en
conocimientos varios. ¿Podemos impartir un máximo de educación y de enseñanza de
calidad a la vez durante casi los doce años de la escolarización gratuita que ofrece el
estado? No. Aquí hay un problema elemental de máximos y mínimos. Si aumentamos
uno de ellos se resiente el otro. Pongamos como ejemplo una carrera
universitaria. ¿Si hacemos que la carrera de ingeniería de telecomunicaciones
sea obligatoria, cuántos buenos ingenieros saldrán al final? ¿Y mutatis
mutandis, cuántos médicos, historiadores o físicos nucleares? En una
escolarización obligatoria se podrá a duras penas educar, pero nunca se
alcanzará una enseñanza de calidad. De modo que el estado debe elegir la
cantidad de años que dedicará a la educación obligatoria y a la enseñanza
voluntaria, teniendo en cuenta que tenemos poco menos de doce en total.
¿Cómo
están las cosas desde hace más de dos décadas en España? Veamos. El alumno está
escolarizado obligatoriamente desde los cinco o seis años hasta los dieciséis.
Esto son diez años. El periodo que el estado ofrece de enseñanza voluntaria es
de menos de dos curso, pues 2º de
bachillerato es más corto que los anteriores. Diez años de educación y poco más
de uno y medio de enseñanza.
Lo
curioso es que las autoridades políticas, la comunidad educativa y la sociedad
misma se escandaliza de los ínfimos niveles de calidad de enseñanza que se
revelan periódicamente en pruebas ad hoc o datos estadísticos sobre
nuestros jóvenes estudiantes. Todos hablan o hablamos de las posibles causas:
muchos alumnos por aula, poca inversión, profesores chapados a la antigua que
no usan las nuevas tecnologías, etc. Pero nadie quiere ver la causa principal.
Ésta permanece oculta en el lenguaje y en el pensamiento. Y a fuerza de no
nombrarla ni pensarla, acaba por no existir. No se trata de que los factores
señalados no tengan su importancia. Pero incidir en ellos mientras se oculta lo
fundamental es, desde luego, una tremenda perversión. Un coche debe tener un
parabrisas, tres retrovisores mejor que uno, incluso puedo discutir si es mejor
pintarlo de blanco o de amarillo. Pero si nadie señala que el coche no tiene
ruedas y sin ruedas no puede avanzar, las consideraciones anteriores son solo
ganas de hablar. La enseñanza en España tiene las ruedas pinchadas por diez
años consecutivos de educación obligatoria. En este punto solo podemos hacer
dos cosas. Asumir que el estado ofrezca básicamente educación sin apenas
enseñanza, lo cual debería de llevar consigo cierta tranquilidad de conciencia
que evitase tanta protesta por la mala calidad de la enseñanza de nuestro
sistema. O bien ajustar los tramos de escolarización gratuita que el estado
oferta para que haya más tiempo de enseñanza y menos periodo de educación
obligatoria.
Si
optamos por lo primero deberíamos aclarar muchas cosas. En los actuales
institutos sobramos profesores y faltan psicopedagogos y asistentes sociales.
Es más, en lugar de uno o dos
psicopedadogos y cien profesores la ratio debería ser la inversa. Con
que hubiese un profesor de ciencias y otro de letras que pudiera atender de vez
en cuando a los alumnos, el ideal educativo mejoraría, y se paliaría así un
poco la irritante contradicción en la que la comunidad docente vive desde hace
años. ¿Tiene sentido quejarse de la calidad de la enseñanza si sabemos que la
prioridad es la educación? Las tutorías no deberían ser excepción sino norma,
es decir, la mayoría de las clases recibidas por los alumnos deberían ser
tutorías y no clases magistrales sobre historia o matemáticas.
Si
optamos por la segunda opción debemos rebajar la edad de enseñanza obligatoria.
Podemos discutir hasta qué edad. Pero trece o catorce años a mi me parece
razonable. De esta forma el periodo de enseñanza voluntaria aumentaría hasta
casi cuatro años. Cuatro años donde el esfuerzo y la capacidad del alumno unido
a profesionales bien formados expertos en sus respectivos conocimientos y un
ambiente escolar adecuado, haría de cada alumno la mejor posibilidad de sí
mismo.
Yo
soy partidario de la segunda opción, pero entendería que la sociedad eligiese
la primera. Lo que no entiendo es la confusión en la que andamos todos, y que
este debate no sea público y natural en la comunidad educativo y en la misma
sociedad. Alguien nos ha hurtado desde hace tiempo la posibilidad de hablar
públicamente de ello y nosotros lo hemos consentido. El síntoma de las épocas
oscuras es que la más elemental verdad resulta revolucionaria. En los
institutos de Educación Secundaria Obligatoria hace tiempo que el emperador va
desnudo. Decirlo en foro público es un mero acto de parresia.
Los
que son partidarios de la segunda opción pueden admitir sin entrar en
contradicción la existencia de institutos bilingües si creen que con ello se
produce una selección de alumnos que hace posible que aumente la calidad de la
enseñanza del Centro en cuestión o al menos para un grupo de alumnos, aunque
sean escépticos en cuanto al aprendizaje del inglés o el alemán que en el
Centro se imparte. Pero para los que creen en la primera opción tal admisión es
incoherente por contradictoria. La equidad y la obligatoriedad casa mal con una
selección del alumnado que se cuela por la puerta de atrás y que produce una
diferencia de trato entre grupos de alumnos, pues admitimos entonces que a uno les damos educación y a otros enseñanza. El dilema es similar al que se produce cuando nos planteamos organizar los grupos del institutos según sus niveles académicos y de comportamiento. Tener clases con alumnos con buen nivel académico y sobre todo con un comprtamiento correcto junto a otras clases con alumnos díscolos que imposibilitan todo aprendizaje para el resto, será un planteamiento incoherente para los defenseros de la enseñanza obligatoria actual, pero no para los que son críticos con ella.