El llamado Estado social
que ha mejorado la existencia de muchos seres humanos es algo asumido y
celebrado por casi todos. Y se manifiesta como bien intencionados principios en
prácticamente todas las constituciones modernas. Pero es pertinente resaltar
que los llamados derechos sociales son esencialmente diferentes a los derechos
civiles y políticos. Hasta tal punto que incluso podríamos cuestionar que si
son derechos en sentido estrictamente jurídico los primeros quizá no deberíamos
llamar derechos a los segundos. Los derechos civiles y políticos son
fundamentales. Y no es esta un declaración retórica para resaltar su
importancia. Son fundamentales porque fundan. Y lo que fundan es la Constitución
que inaugura una nueva era política en Occidente centrada en la dignidad del
ser humano y el respeto a sus libertades. Al ser previos a toda estructura
política los revolucionarios franceses y americanos exigían su reconocimiento
al Estado, no su creación. Así pues, los derechos fundamentales son una defensa
ante los posibles excesos del Estado. Exceso constatado por las precedentes
monarquías absolutas. Los derechos fundamentales pueden ser reclamados individualmente
al Estado, y este, en justa correspondencia, resolver la demanda. ¿Ocurre lo
mismo con los derechos sociales? Si la reclamación es individual ya no es
social y si el Estado no puede resolver la demanda, tampoco en puridad es derecho.
Esto es lo que sucede por ejemplo cuando un ciudadano desempleado exige que se
cumpla su derecho a un trabajo y el Estado no lo resuelve adecuadamente. Quizá
por esta razón Carl Schmitt señalaba que los derechos sociales pueden estar o
no en la Constitución, pero no son Constitución.
Más
allá de los servicios que el Estado ofrece para evitar
una vida miserable y procurar mayores cuotas de bienestar social para todos, hoy el
afán de constitucionalizar derechos que rebasan el ámbito de los derechos
fundamentales e incluso de los básicos servicios sociales responde a la
extendida estrategia de hacer política a través de un lenguaje jurídico. Y de
hecho la mayor declaración política que se puede hacer en la actualidad es
trasformar cualquier proclama ideológica en derecho. La declaración es
apoteósica si exigimos incluir este derecho en la Constitución. Proclamar que
hay un mundo mejor al que podemos aspirar, un mundo de amistad, solidaridad y
amor suena demasiado poético y poco movilizador. Pero si gritamos en un mitin
que tenemos derecho a la amistad, a la solidaridad y al amor, el mensaje se
torna más rotundo. No digamos si exigimos que tales derechos se incluyan en la
Carta Magna, único objeto cuasi sagrado en la secularizada sociedad moderna.
Casi todos admitimos hoy que el Estado debe ofrecernos algunos servicios: infraestructuras,
ayuda a los necesitados, educación y sanidad dignas para todos, por ejemplo. Y
asumimos que para este fin el Estado merme nuestra hacienda. Pero también
deberíamos ser conscientes de que una vez admitida esta donación del
Estado, el Estado puede intentar donarnos maternal y generosamente otras
muchas cosas quizá no tan claramente beneficiosas. Seguro que siempre lo hará
retóricamente por nuestro bien, aunque no siempre con nuestro permiso. Y estas
otras cosas aparecerán siempre en el lenguaje político como derechos sociales.
Y aquí es donde los derechos fundamentales se revelan como esencialmente
diferentes. Los primeros son nuestros instrumentos para defendernos de los
excesos del Estado. Los segundos, exclusivos derechos del Estado que buscan
justificar sus excesos.
¿Cuáles
son esas otras cosas? En realidad todos los derechos que no son los políticos y
civiles se introducen en la legislación por la puerta de los llamados derechos
sociales, tanto si son servicios sociales como si no lo son. Incluido el
ecologismo mal entendido. Que admitamos que es un derecho social el disfrutar
de parques y bosques no debería implicar que una planta tenga derechos, obviamente.
No es hipérbole. A este
respecto Dave Foreman, cofundador de Earth First!, llegó
a decir: "La Tierra tiene cáncer, y ese cáncer es el hombre".Mutatis mutandis con los movimientos
animalistas extremos. Se pasará, sin solución de continuidad, de asumir que no
debemos maltratar a los animales a considerar asesino al conductor que atropella
una ardilla que se cruza inesperadamente en la calzada. Derechos vegetales y
animales, ¿por qué no constitucionalizarlos? Por este camino tendremos un libro
al que llamaremos constitución que en el mejor de los casos describirá una
bonita utopía. En el peor, un pesadillesco galimatías atiborrado de proclamas
ideológicas oscuro y tenebroso como la niebla. Complejidad y laberinto que solo
puede beneficiar a los tiranos dispuestos a hacer ley de su voluntad. En cualquier
caso, no tendríamos Constitución alguna. Nuestro utópico o laberíntico libro
daría paso así a un Estado omnímodo con licencia para intervenir en todos
nuestros asuntos con el bien social, ambiental o ecológico como excusa. Es
decir, un Estado metomentodo empeñado en crear al hombre nuevo con sofisticadas
técnicas de ingeniería social: ¿la forma amable de un estado totalitario?
Probablemente. Jouvenel apuntaba a un Estado Minotauro, poderosa máquina de
legislar que se cuela en todos los rincones de la sociedad. Pensado para la
seguridad, se convierte así en la causa de la intranquilidad y, como el Minotauro
mítico, exige vorazmente constantes sacrificios. Sacrificio de vidas humanas en
la guerra y de libertades en la paz. Totalitarismo en nombre del bien, de lo
políticamente correcto y de la opinión de moda. Este es el camino emprendido
por la llamada ideología de género asumida cada vez más por el Estado, por
poner un ejemplo lo suficientemente esclarecedor. En virtud de esta ideología
el deseo subjetivo se convierte en fuente de derecho, pues el deseo de ser
hombre o mujer prevalece sobre cualquier otro criterio de demarcación dado por
la ciencia, la costumbre, la tradición o la mera evidencia empírica. ¿Tengo
derecho a ser reconocido y tratado por la administración como Napoleón porque
me siento Napoleón? En otros tiempos esto se llamaba locura, hoy es la normalidad.
Asimismo la presunción de inocencia de todo ciudadano ante la ley, pilar básico
de todo Estado de Derecho, se vulnera en el caso de un varón en relación con su
pareja femenina. Y el hombre tendrá la penosa tarea de demostrar su inocencia
ante la acusación de la mujer que se considere maltratada. Aunque quien tendrá
que demostrar su inocencia será en realidad su abogado, pues el hombre, esté o
no fundada la acusación, dormirá una o dos noches en el calabozo hasta que se
resuelva la cuestión. Aunque tales leyes no hayan llegado a la Constitución, sorprendentemente
operan de facto en la sociedad a pesar de su explícita inconstitucionalidad y,
tal como están las cosas, no es disparatado que se incluyan en una futura
reforma constitucional, siquiera para evitar esta incoherencia. Su puerta de estrada será sin duda los
derechos sociales. Aun siendo grave el predominio de la ideología de género, lo
es más el precedente legal de retornar al derecho penal de autor. Esto es,
juzgar por lo que somos y no por lo que hacemos. Si la estadística, en muchas
ocasiones sesgada y amplificada por los medios de comunicación, asigna
mecánicamente culpabilidad a colectivos sociales, ¿en un futuro no muy lejano
tendrá un gitano que demostrar su inocencia ante la acusación de un robo
cualquiera?, ¿tendrá que demostrar que no es culpable un colombiano acusado de
tráfico de drogas? Atendiendo a los datos de criminalidad en Nueva York,
¿deberán demostrar los negros que no son asesinos? Aviso para navegantes: una
Constitución que menosprecie la libertad, la presunción de inocencia y el control
del poder estatal (aunque sea con las mejores intenciones), no es Constitución.