Tras la caída del Imperio romano de Occidente Europa se
queda sin el derecho objetivo de un potente Estado, y el pueblo romano, ya casi
una ficción, acaba por diluirse en pequeños feudos y comunidades. Comienza la
Edad Media. Las primeras monarquías ponderadas intentan armonizar y garantizar
el ethos existente: los usos y costumbres de cada lugar, el derecho
estamental, el derecho vigente en cada feudo y el derecho canónico mantenido
por la Iglesia, única institución presente en todos los territorios. A partir
de los siglos XI y XII los reyes adquirieren más poder y se esfuerzan por
unificar el derecho. Se van constituyendo así los nuevos estados europeos y,
con ellos, los pueblos y las naciones que habrán de habitarlos. En los siglos
XVI y XVII las estructuras estatales de los principales países europeos están
ya claramente definidas y los reyes han dejado de ser garantes del disperso
derecho previamente existente para convertirse en monarcas absolutos y
creadores de leyes.
Juan
Bodino y posteriormente Hobbes emplean entonces los términos soberanía y
soberano. El soberano es el sujeto que posee el supremo poder. En las
monarquías absolutas el rey es el soberano: juez, gobernador y legislador por encima
del cual no hay hombre ni ley alguna. La soberanía del rey es inalienable,
indivisible e irrepresentable. Su poder se fundamenta en Dios y se trasmite por
herencia genética de una generación a otra. El rey representa, asimismo, la
unidad política de su pueblo y en nombre de ella y de Dios reina y gobierna.
Durante
el siglo XVIII el titular de la soberanía es cuestionado. Si Bodino y Hobbes
utilizaron el término referido fundamentalmente al rey, será Rousseau el
primero en afirmar que el pueblo es o debe ser el soberano. Un poder popular a
imagen y semejanza del antiguo poder del rey: inalienable, indivisible e
irrepresentable. Las revoluciones norteamericana y francesa ponen en práctica
la idea rusoniana de la soberanía popular, aunque con una importante
modificación: el carácter representativo de la asamblea nacional. Entra
entonces en juego el principio democrático que pretende sustituir al principio
monárquico del antiguo régimen. No se trata tanto de cómo organizar la sociedad
sino a quién corresponde en justicia hacerlo.
Es en
este contexto donde tiene pleno sentido el término Constitución. En EE.UU y
Francia son las asambleas nacionales las que elaboran una constitución. Pero,
¿qué es lo que constituyen las constituciones? No desde luego los estados ni la
Ley, pues los estados monárquicos estaban ya constituidos y tenían su propia
ley objetiva. Tampoco los pueblos o las naciones ya constituidos en los límites
territoriales de los estados. Constituyen entonces las garantías de los
derechos fundamentales y la independencia de los poderes del Estado. Así, el poder
soberano del pueblo pone limite al poder político convirtiéndose en un poder
constituyente. Y los planteamientos democráticos de Rousseau se complementan
con los principios liberales de Locke y Montesquieu.
A finales
del XVIII el pueblo revolucionario era la burguesía liberal y, frente a la
amenaza constante del poder del rey capaz de poner en peligro sus libertades y
propiedades, el pueblo se afana por garantizarlas. Los derechos fundamentales
son los derechos políticos y civiles. Los primeros posibilitan la participación
del pueblo en la elaboración de las leyes, y los segundos garantizan las
libertades individuales: entre ellas, la libertad de expresión, de propiedad y
de comercio. Para hacer más efectiva la garantía de estos derechos es
ineludible que ejecutivo, legislativo y judicial no dependan unos de otros y
que el rey, que sigue siendo el titular del ejecutivo, se convierta en un poder
constituido, es decir, limitado por la propia constitución y enfrentado al
legislativo. No es pues retórico el articulo XVI de los derechos del hombre y
el ciudadano: Toda sociedad en la cual
no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación
de los poderes, carece de Constitución.
Tenemos entonces que, en
puridad, una verdadera constitución tiene tres rasgos ineludibles: el principio
democrático de su origen, la garantía de los derechos fundamentales y la
independencia de los poderes del estado.
Durante
el siglo XIX gran parte de la burguesía se torna conservadora e intenta apoyar
a los reyes para compensar el peligroso avance de las fuerzas populares cada
vez más proletarizadas. Se produce entonces una regresión en el principio
democrática y el rey recupera parte del poder perdido. No obstante, los reyes
asumen ya las conquistas de la burguesía liberal y conceden, con reservas, los
derechos civiles y políticos; y a veces son incluso respetuosos con la independencia
de los poderes del Estado. En otras ocasiones, como ocurre en Francia con
Napoleón III, la independencia de poderes no es concedida. Se elaboran pseudoconstituciones
en ocasiones muy similares a las revolucionarias, pero dadas o concedidas por
el monarca y no por el pueblo. El poder constituyente es entonces del rey y no
del pueblo. En puridad tales cartas de leyes se llaman Cartas otorgadas. Y solo
equívocamente podemos referirnos a ellas con el nombre de constituciones.
El siglo
XX ha conocido regímenes donde la legalidad del estado no dependía de
Constitución o Carta otorgada, sino de una carta de leyes que no respetaba el
principio democrático, los derechos fundamentales ni la separación de poderes:
el fascismo en Italia, el nazismo en Alemania o el propio Franco en España.
La
Constitución no es pues cualquier cosa y no es desde luego una mera carta de
leyes, posibilita el juego político, o más propiamente: la política.
Atendiendo a la distinción que el insigne pensador Dalmacio Negro propone, lo
político es inherente a las sociedades humanas en la medida en que éstas
van acompañadas de un poder coactivo que mantiene el orden social, pero la
política es el reino de la libertad. Sin libertad de pensamiento y
expresión que posibilita el debate abierto, y sin el resto de libertades
políticas e individuales, no hay pues política. Y si somos escrupulosos al respecto,
diríamos que si tales libertades son concedidas y no conquistadas por el
pueblo, tampoco; pues extrañas libertades son aquellas que puede ser eliminadas
al margen del la voluntad de la nación: lo que es concedido graciosamente pude
ser graciosamente arrebatado. La Constitución propone entonces unas reglas de
juego, mera estructura formal sin abundar en contenidos explícitamente
ideológicos. Por eso los llamados derechos de segunda generación o derechos
sociales pueden o no incluirse en el texto constitucional, pero no son en
puridad constitución, sino leyes de la constitución, como afirma Carl Schmitt
en la obra fundadora del constitucionalismo moderno Teoría de la
Constitución.
En 1791
la revolución francesa no desalojó al rey del poder, lo cambió de lugar: pasó
de ser sujeto soberano a poder constituido. Francia se dotó de una verdadera
Constitución porque hubo una ruptura y la soberanía cambió de titular. Obviamente
si el poder soberano y, por tanto constituyente, no es el pueblo; debe haber
necesariamente una ruptura. Un texto constitucional que debiese su legitimidad
a las leyes monárquicas anteriores, aun siendo idéntico en su forma, no sería
entonces Constitución, sino Carta otorgada. Y el monarca, siendo constituyente
y constituido a la vez (ese oxímoron), podría romper en cualquier momento las reglas
del juego que él mismo ha diseñado, consentido o tolerado. El término Transición,
utilizado en España para referirse al cambio político producido tras la muerte
de Franco, es pues un eufemismo para evitar el término reforma. Y si
venimos de una dictadura, la reforma no puede producir constitución alguna. La
frase tan profusamente repetida y alabada “de la ley a la ley”, expresa
inequívocamente de dónde viene la legitimidad de la pseudoconstitución española
y cuál es el pobre papel de la inexistente soberanía del pueblo español. La
carta otorgada del 78 fue pactada por los poderes franquistas y por las nuevas
elites políticas que vinieron a sumarse. Se privó al pueblo de un periodo de
libertad constituyente y de un referéndum sobre monarquía o república
ineludible en todo principio político que pretenda nacer sin pecado original.
No recuerdo que hubiese debate ciudadano alguno sobre la conveniencia o no de
las autonomía (solo hubo negociación entre oligarcas). O sobre la financiación
de los partidos políticos por el erario. Los trileros del momento nos vendieron
las libertades civiles mientras nos ocultaron todo lo demás. Inexistente pues
el principio democrático en el origen de nuestra mal llamada constitución. Y si
bien nos concedieron derechos políticos y civiles, no tuvieron a bien concedernos
un sistema electoral verdaderamente representativo ni la esencial independencia
de poderes. En realidad nadie mató nunca a Montesquieu, porque sencillamente nunca
nació.
¿Puede haber una constitución
puramente social? Aunque la expresión derechos sociales es muy genérica,
al menos desde la segunda guerra mundial se asocia con el llamado Estado del
Bienestar. Y obviamente, el estado del bienestar quiere favorece el bienestar
material de los ciudadanos. Cosa muy difícil si no hay desarrollo económico y
dinero suficiente. Inflar la constitución con derechos sociales para blindar su
cumplimiento (afán de muchos partidos autodenominados de izquierdas), no
garantiza desde luego que los derechos sociales allí expuestos se cumplan. Pues
por más poder que tenga el poder constituyente, no es omnipotente:
desgraciadamente la palabra escrita no tiene propiedades mágicas. Si no hay dinero,
poco bienestar material puede proporcionar la declaración solemne de los más
avanzados derechos sociales. Muy al contrario, muchos derechos sociales constitucionalizados
y reiteradamente vulnerados, lejos de fortalecerse, se debilitan al evidenciar
su impotencia imperativa. Y a la vez, pueden debilitar los derechos fundamentales
y el resto del texto constitucional. Pues a mayor número de leyes incumplidas,
mayor devaluación de las leyes y principios que se han de cumplir y respetar
obligatoriamente. Los derechos fundamentales y la separación de poderes
dependen tan solo de la voluntad política y tienen un carácter formal (limitan
los poderes del estado y garantizan la libertad), pero establecer por ley un mundo
que nos libre de todo mal no solo depende de la buena intención del legislador,
sino de factores económicos en gran medida incontrolables. Hoy no se cumple el
derecho constitucional al trabajo para todos los ciudadanos y probablemente
mañana no se cumplirá que todos los ciudadanos cobren 2000 euros de sueldo
mínimo por el hecho de existir, ergo ¿por qué ha de cumplirse entonces la
exigencia constitucional de que la justicia sea independiente del ejecutivo o
el elemental derecho a la libre expresión? Leyes sociales que no se pueden
cumplir tienen algo de inútiles, y como decía Montesquieu las leyes inútiles
debilitan a las necesarias. Si alimentamos la idea de que la Constitución
puede ampliarse indefinidamente con nuestros mejores deseos, queda emboscada su
propia esencia. Y ninguneada la esencia puede ser finalmente eliminada o
reiteradamente incumplida.
Pero si constitucionalizamos los derechos sociales, ¿por qué no los derechos animales y los de la madre tierra? Con tantos derechos es inevitable que surjan contradicciones: la lechuga y yo tenemos derecho a vivir, pero si quiero vivir tengo que comerme la lechuga. ¿Me permitirá tal constitución un acto de tanta crueldad? Por este camino tendremos un libro al que llamaremos constitución que en el mejor de los casos describirá una bonita utopía. En el peor, un pesadillesco galimatías atiborrado de derechos de segunda, tercera o cuarta generación, oscuro y tenebroso como la niebla. Complejidad y laberinto que solo puede beneficiar a los tiranos dispuestos a hacer ley de su voluntad. En cualquier caso, no tendríamos constitución alguna. Nuestro utópico o laberíntico libro daría paso así a un Estado omnímodo con licencia para intervenir en todos nuestros asuntos con el bien social, ambiental o ecológico como excusa. Es decir, un estado metomentodo empeñado en crear al hombre nuevo con sofisticadas técnicas de ingeniería social: ¿la forma amable de un estado totalitario? Probablemente. Así ocurre y ocurrió en muchos países socialistas, pues una constitución que menosprecie la libertad y el control del poder estatal (aunque sea con las mejores intenciones), no es constitución. Es modélica en este sentido la constitución de los EE.UU de tan solo seis páginas. No hacen falta más para decir lo fundamental.
Los asuntos sociales son obviamente importantes y es el juego político que la constitución inaugura el que tendrá que determinar su presencia. Los partidos y asociaciones surgidos de la sociedad civil ofertarán diferentes modelos ideológicos y serán los ciudadanos los que habrán de tener la última palabra por medio del debate abierto y el sufragio. Más impuestos y más servicios públicos o menos impuestos y menos servicios, más libertad y autonomía para el ciudadano o más seguridad y dependencia del estado son los polos elementales en los que el juego político se mueve en toda sociedad abierta, plural y regida por una verdadera constitución. Hay leyes más acá de la constitución, y el parlamento, poder constituido, tiene licencia para promulgarlas. La regla básica es no contradecir la constitución misma, que es tanto como decir no saltarse las reglas del juego.
Pero si constitucionalizamos los derechos sociales, ¿por qué no los derechos animales y los de la madre tierra? Con tantos derechos es inevitable que surjan contradicciones: la lechuga y yo tenemos derecho a vivir, pero si quiero vivir tengo que comerme la lechuga. ¿Me permitirá tal constitución un acto de tanta crueldad? Por este camino tendremos un libro al que llamaremos constitución que en el mejor de los casos describirá una bonita utopía. En el peor, un pesadillesco galimatías atiborrado de derechos de segunda, tercera o cuarta generación, oscuro y tenebroso como la niebla. Complejidad y laberinto que solo puede beneficiar a los tiranos dispuestos a hacer ley de su voluntad. En cualquier caso, no tendríamos constitución alguna. Nuestro utópico o laberíntico libro daría paso así a un Estado omnímodo con licencia para intervenir en todos nuestros asuntos con el bien social, ambiental o ecológico como excusa. Es decir, un estado metomentodo empeñado en crear al hombre nuevo con sofisticadas técnicas de ingeniería social: ¿la forma amable de un estado totalitario? Probablemente. Así ocurre y ocurrió en muchos países socialistas, pues una constitución que menosprecie la libertad y el control del poder estatal (aunque sea con las mejores intenciones), no es constitución. Es modélica en este sentido la constitución de los EE.UU de tan solo seis páginas. No hacen falta más para decir lo fundamental.
Los asuntos sociales son obviamente importantes y es el juego político que la constitución inaugura el que tendrá que determinar su presencia. Los partidos y asociaciones surgidos de la sociedad civil ofertarán diferentes modelos ideológicos y serán los ciudadanos los que habrán de tener la última palabra por medio del debate abierto y el sufragio. Más impuestos y más servicios públicos o menos impuestos y menos servicios, más libertad y autonomía para el ciudadano o más seguridad y dependencia del estado son los polos elementales en los que el juego político se mueve en toda sociedad abierta, plural y regida por una verdadera constitución. Hay leyes más acá de la constitución, y el parlamento, poder constituido, tiene licencia para promulgarlas. La regla básica es no contradecir la constitución misma, que es tanto como decir no saltarse las reglas del juego.