viernes, abril 24, 2015

MORAL, POLÍTICA Y VERDAD

Cuando alguien dice “las lentejas es el plato más sabroso” todos entendemos que se trata de algo puramente subjetivo e individual. Sin embargo “dos y dos son cuatro” nos resulta objetivo y universal. Solemos decir que el primer juicio es de gusto u opinión y el segundo de conocimiento. Pero dado que toda ley política se suele fundamentar en un precepto moral es pertinente una pregunta: ¿la valoración moral de un hecho es una cuestión de gusto o de conocimiento?
Todos sabemos que sobre gustos no hay nada escrito. Precisamente por esto la mayoría convenimos en que deben ser respetados. Resultaría irracional obligar a alguien al que no le gustan las lentejas, a que le gusten. Y mucho más a comerlas porque están muy ricas. De modo que si lo que considero correcto y conveniente en el comportamiento humano es una cuestión de gustos, son inevitables ciertas aporías. Si un bruto descerebrado machaca sistemáticamente a los pelirrojos precisamente porque no le gustan, deberíamos considerar irracional obligarle a que deje de hacerlo porque está equivocado. Los gustos no se imponen ni hay gustos equivocados. Hagan ustedes lo que quieran y déjenme hacer a mí, nos diría. Y no le faltaría razón. En cualquier caso es muy probable que muchos pelirrojos, y algunos que no lo son, le machacarán a él esgrimiendo las mismas palabras. Si consideramos que lo correcto es lo que me gusta, sin más, admitimos implícitamente que lo que está bien o mal es relativo y todo vale lo mismo. La sociedad resultante sería una especie de anarquismo caótico que desembocaría en una guerra de todos contra todos o el gobierno del más fuerte.
Pero si consideramos que la cuestión moral se basa en juicios de conocimiento y somos consecuentes con ello hasta el final, ¿qué mundo resultaría? Me temo que no sería mucho mejor. Si alguien dice que dos más dos son cinco solemos afirmar que está equivocado y, si insiste, es comprensible que alguien le imponga la verdad. No está mal visto, e incluso es recomendable, imponer la verdad al que chapotea en el error, siquiera pedagógicamente. Así el padre a su hijo o el maestro a su alumno. Ahora bien, si en política alguien tiene la tentación de asimilar la moral al conocimiento, tenemos un estado totalitario. La utopía platónica es un claro ejemplo de lo que queremos decir. También la Inquisición que nos llevaba a la hoguera para enmendar nuestro error. Los presuntos sabios impondrían a sus súbditos la eterna e inmaculada verdad como al niño díscolo la lección de matemáticas, pues la verdad no se discute. No obstante, la verdad impuesta sería la que reside en la cabeza del que manda, no lo olvidemos, y los sabios suelen diferir mucho en estos asuntos morales. Hoy por hoy, desde presupuestos religiosas, muchos sabios fundamentalistas no escatiman esfuerzos para sacarnos del pertinaz error en el que vivimos. ¿Estamos dispuestos a padecer esta imposición? 
La cuestión es que los juicios donde valoramos las acciones como buenas o convenientes son una rara mezcla de opinión y conocimiento. Tienen la exigencia de universalidad de los juicios de conocimiento, pero carecen de la posibilidad de demostrar su objetividad, como ocurre con los juicios de mero gusto. Por eso hay conflictos y guerras. Y por eso hay infinitos debates políticos en radio, televisión y en el bar de la esquina: ¿subimos o bajamos los impuestos?, ¿legalizamos la prostitución y las drogas? Obviamente ésta es una circunstancia trágica de nuestra propia razón que tenemos que aprender a manejar. Pero, ojo, ser conscientes de esto no nos pone por encima de nuestra propia condición humana. Un psiquiatra tampoco está libre de padecer una esquizofrenia. Conocer hasta cierto punto la complejidad de las cosas no ayuda mucho: a duras penas nos hace ser un poco más prudentes. Cada vez que decimos que aquella acción es buena y conveniente sigue habiendo una exigencia de universalidad implícita, seguimos discutiendo con furor y seguimos teniendo la tendencia a imponer a los otros nuestra “verdad”. ¿Qué hacer entonces?
La historia política de la humanidad pendula entre los que nos imponen sus gustos morales porque sí y los que nos imponen su verdad moral porque es verdad. La solución en las llamadas sociedades abiertas tiene mucho de ficción tramposa y no está exenta de riesgos, pero considerando las dos alternativas anteriores resulta bastante aceptable. Asumimos un mínimo de juicios éticos y políticos como si fuesen ciencia demostrada: los derechos civiles; o más extensamente, los derechos humanos. Tras esta convención, que unos justificarán por Dios, otros por razón natural y otros por tradición, consideramos que el resto de verdades políticas están para ser discutidas y que todos tenemos las mismas posibilidades de acierto o error. Actuamos entonces como si la cuestión moral y política fuese una cuestión de conocimiento, pero con un pacto tácito: la respuesta nunca acaba de ser definitiva, la lucha será solo dialéctica y finalmente se hará lo que diga la mayoría. Por eso la responsabilidad última de hacer las leyes; esto es, consagrar lo conveniente que deberá ser respetado por todos, debe recaer en los ciudadanos, directa o indirectamente. No porque seamos infalibles, sino porque somos los que nos felicitaremos por los aciertos y sufriremos por los errores. Y, en este último caso, podremos también rectificar. Desde la revolución francesa a esta fuente de legalidad la llamamos soberanía nacional. 
En las dictaduras la ley tiene vocación de eternidad y emana de los que tienen el poder para imponerla. Se legitima cínicamente por la razón de la fuerza o hipócritamente apelando a la verdad. Sin embargo en las llamadas democracias la ley, que emana de la gente, es una verdad provisional siempre sujeta a revisión. Criticarla, cuestionarla y examinarla es nuestro deporte preferido. Y es la posibilidad y la realización de este deporte lo que nos hace ciudadanos y no súbditos. Una pequeña diferencia que no conviene subestimar. Gracias a ella, por ejemplo, yo puedo escribir en este blog y tú, paciente lector, me puede leer. Y ambas actividades con nulos o mínimos riesgos. ¡Viva, pues, la diferencia!