Juan López tiene cincuenta y cinco años, está casado y tiene tres hijos. Hace seis meses se quedó en paro. Y hace dos que sus dos hijos mayores también perdieron el empleo. La cuestión es que Juan siempre se ha considerado de izquierdas. Su padre y abuelo fueron republicanos. Siempre ha votado al mismo partido. Cuando hablo con Juan López a veces quedo perplejo:
-La situación pinta mal, Juan. Me parece que este gobierno no hace mucho para sacarnos del hoyo.
-Bueno, hace lo que puede. Creo que en el fondo el presidente no tiene la culpa de esto.
-Quizá no. Pero, si no tiene la culpa tampoco tiene el poder necesario para paliar la situación. ¿No sería mejor que hubiese otro?
-Vamos, la crisis viene de fuera. Todos lo sabemos.
-Sí, es cierto, pero en otros países las consecuencias no son tan malas como aquí. Hay una tormenta en todo el mundo. Pero algunos son más avispados que otros a la hora de fabricar paraguas. Aquí parece que nuestro gobierno no sabe o no quiere fabricar paraguas. Quizá lo más razonable sería no volver a votarlos.
-¿Me estás diciendo que vote a la derecha?
-No necesariamente. Te estoy diciendo que quizá sería razonable no votar al mismo candidato. En fin, podrías votar a otro partido o no votar. Hace un año te manifestaste contra una ley que perjudicaba tu gremio profesional. ¿Recuerdas? En fin, ahora estás en el paro y quizá algo ha tenido que ver esa ley. La ley la hace el gobierno.
-Ahora todo viene de Europa.
-Algunos partidos criticaron esa ley.
-Pero los políticos dicen una cosa y hacen otra. Es cosa sabida.
-Quizá tengas razón. Pero si todos los políticos hacen lo mismo entonces sería mejor no votar, ¿no?
-Pero si no voto habrá gente de la derecha que sí votará y entonces ganará la derecha. La izquierda defiende a los trabajadores y yo nunca votaré a la derecha.
¿Por qué Juan se esfuerza tanto en justificar su postura política aunque incluso le sea objetivamente perjudicial?
Estoy seguro de que a muchos de los lectores les suena este tipo de argumentación. Y he de decir que no se dan únicamente en relación con las opiniones políticas.
A menudo quedo con mi amigo Ragodí y hablamos de estas y otras cosas. Banales unas e interesantes otras. Comentamos este fenómeno tan curioso entre pincho de tortilla y trago de cerveza (que es sin duda la mejor forma de hablar de este tipo de cosas). Yo he investigado un poco en cuestiones psiquiátricas y psicoanalíticas y mi amigo Ragodí está últimamente muy subyugado por la Psicología social.
Mi intento de explicación pasaba por Freud, por Nietzsche y por el mecanismo de la psicosis paranoica. Los dos pensadores citados nos advierten de que nuestras decisiones son menos racionales de lo que pensamos. El deseo y la emoción (a menudo inconsciente) es lo que nos inclina a decir o hacer ciertas cosas. Pero una vez dicho o hecho necesitamos dar coherencia a nuestro pensamiento. Una especie de justificación. Freud habla entonces de los mecanismos de defensa del yo. En concreto, de uno de ellos: la racionalización. Es decir, somos seres deseantes que nos creemos racionales. Pero somos fundamentalmente seres racionalizantes. Nietzsche viene a decir lo mismo con un lenguaje menos sistemático. De modo que la mayoría de las veces nuestras decisiones no son racionales, y después intentamos ajustarlas a los hechos y a nuestro sistema de creencias para que parezcan racionales. Vamos, que nos hacemos trampa en el solitario.
Estructuralmente no hay una diferencia esencial entre la actitud de Juan y la del que padece un delirio de celos, por ejemplo. De modo que Juan parece un poco paranoico en sus razonamientos, ¿no? Quizá todos lo somos un poco cuando pretendemos mantener o crear sistemas ideológicos. Incluso la ciencia parece reposar en una estructura paranoica (aunque desde luego la paranoia de Juan no resulta tan genial como la de Copérnico o Einstein). Para Juan lo incuestionable es que su opción política es la correcta, todo lo demás ha de ajustarse a esta idea en la que está atrapado. Del mismo modo que el celotípico no cuestiona el engaño de su cónyuge y va encajando los datos que le sobrevienen para confirmar su idea obsesiva.
Ahora bien, Juan tiene dos opciones: o cambiar su “idea obsesiva”, y con ella un sistema de creencias e ideas que le ha acompañado durante mucho tiempo (quizá toda la vida), o ajustar los nuevos datos al sistema ya construido. El coste personal de la primera opción es mucho mayor para Juan que el parcheo chapucero de la segunda. De modo que opta por la segunda.
En la época de Galileo, cuando el sistema copernicano se mostraba ya como más evidente que el geocentrismo medieval, los clérigos escolásticos se negaban a mirar a través del telescopio que mostraba, sin más, que el planteamiento de Aristóteles y Ptolomeo era errado. Aunque a veces miraban, sí, pero curiosamente veían otras cosas.
El rechazo de los escolásticos a las ideas copernicanas tiene la misma raíz psicológica que la opción de Juan. En fin, volver a replantearse las cosas y construir una nueva casa, aunque llegue a ser mejor que la chabola donde vivimos y hemos vivido tantos años, nos suele costar mucho esfuerzo. Entre otras cosas porque tendríamos que reconocer que hemos vivido y vivimos en una chabola. Así que apañamos la gotera y a seguir tirando.
Pero la cuestión ahora es: ¿por qué esta necesidad de coherencia? Quizá la necesidad de coherencia es sin más una necesidad de paliar el dolor. El absurdo nos duele. Y la mente es una máquina de crear sentido. Incluso donde quizá no lo hay. Ante una gran desgracia nos preguntamos por qué. Y más allá de la perdida o del dolor del acontecimiento, nos duele que todo ello se haya producido sin razón.
Hay un sentido dado por la tradición, por la opinión general, por la autoridad o por la religión. Los científicos geniales son los que, tras un riguroso análisis, todos estos presuntos sentidos los experimentan como absurdos. Ensayan entonces otro camino.
La diferencia entre Copérnico, el delirante celotípico, Juan López y cada uno de nosotros no está en esta necesidad tan humana de crear sentido y evitar el absurdo, sino en los niveles de exigencia de nuestros propios sistemas. Copernico no se conforma con los sistemas presuntamente explicativos que había en su época. Y Juan se aferra a un sistema que ha heredado, que no ha sido nunca objeto de un riguroso análisis, y con el que ha ido tirando toda su vida, como los clérigos escolásticos. Copérnico mantiene “su delirio” a pesar de tener el mundo en contra. Pero Juan mantiene “su delirio” entre otras cosas para no tener al mundo en contra (qué se dirá a sí mismo, qué le dirá a sus amigos, a sus familiares, ¿no podría modificar esto incluso sus relaciones laborales o su círculo social?). No obstante, casi todos preferimos alguna explicación a ninguna. Por eso asumir cierto escepticismo no deja de ser en ocasiones un rasgo de valentía. El escéptico prefiere el doloroso absurdo mientras no haya una explicación que le pueda convencer (la duda es el primer paso hacia la verdad... ¡o hacia el abismo!).
Copérnico defiende su idea contra el poder, la tradición y la opinión general; y esto solo le produce problemas. Pero Juan (a diferencia del escéptico o el innovador), manteniendo su sistema de creencias, se siente reconfortado psicológica y socialmente. Aunque quizá llegue a morir de hambre. En fin, siendo un poco compasivo con nuestro amigo Juan, podríamos considerar que quizá es mejor morir de hambre que de un ataque de ansiedad.
Mi amigo Ragodí me habló entonces de la disonancia cognitiva. Un concepto muy interesante que nos viene de la Psicología social y que hace referencia a la tensión o desarmonía del sistema ideológico y/o emocional de un individuo al mantener simultáneamente dos pensamientos o creencias que entran en conflicto, o incluso por un comportamiento que ha entrado en conflicto con su sistema de creencias. Este concepto fue planteado en 1957 por el psicólogo estadounidense Leon Festinger en su obra A theory of cognitive dissonance. La teoría de Festinger plantea que al producirse esa disonancia cognitiva de manera muy marcada, la persona se ve forzada a generar nuevas ideas y/o creencias para reducir la tensión emocional y conseguir así que su ideología y actitudes encajen armónicamente, aparentando al menos una cierta coherencia. El sujeto tiende a ser ciego a los datos que cuestionan su opción (más bien prefiere dirigir su vista a otro lugar) o bien los intenta menospreciar o reinterpretar de forma que sean favorables al sistema ideológico ya construido.
En fin, quizá todos caemos a veces en estas actitudes “paranoides, racionalizantes o disonantes”. Pero lo único que puede evitarlas en algún grado es conocer un poco el mecanismo psicológico que las provoca y estar prevenidos ante la pereza mental que nos inclina a vivir en una chabola ideológica llena de goteras antes de empezar a construir una nueva casa. El resultado que cabe prever es que seremos un poco más libres.
Hace algún tiempo escribí un libro que tiene que ver con todo esto: “El Paradigma paranoico”. Aquí dejo el enlace para los amigos interesados:
http://www.lulu.com/content/libro-tapa-blanda/el-paradigma-paranoico/2222171
Un saludo a todos.
4 comentarios:
Chico, ni César Vidal. He leido tu correo, pero tengo un problemilla con gmail, de modo que si quieres, por el momento prueba con nowhereman_fasf@hotmail.com. Un saludo, niño
Jo, macho, estoy sin palabras. Cada día te veo más fino y encima voy a Lulú y veo que ya tienes publicados 8 libros. Lo que hace el ocio.
Saludos.
Bueno, Impaciente. Ya sabes que la mayoría de las cosas publicadas fueron escritas hace algún tiempo (en solitarios días monacales allá por levante). Sólo las he formalizado.
El tiempo nos tiraniza a todos, más o menos.
Saludos chavalote, y también saludos para el reencontrado Paco después de siglos sin saber de él.
El ciberespacio es un laberinto, pero los caminos son infinitos y algunos de ellos efectivos para encontrar a viejos amigos.
Que tal Jesús. Un saludo. Bueno, te dire que los conceptos sobre naturalezas deseantes o racionalizantes, me parece que tienen un punto de encuentro.
Me parece que ambos están tan metidas en nuestro ser, que no es cuestión de sacarselas como lo hacemos con nuestros trajes.
Para empezar, por allí, diría. En segundo término, la razón está allí por algun motivo y los deseos también, y creo que ambos por su lado, tienen muchas más limitaciones, que al actuar armónicamente,que por supuesto tambien tendrá su límite
Creo que este asuntos de los límites es lo que provoca el aprendizaje del mundo real y de nosotros mismos, que al final es mirar en nuestra naturaleza misma y aprender de ella.
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