domingo, febrero 06, 2011

JEAN PIERRE, EL FILÓSOFO (un cuento)

Relato incluido en el libro: "LA MUERTE DE FEDERICO ALMAGRO y otros relatos fantásticos"
ARISTÓCRATAS, OBISPOS, GIRONDINOS, jacobinos, todos convivían en aquel espacio cerrado y apestoso; todos iguales ante un mismo destino. Corría el año 1794, un invierno pálido y fantasmal, y en la cárcel parisina de Sainte Pelagie cientos de hombres y mujeres esperaban una última audiencia con Madame Guillotine. Entre tanto, la vida cotidiana en Sainte Pelagie no era triste. La pena excesiva torna en resignación demasiado rápido y se convierte a menudo en libertad desaforada, valentía, incomprensible euforia. Muchos de aquellos pobres condenados eran frívolos, superficiales, pero por profundidad, por exceso de hondura. Nadie es más libre y sincero que quien asume una muerte segura. La certeza de un fatal destino vuelve locos a algunos, pero cuerdos a la mayoría. Si vivir es vivir el presente, los condenados vivían de verdad. Si la auténtica cordura es retomar la seriedad con la que juega el niño, los condenados eran los más cuerdos de toda la Francia revolucionaria, y Sainte Pelagie la utopía mil veces buscada donde escaseaba el resentimiento por antiguas hazañas, los odios por las diferencias, acaso por no haber diferencias. Ante Dios, todos iguales; pero si aún nos atrevemos a dudar de su existencia nos queda la muerte ineludible y cierta. Algunos condenados simulaban el juicio del tribunal revolucionario teatralizando la situación. Los condenados jugaban a ser fiscales, abogados, jueces, condenados... Al finalizar, el fiscal acababa también guillotinado y entre risas de los presentes daba un sermón quejumbroso desde un simulado infierno. Toscos plebeyos flirteaban con refinadas aristócratas, revolucionarias burguesas hacían el amor en oscuros rincones con duques y condes. Todos los días, el último; todas las palabras y todos los suspiros, los últimos. Nacían, entre el revoltijo de harapos y malos olores, intensas historias de amor y desamor. En un día, en una hora, en un instante, mil veces se moría y mil veces se volvía a nacer.

 

Al amanecer, el funcionario Monsieur Duchard, viejo, andrajoso y, sin embargo, querido, recitaba los nombres de los elegidos. La lotería de la Santa guillotina sorprendía relativamente a los citados que solían mostrar una actitud serena. Se despedían de viejos amigos de semanas o días y pasaban a la antesala de la prisión. Allí esperaban pacientemente la carreta de la muerte. Mientras, charlaban con los recién llegados que compartían el mismo pequeño espacio antes de ser acomodados en el nuevo alojamiento. Las conversaciones eran las propias en situaciones parecidas, tal vez sólo un poco parecidas. Los veteranos, conocedores de su muerte próxima, amordazaban su miedo y fanfarroneaban consolando paternalmente a los recién llegados.


Jean Pierre Lukans era uno de aquellos recién llegados. Hablaba como un cura y tenía ademanes aristocráticos. Solía mostrarse altivo y autosuficiente. Odiado por muchos, admirado por algunos, Jean Pierre era un ilustrado, un defensor de la razón, pero no era seguidor de Voltaire y presumía de no haber leído jamás a Rousseau. En su mocedad se convirtió al cartesianismo. Desde entonces San René Descartes fue su dios y su maestro. Los motivos por los que se encontraba esperando la muerte poco importan. En una época en que ser acusado de traidor, federalista, fanático, egoísta o charlatán era causa suficiente de apresamiento, Jean Pierre no podía durar mucho en libertad. Era demasiado raro. Digamos que éste y no otro fue el motivo real de su condena: ser raro en una época en que ser normal era ya sospechoso.


Veinte días llevaba Jean Pierre en Sainte Pelagie y su razón, tan clara y distinta como la de su admirado maestro, no soportaba más la carcajada y el llanto de sus compañeros de prisión. Mientras Jean Pierre reflexionaba digna y humanamente sobre la muerte próxima y el sentido de la vida, la mayoría de los condenados gemían o fornicaban como animales. «¿Es esto lo que se esconde en el fondo inaccesible de todo ser humano?», se decía Jean Pierre desencantado. «¿Es que la proximidad de la muerte nos vuelve a todos locos?» Jean Pierre retomó su concentración con un aire de clérigo laico y concluyó para sí: «Pobres, están tan dolientes y desesperados». Jean Pierre tenía fe, una fe rara, sí, pero fe al fin y al cabo.


Aquella noche, Jean Pierre tuvo un sueño revelador y consideró que no compartirlo con sus desgraciados compañeros no era digno de la nobleza de la que solía presumir su espíritu. Se situó en el lugar más céntrico de la prisión y se dispuso a comunicar su valioso sermón: «¡Escuchadme todos!», repitió tres veces elevando su tono de voz hasta que hubo un moderado silencio. «Esta noche he tenido un sueño. ¡Estamos salvados!». Muchos sonreían, algunos le abucheaban y le llamaban loco. Tras sortear varios proyectiles y soportar el golpe de otros, logró captar la atención de un grupo de reos. Jean Pierre relató entonces su sueño: «Hace apenas unas horas me encontraba disfrutando de libertad. Caminaba por las calles de la ciudad mientras recibía agradables rayos de sol de un día primaveral. Durante el paseo consideraba la posibilidad de que toda aquella experiencia fuese sólo un sueño, pero después de una corta reflexión concluí que verdaderamente no estaba soñando y estaba paseando por las calles de París. Monsieur Descartes se cruzó entonces en mi camino y me habló amigablemente. Insistió en la debilidad de mi razonamiento afirmando que él mismo, en alguna ocasión, había creído vivir una experiencia real; pero a la mañana siguiente, entre las sábanas de su camastro, se dio cuenta de que sólo había sido un sueño. Me desperté entonces y alcancé a entender plenamente la vieja certeza cartesiana en la que muchas veces había pensado, pero nunca sentido de esa manera. Si pienso, es cierto que existo, esté soñando o no: cogito, ergo sum». Tras una pausa inquietante Jean Pierre continuó hablando. «Habéis dejado de pensar y os habéis brindado a los instintos y demás bajas pasiones. ¿Habéis dejado de existir antes de ser guillotinados?», interrogó provocativamente con sórdido grito. La furia se adueñó entonces de un grupo de reos y se fue corriendo como la pólvora. Le patearon, le escupieron, le orinaron y, al fin, le dejaron acurrucado en un rincón; magullado pero digno. El discurso de Jean Pierre era demasiado religioso para ser ilustrado y demasiado ilustrado para ser religioso. Esta ambigüedad fue lo que le salvó la vida en aquella ocasión.

—¿Es un cura?
—¡No!, es un filósofo.
—Entonces, dejadlo vivir. Se habrá vuelto loco de tanto pensar.
—¡Qué más da! Poco nos falta a todos para dormir con Madame Guillotine-dijo el cabecilla provocando la carcajada de los violentos.


Dos días después de la paliza, Jean Pierre Lukans recibió la inevitable noticia del funcionario Durant. «Jean Pierre, mañana sales de viaje», le dijo a la vez que palmeaba su espalda amistosamente y le lanzaba una mirada compasiva. Jean Pierre se incorporó trabajosamente, esquivando los múltiples dolores de su cuerpo herido, y susurró una frase con devoción religiosa: «Cogito, ergo sum», haciendo vibrar el sum como los curas su amén.


A las nueve de la mañana del cuatro de abril el verdugo llegó a la cárcel de Sainte Palagie. Charles Henri Sanson estaba muy orgullosos de su oficio, y presumía de haber sido nombrado directamente por Luis XVI y también «de haber tenido el honor de cortarle la cabeza». Rectificaba a menudo a quienes le trataban de verdugo afirmando que su «respetable oficio» era «ejecutor de las sentencias criminales», y solía explicar pacientemente a los curiosos que así lo demandaban, los beneficios de la guillotina sobre otros procedimientos de ejecución. «La guillotina es rápida, precisa y limpia. Evita el dolor añadido por la imprecisión de la espada y la falta de tino o de fuerza del ejecutor. Sin duda alguna la guillotina es un gran invento, un progreso». A su manera, Sanson era un humanista, muy a menudo incomprendido por su auditorio.


Monsieur Sanson saludó cordialmente a los hombres y mujeres que, junto con Jean Pierre, iban a ser ajusticiados tan humanamente. Les pidió que se pusiesen en fila de cara a la pared y dándole la espalda. Sanson observó los pescuezos de sus víctimas. Después, les recortó el pelo sobrante y les rasgó las camisas, pura rutina. Sanson era un profesional con experiencia y oficio sobrado, pero no solía alardear de su talento. Cuando llegó a una de las cuatro mujeres que lucía una extraordinaria cabellera la cortó pausadamente, miró a uno de sus dos ayudantes y le susurró: «De aquí saldrá una hermosa peluca, ¡apártamela!». Sanson solía acabar su metódica visita con un pequeño discurso entre moralista y consolador: «Tened ánimo. Todo irá bien si mantenéis la serenidad. ¡Todos hemos de morir un día u otro!». El discurso de Sanson era frío, pero sin mala fe. Se marchó sin más contemplaciones para preparar la carreta con sus dos ayudantes, dejando a las víctimas con el cuello despejado, habitados de miedo y con la compañía de dos sacerdotes juramentados. Al rato, los condenados salieron a la calle. Sanson les invitó a subir a la carreta ayudando a las cuatro damas en un gesto de caballerosidad. La carreta les exhibió por la rue Du Temple, continuó por Boulevards y la rue Royale. En todo momento, la multitud no cesó de insultar y vociferar al paso. Jean Pierre no perdió por ello la compostura. Al fin llegaron a la Plaza de la Revolución donde se erguía, como un ídolo adorado, la temida guillotina.


Jean Pierre fue el primero en subir al cadalso. A su derecha se apilaban multitud de ropajes pertenecientes a anteriores víctimas. Levantando la mirada del montón de trapos la dirigió a los ojos de Sanson. «Sin duda el próximo invierno no pasarás frío», le comentó risueño sin abandonar su acostumbrada altivez. Sanson le tomó por su brazo izquierdo, un ayudante le agarró el derecho y el segundo le cogió las piernas tumbándole sobre la báscula fatal. Jean Pierre no cesaba de susurrar la consabida frase cogito, ergo sum, a manera de conjuro, y su sonido mil veces repetido llenaba su cuerpo y espíritu brindándole consuelo. Su fe en la razón podría ser la envidia de muchos curas. Situó al fin el pescuezo en la madera mordida, e inmediatamente quedó aprisionado. El metal se elevó lenta y ruidosamente. «Cogito, ergo sum. Cogito, ergo sum. Cogito...», continuaba recitando con débil susurro cuando Sanson dejó caer la placa metálica y la guillotina escupió. La cabeza pensante, altiva y sobria de Jean Pierre Lukans se separó de su cuerpo, cayó al suelo del patíbulo y dio dos sórdidos botes sangrientos. Jean Pierre o, para ser más precisos, la pensante cabeza de Jean Pierre, abrió entonces los ojos, oteó con discreción la masa vociferante de espectadores y acabó la frase salvadora a modo de conclusión: «... ergo sum ».

Jean Pierre sobrevivió a la guillotina, pero nadie se percató entonces del raro acontecimiento. Fue llevado junto con los demás restos humanos de la jornada a la fosa común del cementerio de Errancis. A la mañana siguiente, desde su mortuoria perspectiva, tuvo el dudoso privilegio de contemplar cómo fue arrojada a la fosa la hermosa testa de Danton. Cayó a su vera y le hizo compañía hasta que una nueva hornada de cadáveres multilados vino a removerlo todo.


Muchos hombres han perdido la cabeza por un exceso de pasión, por una mujer hermosa capaz de nublar el juicio, pero sólo Jean Pierre perdió el cuerpo, recipiente de inumerables pasiones, por exceso de cabeza. Lo que a partir de tal acontecimiento le sucedió a nuestro personaje desbordaría la pretensión de este pequeño relato. Su historia se pierde entre papeles oficiales y leyendas que perduran aún en muchos pueblecitos del norte de Francia. En su dilatada vida, Jean Pierre trabajó de enano circense, de cabeza de espantapájaros, de oráculo de reyes ambiciosos, de empolvada balaustrada de mediocres edificios gubernamentales; y pensó a la par muchas interesantes y estúpidas cosas. Algunos documentos decimonónicos insinúan que, llegando a saberlo todo, se murió de aburrimiento; otros, no menos serios, sugieren que, precisamente por querer saberlo todo, perdió la razón. Sea como fuere, con la locura o muerte de Jean Pierre se apagó sin duda la última luminaria de la Ilustración francesa.

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