El cuento pertenece al libro de relatos titulado "Extrañas parejas"
PERMÍTANME, ANTES DE NADA, PRESENTARME: Mi nombre es Serafín Ramírez y, aunque hablar de edad en mis actuales circunstancias no deja de ser una metáfora, tengo cuarenta y dos años.
El asunto es de extrema importancia para mí, pero lo único que me empuja a narrarlo es recibir el consuelo que resulta de un simple desahogo. Les adelanto parte del problema si les digo que soy un hombre feo. Yo diría, y presumo de emitir juicios objetivos, que bastante feo. Y, sin embargo, pienso que no lo soy aún suficientemente. Sí, han oído ustedes bien: no lo soy aún suficientemente. La fealdad que desprende mi rostro y mi adiposo cuerpo me la he ganado a pulso. Detrás de cada pequeña deformación y arruga exagerada hay una concienzuda estrategia. Y aún pienso que no lo he debido de hacer bien del todo. Soy un perfeccionista, un tipo puntilloso y exacto que no deja nunca un clavo si remache ni un roto sin zurcir, y sé que en cualquier empresa se puede dar siempre un paso más. Por eso no pierdo aún la esperanza de alcanzar un grado mayor de fealdad. Al oír esta última frase, temo que me tomen ustedes por un loco desesperado y no quieran seguir atendiéndome. Tal vez estoy desesperado, pero les aseguro que no soy un demente.
Como les decía, soy feo; pero no siempre lo fui. De niño emanaba cierta gracia natural: unos ojos pícaros y una sonrisa cautivadora, solía decir mi madre. Siendo un adolescente comprobé que me manejaba bien con las mujeres y tenía un moderado éxito. Pronto me di cuenta de que era un joven guapo y apuesto. Confieso que fue divertido durante algún tiempo. Los continuos flirteos y las múltiples conquistas, además de aportarme mucho placer, alimentaban mi no poca vanidad. Sin embargo, tras algunos años locos me sobrevino una pequeña crisis existencial. ¿Era yo feliz?, ¿tenía sentido mi vida? No negaré que ser un calavera promiscuo y alocado tiene su atractivo, pero resulta agotador. Además, en muchas ocasiones (y esto era lo más desconcertante), me sorprendía envidiando a esas parejitas aburridas que suelen poblar las terrazas de los parques y las últimas filas de los cines. Que durante horas un hombre y una mujer pudiesen estar sentados, uno frente al otro, sin hablar, exhibiendo muecas y sonrisas bobas propias de una idílica felicidad, me resultaba misterioso e irritante. ¿Qué extraño placer era ese? ¿Qué sentiría uno siendo un novio? Desde entonces ordené mi vida, dejé de ejercer de Casanova y me convertí en un expectante Romeo preocupado por su futuro profesional.
Inicié estudios de Economía, aunque, a decir verdad, nunca me interesaron aquellos abstractos discursos monetarios. ¿Por qué lo hice? Aún hoy me lo sigo preguntando. No sé. No sabría decirles. Tal vez porque todos hacemos, a veces, cosas raras e incomprensibles. Tal vez para complacer a mi familia. A mi padre, un humilde empleado de banca, le encantaba la idea de tener un hijo economista. Un hijo que fuese jefe de una empresa o un respetado profesor capaz de alcanzar cotas sociales que a él se le habían negado. En cualquier caso, asumí mis estudios como un ejercicio de voluntad, como una especie de deber inexcusable. Por las tardes, en la biblioteca, me desintoxicaba de plusvalías e inflaciones concentrándome en otras lecturas más sugerentes. Reviviendo las hazañas del intrépido Ulises, repensando maravillado el mito de la caverna y combatiendo contra molinos como si fuesen gigantes, transcurrieron los mejores momentos de mi juventud. Homero, Platón, Cervantes y tantos otros compensaban, con creces, las aburridas clases universitarias. Entre tanto Afrodita y las Moiras urdían un encuentro a mis espaldas. La biblioteca, mi verdadero santuario, estaba custodiada por una gran sacerdotisa. La silenciosa encargada era una joven hermosa, una especie de Cleopatra, pero de cabellos rubios y dulce sonrisa. Muchas tardes fui únicamente para recibir su mirada y pronto se estableció entre ambos una complicidad contenida. Tras algunos guiños y coqueteos, Sonia, aquella joven dulce y delicada, aquella Cleopatra de cabellos dorados, acabó por confesarme su amor, y yo me enamoré como un colegial. Sí, como un colegial. Todavía me emociono al recordarlo. Después de dos años inolvidables, nos casamos.
Desde el primer momento, Sonia admiró la belleza de mis ojos, la textura de mi piel, la graciosa forma redondeada de mi nariz, los delicados pliegues de mis orejas... Al principio me agradaban aquellos halagos y me resultaban reconfortantes. Pero después se convirtieron en un verdadero infierno. Quiero explicárselo todo y no sé por dónde empezar. De nuevo temo que me consideren un lunático y dejen de leer. Un hombre contrariado por los halagos de una mujer hermosa de la que está enamorado y, además, es su esposa, parece ciertamente propio de alguien que no está en su sano juicio. Puedo entender que piensen ustedes esto; pero dejen que les explique. No es exactamente así.
Dos meses después de la boda compramos un pisito a las afueras de Madrid. Fue entonces cuando conocimos a Julia, nuestra vecina, una joven viuda y de expresión melancólica. Sonia empezó a compadecerse de su soledad y acabó intimando con ella. Se hicieron buenas amigas. En las sobremesas solía regalarnos con su visita y tomábamos café en amena tertulia. Una de aquellas tardes, tras despedir a Julia, noté a Sonia extraña. Después de un silencio reflexivo me atosigó con una multitud de maliciosas preguntas que sugerían una relación especial entre Julia y yo. La expresión de Sonia, originariamente dulce, fue paulatinamente adquiriendo un rictus grave. Finalmente me confesó sus sospechas: «Sé que os gustáis y también sé que te acuestas con ella. ¿Crees que soy tonta?, ¿que no he observado como os miráis y os mandáis mensajitos disimulados cuando desaparezco de escena?» Aunque los hechos incriminatorios sólo ocurrieron en su imaginación, yo no fui capaz de convencer a Sonia de mi inocencia y aquel día tuvimos nuestra primera pelea. El incidente se cerró con la decisión conjunta de cambiar de casa. Transcurridos veinte días, nos marchamos y no volvimos a ver a la pobre Julia que aún estará intentando descifrar la razón de nuestra repentina huida. Las injustificadas sospechas de Sonia se repitieron con Elena, la panadera; con Susana, la hija adolescente de un amigo, y con Petra, prima de Sonia, diez años mayor que ella, enferma y no muy agraciada. Sus acusaciones eran indiscriminadas. No importaba lo atractivas o jóvenes que fuesen: para Sonia todas resultaban ser mis cómplices. Tras las discusiones domésticas venían las reconciliaciones. Entre lágrimas y sollozos, Sonia pronunciaba algunas frases que acabaron por incrustarse en mi cabeza y de las que ya no puedo prescindir: «La culpa es de tu nariz, de tu boca, de los pliegues de tus orejas. Cualquier mujer que te viese, sin duda, se enamoraría de ti. A veces, desearía que fueses feo. ¡Ojalá fueses muy feo!» El sufrimiento que acumulaba en mi interior era inexpresable. Yo amo a Sonia y haría cualquier cosa por ella. No soportaba su dolor, que era también el mío. ¿Qué podía hacer? Aunque mi atractivo físico fue lo que avivó su pasión, yo sabía que en aquel momento estaba conmigo por la forma que tenía de susurrarle te quiero, por la delicada manera con que mis labios rozaban los suyos, por nuestras furtivas sonrisas llenas de complicidad. Mi aspecto de adonis se había convertido en un inconveniente: una molesta piedra en el camino hacia la felicidad; un ruidoso motor que después de sacarnos de órbita interrumpía nuestro agradable sueño en el ingrávido espacio. Decidí ser feo.
Elaboré entonces una precisa estrategia de deterioro, de envejecimiento prematuro y de repudio de mi propio cuerpo. Comencé por comer compulsivamente para que la grasa acumulada deformara mi figura. La dieta, siempre en grandes cantidades, se componía de miga de pan, pasteles variados y todo tipo de carnes y embutidos. Como no soy glotón ni goloso, mi nueva alimentación resultó ser un suplicio del que hice una prueba más de voluntad. Me alimentaba del mismo modo que estudiaba economía, sin ningún placer. Aunque siempre fui delgado, en menos de dos meses tripliqué mi peso. Recuerdo que me sentí orgulloso, de repente, de ser gordo y economista. ¿Por qué? No sé. Tal vez porque ambas cosas me habían costado un gran esfuerzo. Mi peculiar rostro, en cambio, era una dudosa gracia natural de la que no era totalmente responsable. Yo esperaba que, al verme con tan lamentable figura, las sospechas de Sonia en relación con mi infidelidad cesaran y, con ellas, los sufrimientos absurdos de ambos; pero, incomprensiblemente, Sonia me veía más atractivo que antes. Incluso en la cama, haciendo el amor, parecía disfrutar más con mi excedente de grasa. «Cómo sabes lo que te favorece. Así, gordito, estás aún más apetitoso, bribón», me dijo una noche cariñosamente. La mañana siguiente, Sonia la pasó mascullando y finalmente se encerró en sus pensamientos y se distanció de mí. Su espontáneo halago era sólo una cara de la moneda. En el reverso habitaban injustificados miedos a que mi recién adquirida gordura pudiese gustar a otras mujeres tanto como a ella misma, y su desmedida imaginación acabó viendo infidelidades que no existían. Mi plan había fracasado, pero no me desanimé.
Un amigo farmacéutico me ayudó a realizar mi segunda hazaña. El hediondo líquido amarillo que me recomendó fulminó, en menos de tres semanas, el abundante pelo que aún adornaba mi cabeza. El comentario de Sonia fue desolador: «Tu cabeza es como un hermoso pene. No sé cómo lo haces, cariño, pero sabes provocar como nadie a una mujer». Al mediodía la sonrisa se borró de su cara y me sirvió la comida con tanta violencia que gran parte de las lentejas acabaron sobre mi pantalón. Lo que más me dolió no fue el deterioro de la prenda, que era premeditadamente horrible, un pantalón de pinzas color vainilla que exageraba aún más mi gordura, sino los comentarios que Sonia hizo mientras tomábamos café. Insinuó que me provoqué la calvicie por pura coquetería. «¿A quién pretendes conquistar?», me dijo visiblemente enfadada. En aquella ocasión Sonia me negó la palabra durante dos meses, mostrando una expresión, entre triste e indignada, que resultó ser muy dolorosa para mí. Los celos se acentuaron.
Desolado por las batallas perdidas, continué desplegando mi estrategia con multitud de pequeños ungüentos e insanas costumbres, y conseguí acentuar las arrugas y resaltar las ojeras. Así adquirí una expresión cadavérica con la que logré preocupar a mi familia y a muchos de mis amigos. Pero todo fue inútil. En opinión de Sonia las arrugas me «daban carácter» y las acentuadas ojeras «hacían mas interesante mi mirada».
Llegué a descuidar mi higiene hasta tal punto que cuando viajaba en autobús o en metro, hombres, mujeres y niños se alejaban de mí en estampida huyendo del insoportable hedor. Pero también los repugnantes olores corporales fueron traducidos a su peculiar código estético y sexual.
Incomprensiblemente Sonia me seguía viendo guapo e imaginaba, en su desatinado juicio, que era objeto de deseo de todas las féminas del mundo, cuando en realidad mi aspecto resultaba tan objetivamente repugnante que la mayoría de las mujeres evitaban mirarme y eludían, con disimulo, cualquier tipo de roce.
Un tarde, al salir del trabajo, me encontré con Roberto Morán, un viejo amigo de la Facultad. En un tono desenfadado y después de tomar algunas cervezas en un bar que encontramos al paso, me hizo algunas confidencias. Roberto estaba realmente ilusionado con el exuberante cuerpo de su mujer y no perdía oportunidad de alabar al cirujano plástico que llevó a cabo la extraordinaria hazaña.
—¿Cómo has dicho que se llama el artista? —pregunté interesado.
—Manuel Almendros.
—¿Y es tan bueno como dices?
—Aún mejor. Tendrías que ver las tetas de mi Carmencita. Don Manuel hace verdaderos milagros.
Fue entonces cundo me vino la genial idea. Dado que los cambios físicos producidos a partir de mis artesanales procedimientos no habían sido suficientes para convencer a Sonia, consideré que era la ocasión de intentar alguna modificación a través de técnicas más rotundas. Al día siguiente solicité una entrevista con don Manuel Almendros y, tras narrarle los pormenores de mi triste historia matrimonial, me atreví a comunicarle mi excepcional demanda:
—Tiene usted que ayudarme a conseguir mi propósito. No tengo ninguna duda de que es usted la persona adecuada. Le ruego, doctor, que concluya la obra que hace años he comenzado. Desfigúreme, erosione la piel de mi rostro con alguna de sus sofisticadas pócimas. Conviértame en un ser horrible de verdad, en un monstruo.
—¿Y qué conseguirá usted con ello? —interrogó el cirujano con un tono escéptico.
—Estoy seguro de que entonces Sonia me encontrará feo. Desde luego dejará de halagarme con aquellas frases espontáneas que al principio me resultaban tan agradables, pero cesarán sus celos, las horribles discusiones y su profunda tristeza. Tendrá de mí solamente aquella parte capaz de darle felicidad: la forma susurrada con que le digo te quiero; la delicada caricia con que mis labios rozan sus labios y las múltiples sonrisas y miradas de complicidad que tanto le reconfortan, y no habrá ya nada, absolutamente nada, que pueda evitar nuestra dicha.
—Pero, yo no puedo...
—Si es un cuestión de dinero, doctor, yo le pagaré lo que me pida. Aunque no soy un hombre rico tengo algunos ahorros que...
—No. No es eso. Es un cuestión de principios, ¿me entiende?
—Entiendo. Pero, si algún prejuicio profesional unido a su refinado sentido de la estética le impide añadir más fealdad al mundo, intervéngame en nombre de la compasión, sentimiento que estoy seguro que tiene por partida doble, como persona y como médico. Y recuerde que el motivo de mi rara metamorfosis, así como de mi peculiar demanda, es solamente el amor.
Don Manuel Almendros era un hombre maduro, pero de exquisita elegancia. Aunque su mirada serena denotaba un carácter flemático, se quitó las gafas y se restregó los ojos limpiándose pudorosamente dos lagrimitas que amenazaban con delatar su emoción. Mis palabras no le habían sido indiferentes y después de cinco interminables minutos de inquietante reflexión, accedió a mi demanda. Quince días después me sometí a la intervención.
Ya convaleciente, la enfermera retiró los vendajes que envolvían mi cabeza, me acercó un espejito de mano y pude contemplar la obra. Mi rostro era, sencillamente, inclasificable. Si se me permite la expresión, mostraba una imperfección casi perfecta; una inusitada fealdad que rozaba la pureza. El prestigioso cirujano me alargó las orejas y las despegó exageradamente de la cara, me estiró las punta de las nariz y me la bajó hasta el labio inferior e implantó una voluminosa silicona debajo de la barbilla aumentando así una papada incipiente (amén de otras pequeñas y estratégicas modificaciones cutáneas y expresivas que no considero pertinente ahora enumerar). La mirada del doctor emanaba una raro orgullo profesional, y yo sonreí satisfecho.
Lo primero que hice al salir del hospital fue comprar un hermoso ramo de claveles y reunirme con mi mujer. Cuando Sonia contempló como mi nuevo rostro surgía de entre las flores, perdió el habla y quedó inmóvil durante varios segundos. Esta vez mi horroroso aspecto le había impactado negativamente, pensé. Lo primero que hizo al volver en sí fue besarme con una pasión exagerada. Era el momento crucial. Yo esperaba que Sonia me dijese, conciliadora, que, a pesar de mi desagradable aspecto, me seguiría queriendo; que el físico es una mera cáscara sin importancia; que lo fundamental es lo que hay dentro..., acompañando su discurso con cierta mirada compasiva y alguna que otra lágrima de heroica enamorada. En fin, el principio de una nueva vida, tranquila y maravillosa. Y, sin embargo, las primeras palabras que pronunció fueron para expresar la fuerte impresión que le había causado mi «nueva y original belleza.» Durante el resto de la tarde, no dejó de felicitarme por mi «acertada transformación» y de alabar mi «irresistible atractivo.» Había vuelto a fracasar. En días sucesivos su comportamiento dulce y cariñoso fue adquiriendo un tono frío y hermético que presagiaba la inevitable tormenta.
Aquella noche aciaga Sonia miraba indiferente la televisión y yo, acomodado en mi sillón preferido, ojeaba tranquilamente el periódico.
—¡Serafín!
—¿Sí?
—Estoy pensando una cosa.
—¿Qué cosa?
—Esta mañana nos hemos cruzado con la Paqui.
—¿Quién es la Paqui?
—No te hagas el loco. La Paqui.
—¡Ah, la Paqui!
—Te ha saludado.
—¿Y bien?
—Tú la has saludado.
—¡Naturalmente!
—Te ha sonreído.
—¿Sí?, no me he dado cuenta.
—Y tú la has sonreído.
—Sonia, ¿qué pretendes decirme? —dije estrujando el diario con cierta violencia.
Lo que Sonia pretendía decirme es que me acostaba con la Paqui, la viuda gorda y setentona del octavo derecha, y yo no lo pude soportar. En aquel instante me di cuenta de que todo había acabado y, sin la previa reflexión que suele dignificar este tipo de actos, me arrojé a la calle desde la ventana del salón. La violencia del impacto me procuró la última y definitiva transformación. Así que ahora estoy muerto.
Es posible que ustedes piensen que ya he dejado de sufrir y que mi espíritu disfruta de una paz eterna y merecida. Nada más lejos de la realidad. Tras el impacto con la dura calzada, experimenté el famoso viaje a través del túnel y me sentí atraído por la potente luz que se divisa al fondo. Me temo que hasta aquí el suceso no es muy original, pero al finalizar el trayecto no escuché ningún coro de ángeles ni contemplé paisajes celestiales. Desde una extraña y aérea perspectiva presencié mi propio velatorio. Mi cuerpo yacía tranquilo en el ataúd y mi rostro, a duras penas reconstruido por los maquilladores de la funeraria, me pareció el más horrible que se podía contemplar en este mundo y, hasta donde yo sé, también en el otro. El único rasgo claramente reconocible era el apéndice nasal, que se alzaba altivo como un retorcido mástil sin bandera en un desolado campo después de la batalla. Sonia, desconsolada, pasó toda la noche gimiendo cansinamente con la cara pegadita al cristal que la separaba de mi cuerpo. «Muertecito y todo, ¡sigue siendo tan guapo!», susurraba cuando su intermitente llantina le daba oportunidad y sin dejar de mirar a la Paqui de soslayo.
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