Una interpretación rigurosa del apartado, centrándonos en la primera y contundente frase, apunta al carácter aconfesional del Estado. Y esto implica que el Estado no debería contribuir al mantenimiento de ningún credo religioso y mucho menos a su fomento. No obstante, el enunciado siguiente habla de “las creencias religiosas” y “la Iglesia católica”. ¿Frase inútil, entonces? El segundo enunciado que en puridad no debería contradecir al primero, más claro y contundente, actúa como un subterfugio que se traduce en la praxis política como el mantenimiento, cuando no el fomento, de la religión católica por parte del Estado. Ciudadanos designados por la jerarquía eclesiástica, sin presentarse previamente a ninguna oposición y sin libertad de cátedra (hechos ambos suficientes para escandalizar a cualquier persona con convicciones democráticas), dan clases de adoctrinamiento moral y religioso en colegios e institutos públicos. Hay más. El sueldo que reciben sale del Erario. O sea, de su bolsillo y del mío, por más que sea usted agnóstico o ateo.
Aunque
Francia, por poner un ejemplo, se declara también aconfesional, lo cierto es
que en su Carta Magna no hay segundos enunciados que intenten oscurecer o
aclarar, con presumible mala fe, lo que a todas luces está clarísimo: su
aconfesionalidad misma. El hecho es que ¡oh, sorpresa!, en los colegios públicos
franceses no se dan clases de adoctrinamiento religioso y en los colegios
españoles sí. Ergo, las frases inútiles (mera retórica dicen algunos), suelen tener
una utilidad insospechada. Es cosa sabida. Se cuelan en el lenguaje coloquial
encabezadas con “peros” o “sin embargos”, y actúan como trampas que pretenden mermar
el significado esencial de la frase principal, amén de otras perversiones:
“Picasso es un artista genial, pero…”,
“Sinatra cantaba muy bien, pero…”,
etc. Shakespeare exprimió al máximo esta trampa del lenguaje en su obra Julio Cesar. ¿Recuerdan el discurso de
Marco Antonio?: “Bruto es un hombre honrado, sin embargo…”
En
el debate político, casi siempre exaltado, ciertos ciudadanos tachan de
anticatólicos a los que subrayan el primer enunciado del apartado 3, es decir,
la aconfesionalidad del Estado español. No obstante, si nos atrevemos a ir más
allá del significado consciente de las palabras y actuamos como psicoanalistas sospechadores, resulta que lo que se
pone en evidencia no es el carácter anticatólico del que defiende la
aconfesionalidad, ¡faltaría más!, sino el catolicismo, no siempre declarado,
del que lo combate y replica con
demasiado énfasis. Por ende, partidario inconfeso de un Estado confesional (y
perdón por el juego de palabras).
Un razonamiento análogo nos ayudará a entender el sentido
profundo de una especie de artículo, escrito extrañamente en el imaginario
colectivo de lo políticamente correcto, en torno a los Derechos Humanos y a la
cultura de los pueblos: “Se deben respetar los Derechos Humanos. Pero se deberá
tener en cuenta las culturas de los pueblos”.
Si
atendemos a la primera y contundente frase es evidente que no solo las
costumbres propias de las culturas, sino cualquier hábito individual o extravagante
moda, debe ser respetada si no atenta contra los Derechos Humanos. ¿Por qué
entonces el segundo enunciado? ¿Otra frase inútil? Lo cierto es que quien
propone solo el primer enunciado, asumiendo que el segundo y tantos otros están
implícitamente contenidos en él, es tachado de anticulturalista, como si
tuviese un afán patológico por eliminar las peculiaridades y diversidades
humanas. Consideración a todas luces injusta. Pues por la misma razón deberíamos
acusarle de ir en contra de la diversidad en el vestir por no enunciar tras su
defensa de los Derechos Humanos la frase pertinente: “Pero se deberá tener en
cuenta el fenómeno social de la moda”. En fin. De nuevo las palabras no son
inocentes.
Suele
ocurrir. El que acusa de ir en contra de las culturas de los pueblos a aquél
que considera prescindible la enunciación de su defensa, es muy a menudo
defensor de las culturas de los pueblos en detrimento de los Derechos Humanos.
Evidentemente, tal ciudadano negará la conclusión de este análisis. Sobre todo
si se lo preguntamos en una conversación relajada. Negación. Elemental mecanismo
de defensa del yo suficientemente estudiado por Anna Freud. Y, sin embargo,
vemos muy frecuentemente como los llamados defensores de las culturas de los
pueblos toleran, sin demasiada estridencia, el trato vejatorio que recibe la
mujer y la evidente falta de libertad de expresión en la mayoría de los países
islámicos. Amén de ciertos excesos nacionalistas. Toleran con su conducta, sí,
por más que denuncien verbalmente el velo femenino obligatorio por ley en
muchos pases orientales, el fundamentalismo religioso o los atentados
terroristas que se llevan a cabo en nombre de una patria paranoicamente
autoconsiderada oprimida. El caso es que siempre hay una manifestación más
importante a la que acudir, una declaración más urgente que hacer, una
injusticia más flagrante a la que atender. No se molesten pues en preguntarles en
conversaciones de salón. Sus respuestas son previsibles. Atrévanse a ir más
allá. Observen sus acciones. Tomen nota de los matices de sus medidos
discursos. Comprobarán entonces que el culturalismo se superpone a la defensa
de los Derechos Humanos siquiera inconscientemente, como un tremendo lapsus o
acto fallido que se traduce demasiadas veces en el discurso y en la praxis
política de los autoproclamados paladines de “las culturas de los pueblos”
Publicado en el diario
INFORMACION de Alicante el 2 de Enero de 2004.
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