Quién soy
es una pregunta personal e intransferible. Se trata de un asunto filosófico que
incumbe al propio sujeto. Por mi parte, estoy con Heráclito: la identidad es
una ficción. Un juego que crea estructuras. Nada permanente somos porque
estamos siendo de continuo. Pero resulta que la mentira de la identidad es
necesaria para que funcione otra gran mentira: la del lenguaje y la comunicación.
La mentira del lenguaje y
de la identidad posibilitan pues un mínimo de entendimiento que revierte en
pragmatismo, aunque suene contradictorio. Así pues, cuando le pido al camarero
una cerveza, me trae efectivamente una cerveza; aunque en rigor ni el camarero
ni la cerveza ni yo mismo tenemos identidad fija y todo es un puro proceso: he
ahí el inquieto rió de Heráclito. Ahora bien, la mentira funciona porque todos
hemos convenido en que la cerveza es cerveza y el camarero es camarero,
incluido el propio camarero. Lo podemos asumir como un mero juego o como algo
muy serio. Eso es lo de menos para que la cosa funcione. Si el camarero piensa
que es farmacéutico e incluso lo proclama a los cuatro vientos no hay en
principio ningún problema, pero si no se da por aludido cuando pido sus servicios
y solo despacha medicamentos sería harto complicado llevar a cabo algo tan
sencillo como tomarse una cerveza en el bar. Al eliminar el carácter intersubjetivo
del lenguaje, que es tanto como eliminar el lenguaje mismo, la comunicación se
vuelve imposible. Como decía Wiettgenstein, no hay lenguajes privados. Si un calvo
decide ser melenudo porque así lo siente, habrá resuelto a su manera el problema
filosófico de su identidad, pero si va a una peluquería para que le hagan un
sofisticado peinado, obviamente el peluquero no entenderá nada. Seguirá viendo
una cabeza lisa y brillante como una bola de billar. De modo que una persona
que con un cuerpo biológicamente masculino se sienta mujer y proclame que lo es
no supone ningún problema para nadie. Es la particular solución que tal persona
da al problema filosófico de su identidad. Solo habrá ciertos malentendidos,con nula intencionalidad, si tal persona es percibida como un hombre por los demás. Y esto
dependerá fundamentalmente de su aspecto y de las convenciones sociales al
respecto, y no tanto de su digna decisión que tan solo conoce él. O ella.
Pero la locura total resultaría si el Estado
decidiese tomar partido en todo esto. ¿Tendrá derecho entonces el hombre que se
siente mujer a entrar en los servicios de mujeres? ¿Le asignará la seguridad
social un ginecólogo en lugar de un urólogo?¿Y si un adulto se siente niño
tendrá derecho a matricularse en la ESO? ¿Tendrá derecho el camarero a que el
Estado le ponga una farmacia porque se siente farmacéutico?, ¿deberá obligar el
Estado al peluquero a obrar un milagro y hacerle al señor calvo un sofisticado
peinado? En definitiva, ¿la identidad proclamada por el sujeto ha de ser fuente
de derecho? Si la respuesta es sí, estaríamos acabando de facto con el Derecho
mismo, pues el pseudoderecho resultante dejaría de ser operativo.
Hay
ficciones sin las cuales el homo sapiens, creador de fábulas útiles, no puede
vivir. Al menos como homo sapiens: Identidad, lenguaje y derecho son algunas de ellas.
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