jueves, enero 12, 2012

PUNKTUM

Los monjes geómetras adoraban la esfera que venía a simbolizar un ideal de perfección casi divino, aunque en rigor no creían en ningún dios trascendente. Identificaban lo geométrico con lo extenso y tridimensional. Y excluían de sus estudios los planos, líneas, puntos y la propia numeración. La extraordinaria historia que aquí se narra en boca de Melanípides de Tauromenio,transcurre en el siglo I a. de C. Melanípides nos introduce sugestivamente en la vida y hazañas del monje Cornelio, su compañero y amigo. La figura de Cornelio se mueve entre la leyenda y la realidad, pero todo apunta a que debió de existir y que su poderosa personalidad originó, como el propio Hipasos de Metaponto en su momento, una crisis en el dogma geométrico que vino a modificar sus fundamentos.
Os adelanto aquí el primer capítulo de la novela. Espero que os guste.

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CAPÍTULO UNO
RÉMULA ALBERGUE

Hace algunos años que todo cambia y se desmorona a mi alrededor. Apenas se puede ver ya una pared totalmente blanca. El murmullo de los rezos cede al silencio de la meditación. Los escasos monumentos que se erguían en la sala de oraciones, en la biblioteca, en las celdas de los miembros de la elite, desaparecen, varían en algunas de sus tradicionales e intocables cualidades o simplemente cambian de lugar. Mas, ¿me extraño acaso? ¿No enseñan los fisiólogos que el cuerpo se transforma al modificar el espíritu? ¿Un gran sufrimiento no torna el pelo plata? ¿Una alegría inesperada no aviva nuestra mirada? ¿Un conocimiento esencial no transforma nuestra expresión en la serena y equilibrada de los sabios o en la desencajada de los locos? Los cambios que se pueden ver, oír y tocar en este viejo edificio y en sus sobrios habitantes no son más que el reflejo de otros más profundos en el espíritu que los anima.

Algunos afirman que este proceso sólo es un síntoma de decadencia enfermiza. Otros lo alaban, y defienden constantemente la tolerancia que de él se deriva. Sé muy bien que las nuevas ideas, verdadera causa formal de todo lo que ocurre, aún no poseen raíces sólidas. Constituyen sólo un delicado injerto que puede que una ligera brisa mañana lo derribe. Si así fuese, pensaría que Temistocles lo abatió con su oración desde su lugar celeste y acataría su voluntad. Mas si no ocurriera y la pequeña rama floreciera emanando frutos aún desconocidos, juzgaría también que Temistocles lo sustenta con sus rezos.


Yo, Melanípides de Tauromenio, fui causa eficiente que originó esta extraña mutación, el instrumento útil y oscuro que lo hizo posible. Pero la luz intensa que movió mis engranajes, el eslabón final de la cadena en virtud del cual adquiere mi actividad sentido, no fue otro sino Cornelio Teleto. Sin duda, su historia merece ser contada. No es otro mi propósito. Los eslabones finales deben vivir sin limitaciones y hasta con arrogancia. Yo, oscuridad entre oscuridades, quiero ser sólo el eco clarificador de su existencia.



Ayer mismo recibí a Druso el fisiólogo. Su juventud y entusiasmo me infunde ternura y su mirada delata el afecto que seguro me profesa. Una vez más Druso se empeñó en someter mi cuerpo a examen. Fui complaciente por no desairar su gesto preocupado, mas he de confesar que me es siempre molesto participar en sus extraños rituales. La frescura de su juventud contribuyó sin embargo a disminuir el martirio. Utilizando la ciencia de Hipócrates, olió mi aliento, cató mi sudor y manoseó mi cuerpo meticulosamente. Antes de que su lengua emitiese sentencia, la expresión de su rostro reveló mi pronto fallecimiento.

Siempre me admiré de que una ciencia basada en las meras sensaciones fuese capaz de acertar en sus pronósticos, pues, desde muy niños, nos enseñaron que sensación y mentira poseían el mismo significado. Mas en este caso he de admitir, sin poder evitar una pequeña sonrisa, que el mérito era nulo. Hasta un ignorante carente de todo conocimiento hubiese adi-vinado mi pronta desaparición. Tan claro como que tras la tiniebla de una puesta de sol viene la oscuridad de la noche.

Debo de tener noventa años. Mi vista me falla, mis piernas tiemblan y se fatigan cuando doy dos pasos continuados. Mi mano derecha ha tiempo que suele desobedecer irrespetuosa los mandatos de mi voluntad imprimiendo garabatos donde deseo fina caligrafía. Mi cuerpo es nulo, pero mi razón es clara aún. He de apresurarme, pues, antes de que la decrepitud y la torpeza la alcancen también a ella. El tiempo, invisible y tal vez inexistente, late sin embargo en el interior de las cosas. Es su suprema ley lo único que limita mi proyecto.

Muchas veces intento recordar el rostro envejecido de Cornelio tal como lo viera la última vez, buscándolo impaciente en la llama de una vela, en el pedacito de carbón incandescente o en el rayo de sol de la mañana. Nunca lo vi allí, aunque lo sentí a mi lado en muchas ocasiones. Recuerdo sin embargo al Cornelio niño con toda precisión, tal como apareció el primer día de clase. Sus ojos penetrantes, su cabello negro, la noble estructura de su cuerpo... El hegemón nos llevó a la oratoria de Megas y nos ubicó en los respectivos pupitres. Tras una breve presentación recibimos nuestra primera clase magistral sobre el universo. Yo escuché absorto y encantado el discurso. Cornelio, apoltronado en el último pupitre de la esquina, se entretuvo en cazar moscas a las que quitaba alas y patas en extraño ritual. Llegó a ser un gran maestro en este oficio y me consta que era capaz de desmembrar a un insecto de veinte maneras distintas a cual más original. Naturalmente aquella hazaña levantó gran admiración entre los demás compañeros. Desde entonces, y tal vez por esta razón, me convertí en su mudo observador, en incansable escrutador de sus hechos y actitudes. Pronto sospeché que aquel niño de mirada profunda y especialmente cruel con los insectos, estaba destinado, para bien o para mal, a ser el eslabón final de una cadena aún desconocida. Entonces sólo teníamos ocho años y Octavio Augusto era el dueño del mundo. Todo sucedió en algún lugar de la Hélade absorbida ahora por el poder del Águila y poco importa el momento exacto que mi memoria se resiste a recordar o el lugar concreto que mi voluntad se niega a revelar, pues no ha de atender a anécdota quien se interesa por la verdad. Esta historia sucedió; pero me consta que aún sucede en el corazón de muchos hombres.






El templo ocupaba un humilde espacio mas, por entonces, era además tan perfecto su camuflaje que a menudo caminantes ingenuos lo bordeaban sin reparar en su presencia. Los romanos lo apodaron Rémula Albergue, pero su verdadero nombre habría de ser «flor entre flores». Su arquitectura no simulaba pétalos ni aún su imagen evocaba aromas exóticos, pero igual que una rosa oculta en el jardín no se delata como causa de fragancia, así gustaba en esconderse la insigne morada entre pinos y montañas; impregnando de belleza el paisaje, regalando hermosura sin hacerse notar, que es la mejor bondad que nos pueden brindar las cosas. La discreta apariencia de su fachada contrastaba con la amplitud que mostraban sus espacios interiores. El comedor y la sala de oraciones constituían dos vastos salones circulares y simétricos unidos por un estrecho pasillo. Dos elevadas cúpulas las arropaban. En ambas superficies se erguían dos monolitos que soportaban en sus cimas inmensas esferas de mármol blanquecino. En cada una de ellas aparecían esculpidas con detalle unas austeras inscripciones:«Un cosmos homogéneo. Una totalidad continua». En la periferia del comedor se encontraban adosadas las celdas y entre éstas, como si de una enorme celda se tratase, la biblioteca. La gran bola de mármol que presidía su centro parecía brotar de la propia tierra como un fruto maravilloso. A ambos lados de pasillo se encontraban las llamadas celdas menores donde residíamos los infantes. También residían allí algunos adultos que, por diversas causas, renunciaron a la ortodoxia geométrica y que la elite solía denominar aritméticos y poetas en tono despectivo. Muchos de estos personajes eran del todo desconocidos para nosotros y constituían el objeto de múltiples rumores y leyendas infantiles: en la celda azul habitaba el ermitaño que dicen que se escapó de un sueño; en la roja el monje parlanchín que carecía de cuerpo, pero no de voz, y al que se le podía oír a todas horas hablar en desconocidas lenguas...


Todo este perfecto orden y administración sabia de lugares se debía a que los monjes geómetras, sus habitantes perennes, además de muchas otras cosas, eran expertos en armonía y camuflaje. Entre ellos se hallaban los mejores arquitectos de la época. Hasta el popular Tiberio Alpunia, ingeniero constructor del imperio y amigo íntimo del césar, nos visitaba frecuentemente para pedir consejo a la elite sobre algunas de sus obras. Los geómetras de entonces, y aún muchos de los actuales, se negaban a utilizar su ciencia para construir artefactos u obras útiles. Encontraban vulgar y grosero aplicar su excelsa sabiduría matemática en construcciones serviles y puramente materiales, mas no negaban la instrucción a otros que así lo demandaban.


Sólo una cuestión era más importante en Rémula Albergue que la pura geometría: la educación de los infantes. La lógica gramática, la filosofía natural y la representación extensa componían las tres disciplinas que todos los novicios debíamos aprender si pretendíamos ser auténticos geómetras.


La lógica gramática nos enseñaba la utilización correcta de las palabras tanto en el lenguaje escrito como hablado. El maestro Crato, hábil y simpático pedagogo, nos advertía a menudo del peligro latente en algunos vocablos carentes de sentido. La recomendación que nos hacía repetir a coro al iniciar la clase era clara y contundente: «No hablar demasiado ni demasiado poco. Todo lo que se puede pensar se puede decir con claridad utilizando las palabras idó-neas, una para cada concepto. Lo que no se puede pensar palabra alguna puede ni debe nombrarlo». Sin embargo, esta amable recomendación no era la única razón por la que no hablábamos de Dios o infinito. Estas palabras, y otras similares, estaban prohibidas por la elite y quien transgredía el voto no sólo sufría los males de su conciencia, también el castigo añadido del maestro Crato: dos dolorosos estirones de orejas. A pesar de estas purgaciones sólo una cosa limpiaba de verdad nuestro espíritu: la contemplación sosegada de una de las esferas que se erguían dentro del templo, pues ninguna otra figura encerraba tanto poder, bondad y belleza.


Megas era nuestro maestro de filosofía natural y nos hablaba del cosmos, mas no a la manera del insigne Filolao que especulaba sobre el movimiento de los cuerpos celestes con desbordante imaginación, alegando que existían diversos astros y que todos ellos pululaban en torno a un fuego central, sino al modo del gran Parménides de Elea, defendiendo siempre la unidad e inmovilidad del todo. El cosmos del viejo Megas era tan sólo una enorme esfera blanquecina y maciza.


La representación extensa consistía en modelar y pintar cuerpos puros. Nos acostumbramos así a prescindir de palabras innecesarias redundando en una mayor comprensión del universo extenso y limitado. Era pues esta disciplina como una forma práctica de asimilar y asumir lo aprendido en las otras dos y quería ser como una síntesis de ellas. Sin duda era la más lúdica y gratificante para nosotros, pues no existían maestros que nos dijesen qué hacer o decir, sólo una especie de vigilante que guardaba del orden y atendía a nuestras cuestiones y dudas.

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