La visión impolutamente racional del ser humano ha estado
vigente durante toda la historia de Occidente. Y el Siglo de las Luces fue su
apoteosis. Sin embargo empieza a flaquear con las agudas reflexiones del
irreverente Schopenhauer y su insigne discípulo Nietzsche. Pero será Freud el
gran revulsivo. Freud nos advierte del riesgo de menospreciar el aspecto
deseante del ser humano. No es algo meramente tangencial, sino constitutivo.
Deseamos más de lo que la razón sospecha, y a menudo seguimos deseando cuando
creemos pensar racionalmente.
En los años cincuenta Edward Bernays, el sobrino de Freud, lleva el diván de su tío al salón de los publicistas. Se trata de utilizar el conocimiento freudiano para hacer más eficaz el mercado. La cuestión no es la oferta y la demanda. Al menos no solo eso. El objetivo es descubrir el deseo inconsciente de los consumidores. Los consumidores son más propensos a comprar lo que desean que lo que necesitan. ¿Pero qué desean? Bernays y sus psico-publicistas se ocuparán de descubrirlo. Y si no, de crearlo. La publicidad y los hábitos de consumo sufren entonces una revolución.
La
publicidad es inherente al mercado y no son los publicistas ni los mercaderes
los que convierten a un ser impolutamente racional en deseante. No somos puro
deseo, pero es evidente que tampoco somos pura razón. Ahora bien, ¿y si jugamos
a utilizar el instrumento publicitario en un sentido opuesto a su uso habitual?
En cierto modo, esto ya se hace a veces. Utilizar la publicidad para un fin
“bueno” y admitido socialmente. Campañas para prevenir accidentes o evitar el
maltrato a la mujer, por ejemplo. La cuestión que habría que dilucidar es
cuánto de grande es nuestro deseo consciente o inconsciente de lograr tales
fines. El publicista debería entonces fomentarlo. ¿Y si resulta que no hay ese
deseo en lo más hondo de nuestro ser y todos estamos dominados por un
insaciable tánatos? El publicista tendría que crearlo. Después de todo esto es
parte de su oficio. Quizá la parte más maquiavélica.
Lo que yo me propongo hacer ahora es rizar el rizo. Un ejercicio de ironía, un combatir al fuego con el fuego. Asumiendo a Freud y a su ingenioso sobrino, parto del hecho de que en todo ser humano hay un deseo de saber (entre otros muchos deseos). Llamémoslo curiosidad. Asumo además, y esta tesis es ya algo más controvertida, que puesto que somos seres de palabras en cierto modo esta curiosidad es intelectual. De hecho considero que los niños pequeños son más curiosos, intelectualmente curiosos, que los jóvenes (lo que si se confirma debería hacernos pensar que la sociedad y el sistema educativo no solo no fomenta su curiosidad innata y primigenia, sino que la mata). Tendríamos entonces que si hay un deseo de curiosidad intelectual, habría también “un deseo de racionalidad”. Soy consciente de que esta tesis (sin duda paradójica) es aun más controvertida que la anterior. Pero en fin, estamos jugando, ¿no? Sigamos. Nuestro publicista imaginario, dispuesto a hacerse el harakiri, podría asumir que el sujeto-consumidor llegue a denostar el deseo (y con él, su eficaz chistera de mago publicitario), una vez alcanzado su objetivo. ¿Qué objetivo? Hacernos un poco menos deseantes y un poco más volitivos y racionales. Alcanzada su meta el publicista tendría que tirar los trastos de seducir. Igual que Wittgenstein hizo con su famosa escalera. Como el publicista del que hablamos es una ficción, no habría ningún problema en pensar que se cree las controvertidas tesis de su cliente y asume trabajar en su proyecto para quedarse en el futuro sin trabajo. Extraña paradoja, ¿no? Si su campaña es un éxisto, se va al paro. Si fracasa, sigue trabajando... en otros proyectos, claro.
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