sábado, enero 12, 2013

SANTIAGO ALBA Y LAS PIRÁMIDES DE EGIPTO

Entre los numerosos escritos publicados sobre la nueva política educativa del ministro Wert se encuentra el artículo de Santiago Alba Rico titulado “¿Derribamos o no las pirámides de Egipto?” El escrito me parece paradigmático. En el sentido que muestra el tono de la mayoría de las críticas a la nueva política educativa que pululan por los medios de comunicación y, por ende, en la red. He creído conveniente hacer un somero comentario sobre él, que a continuación expongo. 

El ensayo confunde la educación con la instrucción (enseñanza).

Es la familia el primer agente educador de la sociedad. Claro que una familia puede educar mal. Pero también puede educar mal un estado. ¿Por qué presuponer en el estado unas perfecciones, aciertos e infalibilidad que no se dan en ninguna instancia de lo real? Más allá de la familia, debe educar (y de hecho educa) toda la sociedad. Desde el señor que deja el asiento a una embarazada en el metro al profesor que se comporta adecuadamente en clase. Definir a la familia como “ese consenso afectivo privado”, es desde luego un exceso ideológico que debería ser justificado en un escrito que pretenda cierto rigor. Sin familia no hay verdadera sociedad, y lejos de ser una instancia puramente privada, es la instancia básica que construye la misma sociedad civil. Contraponer familia a sociedad es tan absurdo como contraponer las moléculas de agua al agua mismo. Hannah Arendt, politóloga citada por el autor, nos recuerda en su fino análisis de las sociedades totalitarias que el primer elemento que desaparece de éstas es precisamente la familia. No es casualidad. Rompiendo las moléculas familiares, destruimos la sociedad civil. Tenemos solo un conjunto de átomos individuales e indefensos que dependerán económica, profesional y emocionalmente del poder estatal. Aristóteles, tan admirado por Arendt, advierte que la unión de varias familias (no de varios individuos) es lo que constituye la aldea, y el conjunto de aldeas dotadas de ley constituye el Estado y, por ende, la sociedad. 


El estado debe fundamentalmente garantizar la instrucción. Y así lo hace interviniendo en los planes de estudio, horario escolar, en la obligatoriedad y gratuidad de la enseñanza, etc. Pero de esto no se deduce que deba prohibir la enseñanza privada o eliminar la enseñanza concertada. Cierto que la familia no tiene derecho a privar de instrucción al hijo. Pero tampoco lo tiene el estado. Siendo así, la familia tiene derecho a elegir el dónde y el cómo se imparte esa instrucción. ¿Le parece esto un exceso al autor? Es una burda falacia afirmar que si se admite cierto derecho de los padres en la instrucción de sus hijos esto implicaría que también tendrían derecho a privar de instrucción a sus hijos. Equivoca reducción al absurdo. La misma falacia la podríamos construir en relación con el estado instructor. Que el estado tenga derecho a instruir a los niños no implica que tenga derecho a privar al niño de instrucción. No hay derecho a la ignorancia. Ni en nombre del estado ni de la familia. Cierto que el niño tiene derecho a no parecerse a sus padres, pero igualmente tiene derecho a parecerse a ellos. Mutatis mutandis también al estado. Claro que el autor nos dirá que es el niño el que tiene el derecho, y no la familia o el estado. Pero esto es salirse por la tengente utopista. Es obvio que no es el niño de diez años el que elige de hecho su educación ni su instrucción. Y si el niño no ejerce este derecho, alguien tendrá que ejercerlo por él. 

El escrito rezuma de un exceso ideológico disimulado por su corrección literaria. El exceso ideológico no es malo per se. No obstante, devalúa el presunto valor científico del análisis. Siempre que se habla del estado queda éste idealizado. Los estados reales (incluso los democráticos), como las familias reales no son Dios ni la suma perfección. Son instituciones hechas por hombres. Y ya sabemos que entre los hombres los hay de todas clases y colores. Cuando en el escrito se habla del estado, se sobrentiende que es el estado que debería ser, pero cuando se habla de la familia se acentúa su posible imperfección, ignorancia o perversión atendiendo a lo que en algunos casos la familia es. A todas luces un injusto desequilibrio sin ninguna fundamentación epistemológica.

Pero con todo donde más evidente es el sesgo ideológico es en la explícita contradicción presente en él: El autor, en buena lid, entiende que un estado dictatorial es una instancia privada que en puridad no tiene derecho a instruir a sus súbditos. Hay que entender, pues, que siendo una instancia privada no impartirá verdadera instrucción sino puro adoctrinamiento. Pues “una dictadura, como bien recordaba Hannah Arendt, no es más que una privatización del poder en beneficio de una clase o una familia; y un poder dictatorial, por tanto, es en realidad una fuerza tan privada e intestinal como un padre, una iglesia o una multinacional” No obstante, el autor nos aclara que “ lo cierto es que Cuba, por ejemplo, un país pequeño y sometido a bloqueo, con pocos recursos y siempre al borde de la quiebra, ante cada nueva crisis se hace la siguiente pregunta: ¿cómo podemos salvar los hospitales y las escuelas?”. Como mínimo, un desafortunado ejemplo. ¿Debemos entender que Cuba no es una dictadura y es una de “las inexistentes sociedades –totalitarias- de la absurda propaganda anticomunista” como señala el autor en otra parte de su escrito? ¿Debemos entender quizá que aun siendo una dictadura instruye y educa bien a sus súbditos? ¿Con mayor libertad y más amplitud de miras que cualquier estado democrático? 

En cualquier caso el artículo no detalla dónde está la perversión de la educación ni la instrucción en España. Reducir la perversión a los recortes es una vaga argumentación. Tampoco basta con descalificar una ley educativa por lo que la ley dice de sí misma. El angelical discurso que la logse hace de sí misma nos trajo la devaluación general de la educación e instrucción en todo el territorio nacional. Cierto que un discurso puramente competitivo y profesional no es lo más alentador de la nueva ley. Pero esto, por sí mismo, no garantiza el empeoramiento educativo. Como no garantizó la mejora del sistema el espíritu rousseauniano de la nefasta logse. Lo que una ley dice de sí misma no aclara mucho sobre lo que una ley procura realmente. Como sabe todo antropólogo el discurso emic de una tribu (cómo interpreta la tribu los fenómenos naturales, por ejemplo), nada tiene que ver con el exhaustivo estudio del científico sobre lo que sucede realmente (con el llamado discurso etic). 

¿Si lo que procura la nueva política educativa es una catástrofe o un claro empeoramiento, debemos pensar que lo que ha habido durante más de dos décadas estaba muy bien o estaba simplemente bien? El autor debería ser más explícito en estas cuestiones. Pues el lector puede tener la tentación de pensar que se defiende la logse o que lo que había antes de la ley Wert era comparativamente mucho mejor que lo que parece prometer la nueva ley. Mi propia experiencia como enseñante (y resisto la tentación de la generalización) hace que me sienta desde hace años en un desierto educativo e instructivo. Me cuesta imaginar algo que sea mucho peor de lo que hay. Quizá un poco peor. Quizá un poco mejor. Con esto quiero decir que el autor debería entrar en detalles y matices si pretende demostrar que lo que viene es tan claramente peor que lo que hay. Esto solo podría redundar en la honradez intelectual que desde luego le concedo al escrito. 

Desde mi punto de vista lo más descorazonador de la ley Wert no es que suponga una catástrofe. Sino que en lugar de reparar la continua catástrofe que supone la logse, parece continuarla a su manera. Se desaprovecha entonces una fabulosa oportunidad para mejorar sustancialmente el sistema. Gran parte del mal de la ley Wert es lo que ésta sigue conservando de la logse (la promoción de curso con dos o más asignaturas suspensas, por ejemplo). A esto se añaden nuevos males, como el desprecio a las asignaturas de carácter humanístico fundamentales para una formación integral y no solo profesional. No obstante hay algunas cosas buenas, la explícita diversificación y cierto rigor en los procesos selectivos presentes en las reválidas. Toda crítica a la ley Wert que no ponga esto de manifiesto (que no reconozca claramente que la verdadera catástrofe ha sido y es la logse) no me interesa. A estas alturas tenemos derecho a pensar que quien calla en este punto, otorga. Y que si no se clarifica lo contrario se está defendiendo que la enseñanza en España siga como hasta ahora. Es tiempo de hablar con claridad. Y la tibieza en esta cuestión es algo peor que la explícita mentira.

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