No es un golpe de estado a cámara lenta. Ni siquiera es un golpe de estado. Es un proceso revolucionario. El golpe de estado se urde en secreto y la revolución es siempre explícita y publicitada. Lo que está ocurriendo en Cataluña lo escuchamos por la radio, lo vemos por la tele y lo leemos en los periódicos. Desde hace años: día a día, minuto a minuto. Determinada la sustancia del fenómeno, esforcémonos pues en calificarlo adecuadamente.
La revolución catalana carece
de legitimidad popular. Más allá del espejismo que supone la hegemonía cultural
fomentada por las instituciones catalanas, ninguna mayoría se levanta
entusiasta por el acontecimiento: menos de un tercio del censo catalán parece
defenderlo, más de un tercio lo rechaza y aproximadamente un tercio de
abstencionistas lo soporta y lo sufre en silencio. El apoyo es infinitamente
más pequeño si consideramos los habitantes del todo el territorio español: los
verdaderos soberanos.
La revolución catalana es mediocre,
gris y cómica. Los dos grandes modelos revolucionarios latentes siempre en el
imaginario colectivo son el francés y el soviético. Ambos, trágicos
acontecimientos. Y no por la sangre derramada, aunque también por ello; sino
por su ineludible hondura. Trágicos pues en el sentido en que lo es un drama
bien trazado, un argumento profundo y grave capaz de llegar hasta la médula del
espíritu, como una obra de Shakespeare o una novela de Dostoievski. Allí
encontramos grandes ideas: libertad e igualdad; y hombres brillantes
intelectual y políticamente: Robespierre el incorruptible y Lenin el genial
ideólogo. La gran idea del nacionalismo catalán es que España nos roba. ¿Los
grandes hombres? Mas, la familia Puyol y el bisoño Puigdemont. Ni Mas ni la
familia Puyol, motor plutocrático de este sainete, son evidentemente
incorruptibles ni geniales ideólogos. Apenas pícaros ladronzuelos venidos
arriba. Revolución mediocre y gris, por tanto. ¿Y cómica? Marx dixit: la
historia acontece primero como tragedia y luego se repite como farsa. Las
grandes y trágicas revoluciones pasaron ya. Hace meses que contemplamos cómo en
el circo de cartón piedra se van sustituyendo los payasos. Los políticos
elaboran monólogos humorísticos en el Parlamento y los presentadores de telediarios
se parecen cada vez más a Gila narrando su guerra.
La revolución catalana es
anacrónica. Pretende ser una revolución romántica del siglo XIX sin querer
enterarse de que estamos en el XXI. Garibaldi integró a las partes para
constituir un todo: una Italia grande a la altura de un ideal. El nacionalismo
catalán pretende desintegrar España, el país más antiguo de Europa, en
insignificantes partes; y con ello desmembrar la Unión Europea y poner ante un
dilema absurdo a la Comunidad de Naciones. Diminuta grandeza de garibaldis de
medio pelo con la brújula estropeada. Juliano el Apóstata se rebeló contra el
cristianismo imperante: ignorante del viento de los tiempos, fue una excepción
insignificante en un Imperio romano cada vez más cristianizado. La globalización
es hoy el viento de la historia y muros y fronteras tienen mala prensa. Triste
el poderoso emperador que confunde el norte. Y por la misma razón, triste la
revolución musculosa y atlética que ignore el viento de la historia. Más triste
aun si además de ignorante es enclenque y contrahecha. Este es el caso.
La revolución catalana es
mendaz. Y no solo porque insista en la bobería de que Colón y Cervantes fueron
catalanes. Sino, sobre todo, por el torpe esfuerzo sofístico de su
argumentario.
Atendamos a la primera falacia:
Cataluña es una colonia ocupada por España donde sus habitantes son
oprimidos y discriminados por los invasores. Por lo tanto, tenemos derecho a la
secesión. Nos dicen sin sonrojo alguno. Todavía nadie me ha explicado en
qué consiste la opresión de los invasores en una de las regiones más ricas y
prósperas de España. Empeñado en descubrir el momento exacto de la ocupación,
sigo sin encontrarlo en los libros de historia.
Escuchemos la segunda proclama:
Lo normal en los países democráticos y civilizados es que el derecho de
secesión de una parte del territorio sea reconocido, como ocurrió en Reino
Unido en relación con Escocia. Suelen afirmar entre solemnes y fatuos. Sin
embargo Reino Unido en esto, como en un montón de cosas más, es precisamente la
excepción y no la regla. Los vehículos circulan por la izquierda, siguen usando
la libra esterlina y los bobis patrullan sin armas de fuego. Pero en lo que
respecta al tema tratado es pertinente resaltar sus dos peculiaridades más
significativas. Excepción en su modelo territorial y excepción en su cuerpo
legal.
Reino Unido es un estado
compuesto. Casi un estado confederado constituido por estados o casi estados
soberanos; si es que el propio Reino Unido es un estado al uso y no meramente
un gobierno. Escocia fue independiente hasta 1707, momento en el cual su Parlamento
decidió unirse con Inglaterra. Políticos de Londres compraron algunas
voluntades de representantes escoceses. Es cosa sabida. Desde entonces muchos
escoceses guardan cierto resentimiento. Y los ingleses, cierta culpabilidad;
por eso un número considerable de ingleses con mala conciencia no ven del todo
mal un referéndum. Irlanda o Gales transitaron por caminos diferentes.
En el ámbito jurídico, Reino
Unido funciona sin Constitución al uso y mutatis mutandis también
Canadá, tan imbricada con la legalidad británica a lo largo de su corta
historia y tan influida por ella. En su lugar existe Derecho que se constituye
sin solución de continuidad desde la Magna Carta de Juan sin Tierra en el siglo
XIII hasta la actualidad, y que se parchea y se rectifica a sí mismo a través
de costumbres asumidas, leyes acumuladas, antecedentes consumados y
jurisprudencia varia. Sin embargo la norma continental desde la Revolución
francesa, presente también en EE.UU, es la elaboración escrita de una
constitución por una asamblea constituyente. Allí queda constatado, de modo
solemne e inequívoco, el sujeto soberano: todos y cada uno de los que habitan
dentro de los limites territoriales del Estado. A veces lo llamamos nación y
otras, pueblo. Nadie puede dividir legalmente el Estado, salvo la propia
nación, pues la nación, como las personas, tiene el derecho natural a
suicidarse. Mientras tanto, gobernantes y gobernados han de someterse a la Ley.
La consecuencia inmediata es que ningún presidente puede conceder graciosamente
un referéndum secesionista sin convertirse inmediatamente en un odioso felón. A
excepción del primer ministro británico, claro.
El gobierno de Londres decidió
el referéndum escocés, que no el de Irlanda ni el de Gales, porque ninguna ley
se lo prohibía, atendiendo a la peculiar historia de Escocia (en nada semejante
a la de Cataluña); y por que le dio la gana.
Con ello sentó un precedente. Hasta ahora les ha funcionado, pero la película
no ha terminado todavía. Allá ellos. Para el resto de países europeos:
Alemania, Portugal o Italia, por ejemplo, tal hazaña legal es simplemente
imposible. ¿Y en la gran y democrática Francia tan admirada por muchos
españoles, incluidos tantos y tantos catalanes? Ni siquiera en la democrática
Francia. O mejor dicho: imposible e impensable en Francia, precisamente por ser
tan democrática.
Pero ¡ojo! Lo peor es que la revolución catalana de la señorita Pepis
puede acabar triunfando para desgracia de todos, catalanes incluidos. Y no
precisamente por su implacable ímpetu revolucionario. Las naciones, como los
imperios, no son destruidos. Se suelen derrumbar solos por pura indolencia y
descreimiento generalizado. Entre una España que muere y otra que bosteza, que
decía el poeta, o los españolitos espabilamos o España se desmantela ella
solita. Entre la comedia y la tragicomedia a menudo media un suspiro. La casta
política de Madrid es tan patética, gris y bufa como su antagonista catalana:
verosímil coincidencia si pensamos que ambas son españolas, ¿no? Si esto sigue
así, me temo que al final nos matarán a todos. Pero de risa o de tediosa
melancolía.
La presente entrada se publicó en una versión más reducida el 11 de marzo de 2016 en el diario INFORMACION de Alicante.
La presente entrada se publicó en una versión más reducida el 11 de marzo de 2016 en el diario INFORMACION de Alicante.
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