domingo, agosto 30, 2015

LA MONARQUÍA PARTIDOCRÁTICA


Tercera parte (viene de El laberinto de las monarquías)

En la monarquía partidocrática el rey tiene el mismo poder simbólico que en la monarquía parlamentaria, es decir, reina pero no gobierna. Pero la representación ciudadana se enrarece de tal forma que muy bien podríamos decir que es una pseudorrepresentación; y el parlamento, un pseudoparlamento. 
      Los partidos políticos son asociaciones organizadas con un jefe que los dirige. Cuando uno de sus miembros llega al poder, el estado premia al partido, es decir al jefe, con una subvención. El partido deja de ser entonces una asociación civil, pues es alimentado con dinero del erario y convierte a sus miembros activos en una especie de clase funcionarial con distintos grados de poder político. Su estructura vertical se va reforzando cuanto más poder va adquiriendo. Siendo así, el concepto de representante y representado se difumina y mistifica. Del mismo modo que el rey Midas convierte en oro todo cuanto toca, el oro del erario convierte mecánicamente en estado a todo partido al que da su bendición electoral. Los candidatos son las ínfimas piezas del engranaje. Su jefe los puso allí y su jefe los puede quitar. Y gracias a su jefe obtienen privilegios y subvenciones (además de prebendas ilegales que generalmente son toleradas por el poder). Si el diputado rechaza la componenda, es expulsado del partido y del cargo. Y si la expulsión se resiste, desaparecerá de la lista en las siguientes elecciones. El sistema continúa. No es la inmoralidad del diputado individual el motor de la perversión. Es el sistema electoral proporcional de listas, donde los candidatos deben obediencia fáctica al jefe del partido, lo que hace imposible la verdadera representación. Estar en la lista depende del jefe del partido, no del ciudadano. De modo que el candidato debe obediencia a su jefe, y no al ciudadano. De la misma manera, cuando el ciudadano vota, vota al jefe, no al candidato. El diputado retóricamente dirá que representa a los ciudadanos, mientras los hecho y a veces las propias consignas del partido evidencian lo contrario, y retóricamente muchos ciudadanos dirán que eligen a sus representantes, a pesar de que la mayoría de los individuos que aparecen en la lista electoral le son ajenos y desconocidos. ¿Son entonces los diputados representantes? Lo son únicamente de sus jefes de partido. Obviamente esto es una boutade, pues si los partidos se representan a sí mismos y ya están en el poder, no representan a nadie. En todo caso realizan una especie de representación teatral o se presentan a sí mismos. No es hipérbole. El parlamento funcionaría igual si las reuniones políticas se hiciesen sin la presencia física de los diputados. Bastaría con que los jefes de los partidos se reuniesen en el bar de la esquina poniendo sobre la mesa su cuota electoral. De esta manera, a través del consenso entre los partidos, se constituye y se ejerce el poder. En el parlamento o en el bar, tanto da. Aunque el verdadero pacto se hace siempre en el bar, despreciando el principio de publicidad que debe regir todo acuerdo político. El consenso entre los partidos, al estar estos desligados de la sociedad civil, se hace siempre por intereses oligárquicos (sus propios intereses como grupos de poder). Es la forma en la que se mantienen en la cúspide estatal. En esta situación aumenta o disminuye su cuota de poder según el resultado de las elecciones y la habilidad para hacer pactos adecuados, pero nunca lo pierden salvo en raras excepciones (por ejemplo, un partido pequeño que pierda tras sucesivas elecciones todos sus representante nacionales, autonómicos y municipales).  Se produce así una especie de círculo autista donde los ciudadanos no pueden penetrar. Tan solo pueden refrendar periódicamente lo que los partidos han realizado y prometen realizar. Dado que no hay procedimiento para obligar a cumplir las promesas, los partidos incumplen una y otra vez. El voto del ciudadano se convierte así en un ritual impotente que solo sirve para dar algo de legitimidad a un sistema que no les otorga ninguna representación. Como la mosca encerrada en una botella, el ciudadano choca una y otra vez contra el cristal del sistema proporcional de elección que le impide acceder al estado. Puede ver el paisaje del poder con la ilusión de su cercanía, pero es tan inasequible como las flores y los pájaros que la mosca ve a través del cristal. El traslúcido recipiente donde habita la sociedad civil resulta entonces efectivo para que ésta no penetre en el la sociedad política. Incluso más que si la botella fuese totalmente opaca y el sufragio estuviera explícitamente prohibido; pues en este último caso la oscuridad, al menos, facilitaría tomar conciencia de la falta de libertad y enseñaría más fácilmente la salida luminosa anunciada a través del cuello de la botella. La prueba del nueve se evidencia en los hechos. En una monarquía partidocrática, a diferencia de una monarquía parlamentaria, es impensable que un diputado y el jefe del ejecutivo que pertenecen al mismo partido, se enfrenten en un debate, pues ambos representan los mismos intereses. La sociedad política, desligada de la sociedad civil, se identifica con el estado, y la sociedad civil (que somos todos nosotros) queda aislada y sin posibilidad de afectar la burbuja del poder político.
    España es el ejemplo más claro de monarquía partidocrática. El término partidocrático no es un término crítico ni peyorativo, es el concepto que el jurista alemán del pasado siglo Gerhard Leibholz utilizó para designar esta nueva forma de sistema político que se inaugura en Alemania y que se generaliza en Europa tras la segunda guerra mundial. Con sus palabras describía el sistema político de su propio país. Y de paso, el nuestro, pues el sistema español es una copia del alemán. En España la explica y la define el jurista don Manuel García-Pelayo en su obra “El Estado de partidos” (1986). Leibholz llegaría a ser el primer presidente del Tribunal Constitucional Federal de Bonn y García-Pelayo fue el primer Presidente del Tribunal Constitucional de España. Aunque el término y el concepto que denota se ha intentado omitir y difuminar por la clase política por considerarlo descalificador, no se trata de algo esotérico o despectivo, sino de su definición real. Los que se toman la molestia de explicarlo, que además de autoridad intelectual tienen autoridad política porque fueros presidentes de importantes tribunales, no hablan de representación sino de integración. Los diputados no representan entonces a los ciudadanos sino que los integran al estado. Los partidos políticos, en una especie de comunión mística con los ciudadanos, se convierten en una y la misma cosa. De este modo se pretende que el gobierno de los partidos sea el gobierno presente del pueblo mismo, y no el de sus  representantes. La referencia es Rousseau y la idea de que la soberanía no se puede representar. ¿Se trata entonces de una asamblea directa? Como ha puesto en evidencia una y otra vez el pensador español don Antonio García Trevijano, el concepto de partidocracia, tal como lo explican su mentores, revela una burda tomadura de pelo que ninguna mente atenta podría dejar de ver. Dos elementos separados y distintos: partido y pueblo, no pueden ser el mismo. No hace falta ser un ilustre jurista o un sesudo politólogo para reconocerlo. Basta con aplicar los más básicos principios del pensamiento lógico. Las evidentes paradojas de la explicación junto con el reconocimiento explícito de que en la partidocracia no existe representación, sino algo mejor todavía que es la integración, dota a los emisores de tal mensaje de un cinismo intolerable. Con este cinismo, acompañado con más o menos rubor, han cabalgado intelectuales y políticos alemanes desde las palabras del insigne Gerhard Leibholz. Y es precisamente ese mismo cinismo lo que ha hecho que en España se haya optado por ocultar la definición y asimilar la partidocracia al parlamentarismo. Aquí nos parece mejor la hipocresía. Quizá porque casa más con el poso católico de nuestras raíces hispanas que el cinismo; al fin y al cabo un vicio moral más afín a una cultura protestante. El engaño y hasta autoengaño de que vivimos en una monarquía parlamentaria donde los diputados nos representan, forma parte de lo que García Trevijano llama la Gran Mentira. Vigente en España, sin solución de continuidad, desde la Transición.
Continúa en el laberinto de las repúblicas


Libros recomendados:
 "Frente a la gran mentira"  A. García Trevijano

3 comentarios:

Ángel Luis Alfaro dijo...

Impecable toda la exposición (la de las tres partes). Sólo un "pero": la monarquía. Si sustituyes la palabra "monarquía" por "jefatura del Estado" (o en algún caso "poder ejecutivo"), las argumentaciones quedan incluso mejor. Los tres artículos no hablan de la monarquía, sino del poder, o del Estado (tú lo defines como lo que gobierna sobre los gobernados) y cómo se institucionaliza: El conjunto de las instituciones del poder político se puede establecer con una rígida separación de poderes (lo que según Gª Trevijano es requisito para la "monarquía constitucional" y no ve en España -lo leo aquí http://www.cotilleando.com/foro/threads/monarqu%C3%ADa-parlamentaria-monarqu%C3%ADa-constitucional-garciatrevijano.100618/ ) o de otra manera (por ejemplo, en lo que para tu lectura de Leibholz y Gª Pelayo es "partidocracia"). La diferencia entre una monarquía parlamentaria y una monarquía constitucional es una entelequia de la ciencia política: nadie la tiene bien definida (Trevijano pide echar a todos los profesores de Derecho, porque ninguno la dice a su gusto). En la sinopsis que se hace de la Constitución de 1978 en la web del Congreso http://www.congreso.es/consti/constitucion/indice/sinopsis/sinopsis.jsp?art=1&tipo=2

se dice: "la monarquía parlamentaria es la forma política que concilia la Jefatura de Estado monárquica con la configuración democrática del Estado contemporáneo", y se recoge cómo en los debates constitucionales de 1978 hubo enmiendas, como una de Morodo (creo que era del PSP de Tierno) que proponían "monarquía onstitucional", o incluso con dos coj... "monarquía constitucional y parlamentaria" (senadores Cela, Marías y Sánchez Agesta), o a pecho descubierto "monarquía" (López Rodó y Ollero). Curiosamente, la crónica de el 19 de agosto de 1978 en El País
http://elpais.com/diario/1978/08/19/espana/272325612_850215.html
parece recoger la intervención de Ollero al revés de lo que dice la web del Congreso. A saber.

Ángel Luis Alfaro dijo...

Sigo.

En todo caso, como se dice en la citada sinopsis "en un Estado democrático la monarquía sólo puede ser parlamentaria", lo que pretendo entender del modo siguiente: como el rey no puede tener facultades de gobierno, las monarquías que quieran ser democráticas no pueden ser sistemas presidencialistas (el los que el jefe del ejecutivo tiene legitimidad democrática propia), sino parlamentaristas (en los que la legitimidad democrática proviene del Parlamento); las repúblicas sí pueden elegir entre ser presidencialistas y ser presidencialistas; las monarquías presidencialistas son, como Marruecos en 2015, sólo parcialmente democráticas (la comparación con Francia en 1790 quizá no es apropiada porque la Asamblea Constituyente tampoco pretendía construir un sistema democrático). Definir a la monarquía como "constitucional" solo puede querer decir que está limitada por la constitución (si la constitución no es democrática, como muchas del siglo XIX, esa monarquía no lo será, pero tampoco lo será ese parlamento). ¿Cómo determinamos que el parlamento es democrático? En la versión asamblearia, si es un soviet. En la versión representativa, si proviene de elecciones libres con sufragio universal (siempre perfeccionables con primarias, circunscripciones cercanas, listas nacionales, sillas vacías y otros procedimientos -pero no se niega el principio de que también son democráticas las elecciones menos "perfectas"-) ¿Como determinamos que la constitución es democrática en un sistema parlamentario? porque incluye el reconocimiento de la soberanía nacional en el pueblo, que elige al Parlamento; pero tu exposición nos hace plantearnos la seriedad de estas dos preguntas: si es el parlamento el que elige al Gobierno y entre los dos eligen a los jueces ¿esto va en contra de la división de poderes? si tanto los representantes parlamentarios como el gobierno y los jueces están sometidos a la partidocracia ¿eso invalida la democracia? Ambas "imperfecciones" no tienen por qué ser únicamente fruto de la corrupción, del cinismo o de la hipocresía; también pueden justificarse en el sentido del utilitarismo, si producen un Estado más fuerte o más eficaz (equilibrio entre libertad y seguridad, que ambos son valores constitucionales, en la búsqueda del bien común), pero como ya hemos dicho muchas veces, los kantianos ganan a los utilitaristas cuando queda claro que los buenos propósitos no les han llevado al éxito, sino al fracaso, y el edificio constitucional español está a punto de demostrar si tras treinta años de éxito definitivamente fracasa, o si tiene suficiente flexibilidad para reformarse antes.

Jesús Palomar dijo...

El propósito del escrito es intentar aclararme. Para ello lo primero que he hecho es eliminar la palabra democracia (está demasiado desgastada y significa demasiadas cosas, al menos en su uso). Lo segundo es relativizar los nombres. Los nombres no dejan de ser convenciones. Podemos sustituir monarquía absoluta, monarquía constitucional, monarquía partidocrática y monarquía parlamentaria por a, b, c d, por ejemplo. Lo que si me interesa es el concepto. Mi exposición está incompleta. Le debería seguir las formas políticas republicanas correspondientes: república popular, república parlamentaria, república constitucional y república partidocrática (intentaré subirlo en futuras entradas) Insisto, podríamos llamar a éstas e,f, g , h. La polaridad monarquía versus república es una excusa, me sirve para elaborar una pequeña taxonomía. Pero ser república o monarquía no constituye la diferencia fundamental de las formas políticas. Me explico. La monarquía parlamentaria y la república parlamentaria son de facto casi iguales. Sin embargo la diferencia entre monarquía absoluta y monarquía parlamentaria es abismal.
Si tenemos más o menos clara estas ocho formas políticas el problema ciudadano no será si queremos una democracia o no (a saber qué entiende cada uno por democracia), sino: ¿cuál de las formas políticas expuestas te parece la más conveniente? ¿Por qué?
Una última cuestión. Creo que das demasiado importancia epistemológica a la definición que los sujetos involucrados o sistemas hacen de sí mismos. Creo que Franco se definió alguna vez como totalitario, nuestro sistema político se define como parlamentario o constitucional. Bueno, puede que sí o puede que no. Pero desde un punto de vista un poco más científico deberé poner estas definiciones bajo sospecha.Mi gato a veces cree ser un perro. Sin embargo el veterinario suele utilizar criterios más objetivos y un poco más serios y me dice que tranquilo, que sigue siendo un gato.
Un saludo afectuoso, Ángel. Gracias por participar.