Parte primera.
Podemos discutir sobre el nombre que damos a las cosas, pero es inadmisible que se utilice el mismo nombre para distintas cosas. Cuando esto se produce en el lenguaje cotidiano hay confusión y enemistad; en la enseñanza, ignorancia; y en ciencia, ineficacia. Pero tolerarlo en política es el inicio de la peor de las tiranías. Enredados en las palabras acabaremos creyendo ser libres y prósperos viviendo en una cochambrosa chavola con manos y pies encadenados.
Podemos discutir sobre el nombre que damos a las cosas, pero es inadmisible que se utilice el mismo nombre para distintas cosas. Cuando esto se produce en el lenguaje cotidiano hay confusión y enemistad; en la enseñanza, ignorancia; y en ciencia, ineficacia. Pero tolerarlo en política es el inicio de la peor de las tiranías. Enredados en las palabras acabaremos creyendo ser libres y prósperos viviendo en una cochambrosa chavola con manos y pies encadenados.
El estado es la expresión
abstracta del poder: el que manda. El pueblo, la nación o la ciudadanía es la
expresión abstracta de los individuos que soportan el poder del estado: los
mandados. Pueblo, nación y ciudadanía no son sinónimos. Tienen sus rasgos
particulares. El pueblo es el conjunto de los habitantes y la ciudadanía son
solo los habitantes reconocidos con ciertos derechos civiles y políticos. El
término nación es más controvertido. A lo largo de la historia se ha identificado
a la nación con los miembros de una raza, de una religión, de una cultura o de
una clase social. Aunque también se ha identificado a la nación con el pueblo y
con la ciudadanía. El concepto nación tiene una connotación histórica o
temporal de la que carece ciudadanía, aunque se trasluce a medias en pueblo.
La nación nace en el tiempo y se hereda. De modo que nación no solo son las generaciones
vivas, sino las pasadas que las precedieron. En algunas ocasiones el término pueblo
se ha identificado con nación. Así, en la Alemania nazi el pueblo alemán, deutsches
volk, era la raza aria, y quedaban fuera de él los judíos alemanes y otras
minorías no arias. Entre el pueblo en la base y el estado en la cúspide encontramos
otras dos instancias que, aunque siguen siendo abstractas, lo son menos: la
sociedad civil y la sociedad política. El pueblo no es un conjunto de átomos.
Los individuos conforman grupos y relaciones. Aparecen asociados en familias,
en torno a un culto religiosos, para defender a los trabajadores, para proteger
a la naturaleza o para cualquier otro fin. Estas asociaciones constituyen en
conjunto la sociedad civil. Por otro lado, el estado está compuesto por hombres
que tienen poder real. Estos hombres que dan carne al esqueleto estructural del
estado, son la sociedad política. Una asociación de personas en la que sus
miembros quieren entrar en el estado y formar parte de la sociedad política es
lo que comúnmente llamamos partidos políticos. El adjetivo “político” en este
caso no deja de ser controvertido. En realidad los partidos políticos deberían
llamarse partidos civiles, pues es una asociación más de la sociedad
civil. La condición básica para que desde la sociedad civil surjan asociaciones
y se manifiesten públicamente es que previamente haya libertades civiles. Muy
especialmente la libertad de expresión, de reunión, de asociación y de
manifestación. De lo contrario solo se manifestaran públicamente las toleradas
por el estado. Si existen partidos o asociaciones que dependen del estado no
son sociedad civil, son estado. La única forma de recuperar los derechos
civiles si no se tienen, o garantizarlos, si es que han sido concedidos
graciosamente por el estado, es que la sociedad política brote naturalmente de
la sociedad civil y dependa de ella.
Los tres poderes clásicos del
estado son el ejecutivo, el legislativo y el judicial. El poder mismo es la
soberanía. La soberanía se ejerce por presencia o por representación. En la
antigua Atenas los ciudadanos ejercían el poder por presencia, sin
representación, reuniéndose en asamblea. Podríamos decir entonces que tales
ciudadanos eran soberanos o que la soberanía la tenían los ciudadanos. Pero más
allá de las asambleas con participación directa, los que ejercen la soberanía
de facto suelen decir a menudo que representan a Dios, al pueblo o a la nación.
El rey considera que Dios le ha concedido representar su poder en la tierra y
la forma en que este poder se trasmite es la herencia genética. Por eso el rey
proclama que solo debe rendir cuentas a Dios. Sin embargo el parlamento
considera que es la nación o el pueblo el que tiene el poder legítimo y ellos
representan este poder gracias a la delegación voluntaria del pueblo a cada uno
de sus representantes. Obviamente, los parlamentarios consideran que deben
rendir cuentas a sus representados y no a Dios.
Si la soberanía es un poder no
controlado por otro poder, aunque limitado por otros poderes exteriores,
podemos decir entonces que el único inequívoco soberano es siempre el estado.
El soberano está limitado en el exterior por otros soberanos, es decir, otros
estados, pero hacia dentro, en relación con el pueblo, es el único poder real.
Desde un punto de vista emic, es decir, desde sí mismos, el rey es
representante de Dios, y el parlamento es el representante del pueblo; de lo
que habría que colegir que para el rey el verdadero soberano es Dios y para los
representantes, el pueblo. No obstante, desde un punto de vista etic,
observando la acción efectiva del poder, los soberanos, es decir, los que
mandan en cada caso, son el rey o el parlamento, sin más; siempre y cuando
ninguno esté controlado por otro poder y puedan identificarse con el estado
mismo.
Continúa en parte segunda: El laberinto de las monarquías.
Continúa en parte segunda: El laberinto de las monarquías.
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